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Octogésimo Aniversario de lo que se forjaría como el Día de la Victoria en Europa (II)

por Alfonso José Jiménez Maroto
17/05/2025 04:30 CEST
Octogésimo Aniversario de lo que se forjaría como el Día de la Victoria en Europa (II)
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Tras retratar el panorama sucinto de la Gran Guerra en el texto que precede a esta disertación y continuando la secuencia de lo que habría de acontecer en los prolegómenos del estallido de la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945), ahora, empujado por inmensas mareas misteriosas y con indudables heridas abiertas aun sin curar, todavía quedaba una pequeña rendija de garantía de paz para que ésta pudiese llevarse a término. Me refiero al desarme exclusivo de Alemania.

A decir verdad, se echaron por tierra todas sus armas junto a la artillería y su flota acabó zozobrando en Scapa Flow. Sin inmiscuir, su grandioso ejército prácticamente deshecho. Según el Tratado de Versalles (28/VI/1919) y al objeto de conservar el orden interno, Alemania únicamente podía mantener una milicia profesional que no sobrepasara los cien mil hombres y por este motivo quedaba sin reservas. De hecho, el cupo periódico de quintos ya no recibía adiestramiento y se disolvieron los cuadros de mando. O séase, se descartaba cualquier tipo de Fuerza Aérea y la Armada se redujo a un grupo expreso de flotas de menos de diez mil toneladas.

Al mismo tiempo, Rusia estuvo postergada de Europa Occidental por una trencilla de países fuertemente antibolcheviques. Además, Checoslovaquia y Polonia elevaban el tono por su independencia y daban la sensación de sostenerse erguidas en Europa Central. En tanto, Hungría se rehacía del hipnotismo impuesto por Béla Kun (1886-1938). Y sin punto de comparación, el ejército francés por intervalos adormecido, era la fuerza militar más vigorosa del Viejo Continente y durante diversos años se presupuso que su Aeronáutica disponía de un nivel destacado.

Sobraría mencionar que hasta el año 1934, los conquistadores nutrieron un influjo incuestionable. Podría decirse que no existió ningún santiamén en que los tres antiguos aliados, incluso Gran Bretaña y Francia con sus aliados occidentales, no hubieran podido estar en condiciones de dirigir, en nombre de la Sociedad de Naciones o Liga de las Naciones y al cobijo de su abrigo moral e internacional, por un mero carácter de la voluntad, la fortaleza armada de Alemania que siempre atesoró.

Si bien, hasta 1931, los ganadores y sobre todo, Estados Unidos, centralizaron sus energías en extirparle hasta la saciedad a Alemania, mediante incómodas intervenciones extranjeras, las indemnizaciones periódicas. La circunstancia de que estos desembolsos se ejecutaran por medio de prestaciones norteamericanas mucho más infladas, hacía que el procedimiento resultara paradójico. Ciertamente, no se obtuvo nada más que animadversión.

Hago hincapié en el párrafo anterior, porque si en cualquier instante hasta el año 1934 se hubiese requerido la rigurosa observancia de las cláusulas de desarme del Tratado de Paz, esto habría defendido de manera indeterminada, sin hervor ni derramamiento de sangre, la paz y la seguridad, perdurables.

A criterios de numerosos estudiosos del pasado desde diversas fuentes, nadie les dedicó el debido miramiento mientras los quebrantamientos fueron intrascendentes y cuando éstos alcanzaron magnitudes súbitas, las esquivaron.

Es así como se vio desaprovechada la última de las garantías de paz duradera y ahora embadurnada de imperfecta. Los excesos de los derrotados hallan su acotación y razón de ser, aunque sin reparos no en su comprensión, en los delirios de los vencedores y sin los cuales no habrían concurrido ni la incitación, como tampoco la encrucijada para cualquier crimen de los cientos por miles perpetrados. Dicho esto, la aparición de la desdicha peyorativa en la turbulenta Historia de la Humanidad, es un calvario que no sólo reside en la hecatombe de vidas y bienes, insalvables en cualquier conflicto bélico.

