Era un grito a voces que la inercia del forcejeo, en lugar de quedar desterrado del pensamiento legítimo iría inoculándose y haciéndose pujante, en un punto de hervor más incisivo en las mentes y corazones de una amplia capa de personas, que por aquel entonces deseaba la paz. E incluso en otras que hasta ese intervalo puntual de la Historia Universal se sentían orgullosas de considerarse pacifistas. Pero las fuerzas intervinientes, según los criterios que la nutrían, únicamente se dispondrían a instancias de la Sociedad de Naciones y mucho menos por la puerta trasera.
Lo cierto es que desde el momento en que se toleró de facto el rearme encubierto de la Alemania hitleriana sin un alto solícito por parte de los Aliados, ni de las antiguas potencias más cercanas, era casi incuestionable que entraría en escena el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945). Y es que cuanto más se pospusiera la tentativa de empeño, menos posibilidad existía de frenar a Adolf Hitler (1889-1945) sin una colisión seria y salir ganador de tan duro conato.
En un abrir y cerrar de ojos, Alemania plasmó de manera enmascarada una Fuerza Aérea comparable a la británica y ahora se atinaba en su punto culminante en la producción de municiones, tras inacabables planes solapados. El Viejo Continente y Gran Bretaña y lo que se contemplaba los distantes Estados Unidos de América, hubieron de hacer frente al poderío y ardor belicoso de setenta millones de sujetos concernientes a la raza más vigorosa de Europa, impetuosos por redimir su prestigio nacional e inspirados, en caso de que fluctuaran, por un régimen militar bárbaro de acoso y derribo de impronta social y partidista.
Tal vez, aún quedaba algo de tiempo en las manecillas del reloj para defender la seguridad colectiva, sustentándose en el acervo de los partícipes para aplicar con el sentido común las determinaciones de la Sociedad de Naciones. Las democracias y los países que estaban en sus manos continuaban siendo en potencia, muchísimo más musculosos que las opresiones y dictaduras, aunque su visión con relación a sus contrarios había declinado considerablemente.
Paulatinamente y dejándose llevar por el pesimismo y la desconfianza, así no se puede replicar a la perversidad armada. El amor genuino a la paz no puede valer de pretexto para arrojar a cientos de millones de individuos a una guerra sistémica.
¡La calamidad revestida de arrogancia seguía prosperando!
El Ejército germano implantado sobre el sostén concienzudo del Servicio Militar Obligatorio y vigorizado por un voluntariado vehemente, se volvía cada vez más poderoso, tanto en la cuantía de integrantes como en la madurez y calidad de sus contingentes. En tanto, la Fuerza Aérea persistió y creció sucesivamente sobre la superioridad que poseía Gran Bretaña. Al mismo tiempo, las instalaciones de municiones se afanaban a destajo: los martillos aporreaban y las ruedas rodaban sin tregua, convirtiendo la industria en una especie de armería fusionada a la población en un único mecanismo de guerra siempre subordinada.
Y en las dos caras de la moneda, en su anverso, en el círculo interno, Hitler agilizó un plan cuatrienal al objeto de reestructurar la economía y así conseguir mayor autosuficiencia bélica; y en el reverso, a nivel exterior, logró la alianza fundamental para la política alemana, alcanzando un acuerdo con Mussolini (1883-1945) y fijando el eje Roma-Berlín. Dicho esto, abordando la última parte que recapitula el Octogésimo Aniversario del colofón de la Segunda Guerra Mundial, en la guerra, valga la redundancia, y también en política exterior como en otras tantas cuestiones, se obtiene ventaja cuando entre algunas opciones seductoras o insípidas, se opta por el punto dominante.
“El amor genuino a la paz no puede valer de pretexto para arrojar a cientos de millones de individuos a una guerra sistémica. ¡La calamidad revestida de arrogancia seguía prosperando!”
