La calamidad une, pero también desnuda y además enseña. Une, como ya se ve y se siente en la provincia de Valencia a raíz de los efectos de una gota fría severa y cuyas consecuencias se tardará mucho tiempo en paliar. Une como, probablemente, nunca una ola de tal dimensión de solidaridad se dio en España, amén de una disposición de efectivos humanos y medios públicos de ayuda y que continúan a destajo. Si bien, algunos episodios de ejercicio de la vanidad disfrazada de humanidad y abnegación presuntas se han venido viviendo como algo inherente a este tipo de calamidades, lo mejor y que más caracteriza a la condición humana, como son la compasión y la solidaridad, en gran parte anónimas, se superponen día a día.
Desnuda, porque deja al descubierto la competencia o incompetencia de quienes son llamados, por su condición de responsables institucionales, a liderar con humildad pero también con decisión la respuesta frente al reclamo y los efectos de la catástrofe. De estos o estas, hubo y hay quienes priorizan su propia supervivencia en el cargo esbozando excusas a la de tanta gente maltrecha (otra ya quedó atrás) sin aún atisbos más claros de un regreso a una vida razonablemente digna. La naturaleza desatada lleva el mando de una nave de destrucción a la que no le faltó ni falta, desgraciadamente, ayudantes irresponsables que con su mal proceder colaboran en esa negra navegación.
Enseña porque, en primer lugar, ella, la naturaleza, necesita de mayor atención; que las experiencias pasadas y sus señales se monitoricen mejor y se actúe en consecuencia ante lo que pueda llegar en el futuro. Frente a ello, aunque hay daños de difícil reparación, sí se podrán evitar otros que potencialmente puedan suceder; de un drama se puede aprender sin que el lógico dolor no impida el razonamiento en pro de la prevención o, cuanto menos, disminuir en lo posible los riesgos.
Y si la calamidad une, desnuda y enseña también descubre que en ella también es posible que instrumentalizando la tragedia la mentira vehemente y a sabiendas puede tener espacio y que, incluso, moverse con relativa comodidad creando estados de opinión y respuesta que solo consiguen aumentar el estado de desgracia, ya de por sí tristemente cruel. Tal mentira convertida en negocio.
La serenidad en el ámbito político, también en el mediático, nunca estará reñida con la acción proactiva, exhaustiva, insomne incluso, para hacer llegar una coordinación imprescindible y por derecho a quienes más sufren, que son muchos, y que necesitan luz para sus expectativas de reparo y no tinieblas que aumenten su desasosiego. Por episodios, la política institucional (no toda), no ha querido hasta el momento renunciar a los estímulos de la confrontación para la búsqueda de réditos en el “lodo” mortal.
El tiempo juzgará, a la resiliencia hay que darle también esperanza porque, pese la inmediatez y la velocidad en el relato de los hechos en el mundo actual, habrá heridas que difícilmente sanarán y por ello tardaran en cerrar. Las instituciones, especialmente en circunstancias de crisis, tienen su razón de ser, por su carácter representativo, en definir quienes somos. Pese a algunos dislates que cobran peso, notoriedad y dominio del ruido, la esperanza no se pierde en que su credibilidad en momentos de tribulación, como son los presentes, siga siendo lo suficientemente fuerte para atender a tanto desvarío. Hay desgracias que suceden por accidente y otras por “elección”.