Los hilos conductores que pretendo hilvanar subyacen que durante el transcurso de la Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918), se produjeron aniquilaciones de soldados y civiles, dilapidándose buena parte del erario reunido por los países; pero además de las desproporciones de la revolución rusa, el andamiaje esencial de la civilización europea seguía en pie en la última etapa de la guerra.

Pero cuando enmudecieron los cañones, obuses y morteros, los estados a pesar de su hostilidad perceptible, todavía se trataban unos a otros como identidades raciales y se habían considerado las reglas de juego de la conflagración, reinando un punto de encuentro entre los ejércitos que habían luchado entre sí. Y tanto los ganadores como los derrotados, salvaguardaban el semblante de naciones civilizadas.

Porque por encima de todo, se rubricó una paz altisonante que dejando al margen los diversos matices financieros inverosímiles de completar, se amoldaba a los principios que en el siglo XIX habían regularizado los vínculos entre pueblos liberales. Atreviéndome a indicar que se apostó más de lo que pudiese parecer, por el imperio de la ley y se implantó una herramienta para protegerse y sobre todo, a Europa, de un nuevo seísmo belicoso dispuesto a colarse.

Llegados a este punto crítico en su fundamentación, con el estrépito arbitrario de la Segunda Guerra Mundial se escamotearon entre los hombres los lazos de lo racional. Y al compás de la tiranía hitleriana a la que se dejaron avasallar, los alemanes realizaron a diestro y siniestro fechorías que no encuentran paralelismo, en grado ni en perversidad, con ninguno otro que haya oscurecido al ser humano.

La destrucción generalizada y sistemática de millones de hombres, mujeres y niños en los campos de ejecución alemanes, despunta en consternación los estragos improvisados y los disminuye en tamaño a proporciones minúsculas. Durante la guerra en el Frente Oriental, tanto Alemania como Rusia previnieron y cristalizaron la demolición intencional de urbes enteras.

El modus operandi terrorífico de bombardear localidades desamparadas, emprendido por los alemanes, fue coordinado y duplicado por veinte por el empuje progresivo de los aliados, hasta descollar con el lanzamiento de las bombas atómicas que deshicieron las ciudades de Hiroshima (6/VIII/1945) y Nagasaki (8/VIII/1945).

Una vez esparcido el veneno para la tragedia que habría de confluir, quedaría por valorar que la fatiga y postración de los pocos ejemplares ayudó al robustecimiento de los malévolos. Como asimismo, sabedor que ninguna política se sostiene en alza durante diez o quince años consecutivos, la configuración y las prácticas de los territorios democráticos, a menos que se uniformen en organismos más extensos, están faltos de los mecanismos de constancia y convencimiento que son los únicos que pueden facilitar seguridad a la ciudadanía.

Y es que las lecciones aprendidas de sensatez y las limitaciones impuestas pueden llegar a transformarse en generadores potenciales de peligro irreparable. Al igual que la salida que se toma como derivación de la aspiración de seguridad, a veces arrastra a la ruina. Aun atisbándose el menester de que a lo largo de los años los estados exploren un vasto perfil de ejercicio internacional, con independencia de las oscilaciones de las políticas nacionales. Sin duda, era un asunto político mantener despojada de armamento a Alemania y a los ganadores con las armas convenientes.

Mientras tanto, aunque no se pudiera alcanzar un arreglo con Alemania, tonificar una Sociedad de Naciones genuina y capacitada para apuntalar el desempeño de los tratados o autorizar que se corrigieran exclusivamente mediante la discusión y la negociación. En otras palabras: cuando tres o cuatro administraciones poderosas, operando de manera contigua reclaman a sus pueblos esfuerzos emprendedores, y cuando éstos se han prestado desenvueltamente por un motivo común y se ha conseguido el resultado ansiado, parecía natural nutrir una actuación acordada, al menos, para no dejar de lado lo fundamental.

“No habiéndose consumado el desarme exclusivo de Alemania, se vio desaprovechada la última de las garantías de paz duradera y ahora embadurnada de imperfecta”.