Cuando Hitler expuso sus designios prioritarios ante los Jefes de las Fuerzas Armadas, Alemania precisaba más extensión vital y la superficie recomendable para llevarlo a término recaía en Europa del Este. O séase, Polonia, Bielorrusia y Ucrania. Obviamente, esta conquista entrevería una gran conflagración y de camino la aniquilación de los pueblos que residían en esos territorios.
A fin de cuentas, el Tercer Reich tendría que vérselas con sus dos contrincantes repelentes (Inglaterra y Francia), para los que un coloso en llamas en el corazón de Europa no cabría bajo ningún concepto: la Alemania nacionalsocialista. Pero para explotar el máximo cosechado en la fabricación de municiones y la furia patriótica que encarnaba al Partido nazi, habría de iniciar una guerra lo antes posible y ceñirse en sus dos enemigos principales, antes de que éstos se dispusiesen a luchar.
No cabe duda, que Hitler tenía la decisión tomada a entablar la guerra mientras se encontrase en su esplendor. Además de su autodeterminación explosiva, revelaba sin trabas de atar cabos con el conjunto de las razas teutonas bajo el paraguas del Reich, donde encontraba dos orígenes para anexionarse la República de Austria. Primero, porque le allanaba el camino a Checoslovaquia y segundo, los pórticos más vastos del Sureste de Europa.
Pronto, la aldea global quedó sin aliento cuando tras la acometida a Polonia y la declaración de guerra de Gran Bretaña y Francia, se originó un inciso angustioso. Horas más tarde, el furor de la tempestad acumulada y tanto sofocada, se precipitó. Ahora, millones de seres humanos se retaron entre sí en el rencuentro de la más implacable de los combates. Antes de lo esperado, el Frente de Francia se fracturó y sus Tropas sufrieron una derrota sin paliativos. Y el Ejército británico fue fulminado al mar y vio extraviado sus equipos. En seis semanas y casi desguarnecidos, Alemania e Italia victoriosos, avanzaban como pez en el agua con Europa encogida en un hilo al poder de Hitler y con Japón percutiendo desde el otro lado del planeta.
Con lo cual, no pretendiendo extralimitarme a la hora de extraer las causas que derivaron en la Segunda Guerra Mundial, habría que comenzar incidiendo en la Gran Depresión, donde el trance del modelo capitalista provocó pánico en las sociedades industrializadas, sobresalto en el devenir de su andamiaje económico y en la intimidación del sistema comunista que exhibía arrogante su éxito en la industrialización de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La cantidad elevada exponencialmente de desocupados multiplicó el resentimiento y la fluctuación.
A la par, hay que referirse a la galopada armamentística como derivación de los escollos económicos. Las escapatorias que la Alemania nazi o los Estados Unidos de su política intervencionista (New Deal) instalaron a la crisis, desfilaron inexcusablemente por la supremacía militar. La producción de armas con premura fue una de las destrezas que monopolizaron estos países para dar fin al paro, pero la productividad y el desarrollo de armas llevó aparejado la alarma de la guerra.
La Sociedad de Naciones quiso implementar en 1932 una Conferencia de Desarme, pero ésta naufragó. A ello hay que añadir la actitud de revancha tanto de Alemania como de Italia contra el Tratado de Versalles (28/VI/1919). Hitler y Mussolini manejaron a la perfección el desagrado de sus estados hacia este Tratado para así obtener la mano dura. En el fondo tenían que cumplir lo prometido a quiénes le habían alentado.
De ahí, que el Gobernante Supremo cuartease una a una las cláusulas degradantes de Versalles con la toma de la orilla izquierda del Rin, el rearme alemán, la anexión de Austria y los Sudetes y la invasión del corredor polaco. La apropiación de otros espacios al margen de sus límites fronterizos, entrañaba subsanar los prejuicios creador por el Tratado de Versalles y adquirir materias primas, básicas para reforzar la bonanza de sus respectivas economías. Sin inmiscuir, que Hitler codiciaba el ensanchamiento de Alemania a costa de Rusia, por lo que el duelo de titanes entre la Alemania nazi y la URSS de Stalin (1878-1953) era cuestión de tiempo.