Amén, que las fuerzas concéntricas que convergen junto al saber, el conocimiento y la ciencia de los ganadores, fueron ineficaces de servir algunos de estos requerimientos modestos. Permanecieron en un entorno inestable, hasta que avanzados los veintiún años, dos meses y un día entre el final de la Primera Guerra Mundial (11/XI/1918) y el inicio de la señal pavorosa de la Segunda Guerra Mundial (I/IX/1939), hubo que redactar otra vez páginas teñidas de sangre sobre quiénes por una causa combatieron y acabaron sucumbiendo.

Desde ese momento y como efecto mariposa, Alemania hervía en sus ínfulas y se producían importantes cuestiones. Hasta entonces, Papen (1879-1969), quién cogió las riendas como sucesor de Brüning (1885-1970) en calidad de canciller y el general político, Schleicher (1882-1934), hicieron lo posible por administrar Alemania mediante la sutileza y confabulación. Pero ya era demasiado tarde. Papen, confiaba manejarse con el refuerzo de la comitiva del presidente Hindenburg (1847-1934) y del grupo ultranacionalista del Reichstag. Según las deducciones de Schleicher, las piezas del puzle eran las avanzadillas oscuras y maliciosas que penetraban en la vida política alemana detrás del ascendente poder y el nombre ineludible de Adolf Hitler (1889-1945) que comenzaba a entrar en acción, acechando convertir el movimiento hitleriano en siervo manejable de la Reichswehr, nombre oficial de las Fuerzas Armadas de Alemania entre los años 1921 y 1935, respectivamente, para controlarlos hasta la saciedad.

Lo cierto es que los contactos entre Schleicher y Röhm (1887-1934), el líder de los milicianos nazis, se extendieron en unos roces imperativos entre el primero y Hitler. Supuestamente, las únicas trabas en la trayectoria a la mano de hierro de ambos eran Papen y la confianza depositada por Hindenburg. Subsiguientemente, una fecha que quedaría para la posteridad, el 30/I/1933, Hitler tomaba las riendas del cargo de canciller de Alemania. Prontamente se harían sentir las primeras sacudidas sísmicas de quien iba a ser el dueño de lo que pudiera estar en contra del nuevo orden.

No se demoraría demasiado para que se reprimieran los mítines y manifestaciones del Partido Comunista. A su vez, en el país se decomisaron las armas secretas de los integrantes del grupo político. Y la ocasión transcendental apareció cuando quedó en llamas el inmueble del Reichstag, citándose a los camisas pardas, camisas negras y organizaciones auxiliares. En una sola noche se materializaron cuatro mil detenciones, englobando al Comité Central del Partido Comunista.

Pero aún subsistían en Alemania rescoldos y fuerzas reacias, insurrectas o contrarias al hitlerismo. A pesar de todo, Hitler y sus aliados nacionalistas tomaron la delantera del Reichstag. Así, logró con habilidades intrigantes la papeleta mayoritaria del pueblo alemán, en los que una minoría tan considerable habría poseído un respaldo colosal y la debida deferencia en el Estado, pero en la Alemania nazi incipiente las minorías asimilarían que finalmente no tenían ningún derecho.

Y como emblema que marcaría el devenir de Hitler, el 21/III/1933, éste encabezó el primer Reichstag del III Reich, cercano al sepulcro de Federico el Grande (1712-1786) con la asistencia de los procuradores de la Reichswehr, distintivo de la prolongación del vigor germano y de los oficiales de mayor rango de la organización voluntaria tipo milicia vinculada al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (SA) y la organización paramilitar, policial, política, penitenciaria y de seguridad (SS), con la envergadura de los nuevos semblantes del florecimiento alemán. En este momento, enardecidas por el nombramiento, las columnas entusiastas del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán marcharon ante su líder, rindiéndole pleitesía en un desfile con antorchas por las arterias de Berlín.

Definitivamente, Hitler, emergía como la espuma en el tablero mundial y no se encontraba solo, porque desde los abismos de la derrota llamó a los indescifrables e inicuos despechos que se atinaban reservados en los corazones de la raza más numerosa, pertinaz, despiadada, contrapuesta y lastrada de Europa.

Sin ánimo de extralimitarme en la exposición de esta narración, con la palestra internacional insensible se colaba entre las grietas de lo menos incalificable, los tentáculos arrojadizos de Hitler armándose hasta los topes para iniciar su resarcimiento particular.

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Y ocasionándose estos vaivenes, otros países se sintieron apremiados a imponer durante algún tiempo las duras contracciones que la crisis financiera les había rematado, pero sin prestar fineza a los indicios alarmantes que se gestaban en Europa. En un esfuerzo efusivo por lograr un desarme de los vencedores parecido al que aplicó a los vencidos el Tratado de Versalles, liberales y conservadores indujeron varias fórmulas en la Sociedad de Naciones por los medios puestos a su disposición.

Como ejemplo que corrobora lo que iba generándose en la boca del lobo, hay que mirar con el rabillo del ojo a Francia, porque aunque sus objetivos políticos persistían en constante cambio y movilidad sin ningún peso añadido, se agarraba a su ejército como punta de lanza de sus alianzas. Postura por la que recibiría un rapapolvo por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña. La administración alemana fanfarroneó ante el comportamiento británico, interpretando la inanición sustancial y el decaimiento inherente impuestos incluso a una raza nórdica por un modelo de sociedad democrática y parlamentaria, que movida por el coraje nacionalista hitleriano, tomó un aire arrogante.

Era un grito a voces que el desarme alemán inconcluso se convirtió en la prioridad política cardinal de los aliados ganadores.

El caso es que bajo la exigencia decidida de los británicos, los franceses plantearon lo que improcedentemente se denominó ‘Plan Herriot’, que resumidamente radicaba en el restablecimiento de las Fuerzas de Defensa de Europa en forma de unidades confeccionadas por una cifra definida de tropas que prestaban servicio durante fases transitorias, identificando la condición de igualdad, aunque sin admitir irremediablemente la ecuación de fuerzas.

El reconocimiento de la condición de igualdad hacía inalcanzable no afrontar esta igualdad de fuerzas, valga la redundancia, lo que concedió a las autoridades aliadas procurar a Alemania una “igualdad de derechos en un sistema que proporcionaría seguridad para todos los países”.

Y con incuestionables principios de signo artificial, los francos se vieron en la tesitura de ceder a este patrón títere, con lo que los alemanes accedieron en retornar a la conferencia sobre el desarme pactado. Además, este escenario se acogió como un triunfo relevante para la paz.

Intensificado por el soplo del éxito, se expuso una proposición que adoptó el sobrenombre de su causante y conductor en sus líneas maestras: el ‘Plan MacDonald’ suscribía como primer paso el acogimiento de la idea francesa de ejércitos que proporcionaban servicios de breve permanencia y operó para precisar los guarismos exactos para las milicias de cada nación.

O séase, había que disminuir el ejército francés de la suma de 500.000 puesta en tiempos de paz, a 200.000. Y el alemán tenía que incrementarse hasta equiparar el anterior número. Es permisible que la cuantificación de fuerzas militares germanas, a pesar de no aparejar aún reservas adiestradas que no se obtienen hasta la sucesión de varios cupos del Servicio Militar Obligatorio, escalan a más de un millón de voluntarios entusiastas, dotados de las últimas armas resultantes de las fábricas, convertibles y en parte reconvertidas para suministrarles armas.

El producto no podía ser otro: Hitler, convertido en canciller y caudillo de Alemania, tras dar consignas al apropiarse el poder de seguir al frente cínicamente a escala nacional, tanto en los campos de entrenamiento como en los talleres e instalaciones, se sentía como pez en el agua. Ni tan siquiera se satisfizo en tolerar las propuestas impuestas. Y con una expresión de desprecio, dio instrucciones para abandonar la Sociedad de Naciones.

Durante esta etapa desafortunada cuesta localizar una similitud al desacierto de la dirección británica y el agotamiento de la francesa que mostraban la impresión de sus concernientes cámaras.

Tampoco se escapa de la reprobación Estados Unidos, abstraído en sus sumarios e intereses, ocupaciones e incidentes de una comunidad libre, puramente estuvo aturdido ante las vicisitudes extraordinarias que se multiplicaban en Europa y conjeturó que nada tenían que ver con su país. No soslayando, que los Cuerpos de Oficiales americanos, robustamente virtuosos y bien instruidos, moldearon su propia veredicto, aunque no tuvo trascendencia notable en el proceder distanciado y apenas circunspecto de la política exterior estadounidense.

Si Estados Unidos hubiese desempeñado su proyección podría haber inducido a intervenir a los políticos británicos y franceses. La Sociedad de Naciones, aunque agraviada por el revolcón habitual, continuaba figurando como un instrumento cualificado que había protegido cualquier desdén a la nueva amenaza agresiva hitleriana con las gentilezas del Derecho Internacional. Pero ante la intimidación, los ciudadanos norteamericanos se limitaron a mirar hacia otro lado y al cabo de unos años, hubieron de emplearse a fondo con los tesoros del Nuevo Mundo para defenderse de una eventualidad letal.

Y en líneas similares, Europa y Japón no perdían de vista el incremento del potencial bélico germano que aumentaba exponencialmente a pasos descomunales. Cada vez se respiraba mayor intranquilidad en Escandinavia y en estados como Checoslovaquia, Rumanía y Yugoslavia llegaban referencias de las operaciones solapadas de Hitler.

“Hitler, convertido en canciller y caudillo de Alemania, se sentía como pez en el agua para fraguar sus ínfulas atroces”.

¡Era real y no una alucinación!, que ante el letargo y la ceguera de otros, se fraguaba esta transformación sospechosa en el nervio ofensivo de los ganadores y derrotados, y en el Lejano Oriente se alumbraba una desorganización entre los países no agresivos y pacifistas.

¡Y qué decir de la ‘Gran Depresión’! Por doquier, dando sus coletazos. Porque conforme transitaban los años no quedaba otra que emplear restricciones o aranceles aduaneros a los efectos japoneses elaborados en unas condiciones de mano de obra que nada se parecían a los patrones europeos. China se constituyó en el principal mercado exportador de Japón y poco más o menos, en su único distribuidor de carbón e hierro. Así, ratificar el control sobre China se erigió en la hoja de ruta principal de la estrategia nipona.

Posteriormente, aparentando desbarajustes locales, los japoneses reivindicaron la disolución de las asociaciones chinas que aparejasen algún aspecto antijaponés. Este rumbo mordaz se combinó con el ascenso del poder en el Lejano Oriente y con su nueva disposición naval en los mares.

Desde la primera descarga, el atropellamiento incurrido contra China avivó la máxima oposición en Estados Unidos, pero la política aislacionista menoscababa en todo sentido. Si en su día el país estadounidense hubiera pertenecido a la Sociedad de Naciones, habría conducido en la asamblea una operación conjunta contra Japón de la que habría sido el principal encargado.

Por otro lado, la administración británica no exhibió deseo alguno de intermediar con Estados Unidos y tampoco perseguía quedar indispuesta con Japón, a la que le recordaba sus compromisos en virtud de la Carta de la Sociedad de Naciones.

No obstante, China como miembro de la Sociedad de Naciones, aunque no cumplió con su cuota, recurrió a ella por un argumento de pura justicia. De ahí, que el 30/IX/1931, el organismo internacional creado por el Tratado de Versalles urgiera a Japón a retirar sus milicias de Manchuria. Aunque a Japón no se le castigó con sanción ni se adoptó otra medida, desde ese instante se aisló de la Sociedad de Naciones.

En tanto, Alemania que aparecía nuevamente en escena y Japón, participaron en la guerra en bandos distintos y desde entonces se observaban con otros ojos.

En consecuencia, quedando en pausa la segunda parte de este relato con impronta fatídica e infausta, era evidente que la valía moral de la precursora de las Naciones Unidas (Sociedad de Naciones) no contaba con apoyo físico suficiente, e inexcusablemente cuando más imperiosos eran tanto su labor como esfuerzo imprimido, jugando un protagonismo decisivo a la vista de desencadenarse las tribulaciones y penurias inenarrables de la Segunda Guerra Mundial.

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