Simultáneamente, Mussolini aspiraba convertir el Mediterráneo en su surtidor y que evidentemente le encaraba a Inglaterra y Francia. Y reparando en Japón, le urgía invadir China y el Sudeste Asiático, abundante en materias primas, lo que irremisiblemente le enfrentaba a Estados Unidos e Inglaterra.
Estos menesteres reportaron a Alemania, Italia y Japón a poner en práctica una política expansionista, embistiendo a países como Austria, Checoslovaquia, España, Abisinia, Albania o China y atemorizando insistentemente con un conflicto bélico global. Por otra parte, efectuaron alianzas como el Eje Roma-Berlín (25/X/1936) y el Pacto Antikomintern (25/XI/1936) o el Eje Roma-Berlín-Tokio (27/IX/1940).
En el imaginario queda preguntarse porqué los países democráticos como Francia, Inglaterra y Estados Unidos, dejaron que las potencias fascistas se encaramaran en sus ínfulas. Era innegable la extenuación de los actores demócratas.
Primero, Estados Unidos siguió durante el período de Entreguerras (11-XI-1918/1-IX-1939) el mismo método que aplicó antes de la Gran Guerra: el aislamiento de cara a las dificultades europeas. Y segundo, Francia e Inglaterra mostraban un veredicto contrapuesto tras la sombría mortandad sufrida años atrás en la guerra, sumado a los costes militares.
Tampoco es descartable de este escenario el pavor al avance frenético del comunismo, en los que algunos hallaron a Hitler como la palanca de freno. Es por ello el espectro de la política de apaciguamiento cediendo a las imposiciones de Hitler, como en la Conferencia de Múnich (30/IX/1938), o mirando a otro lado ante el Comité de No Intervención en la Guerra Civil Española (17-VII-1936/1-IV-1939). Cuando Francia e Inglaterra pretendieron reaccionar era tarde y la Sociedad de Naciones no tuvo apenas ningún resquicio de impedir la guerra, pues en ella no intervinieron ni Estados Unidos ni la URSS, limitándose tan sólo a condenar abiertamente el ataque de Italia a Abisinia (Etiopía) o de Japón en China, sin tomar ninguna medida al respecto.
Luego, el curso peliagudo hacia la Segunda Guerra Mundial comprendido entre los años 1932 y 1939, respectivamente, estuvo jalonado por una sucesión de agresiones que los estados fascistas incrustaron a más no poder en los años treinta y cómo no, por la aparente pasividad de los países democráticos y la URSS.
De manera sucinta, comenzando por el período comprendido entre 1931 y 1932, la dirección militarista japonés radicalizada, llevó una política expansionista en Asia Oriental para garantizarse como fuese el control de las materias primas fundamentales. Ya desde la Gran Guerra trató de hacerse con el dominio de China, pero el pronunciamiento del Partido Nacionalista y Comunista afectó a los intereses comerciales japoneses. Japón no se haría esperar y operó bruscamente invadiendo Manchuria y bombardeando las principales metrópolis chinas en un acometimiento que se alargó hasta 1945.
Segundo, en 1935, Italia se hace con Abisinia en una guerra cómoda de cebo propagandístico y en la que Mussolini quiere desquitarse de la derrota sufrida en la Batalla de Adua (1896). La Sociedad de Naciones desacreditó a Italia y ésta renunció como miembro.
Tercero, en 1936, se ocasiona el rearme alemán y la remilitarización del Rin en la que Francia no replicó. O lo que es lo mismo: el Ejército alemán prosperó extraordinariamente y pobló militarmente el margen izquierdo del Rin, saltándose a la torera el Tratado de Versalles.
Cuarto, entre el período encuadrado de 1936 a 1939, tanto Francia como Inglaterra, Alemania e Italia rubrican el Pacto de No Intervención en la Guerra Civil Española, pero Alemania e Italia lo quebrantan abiertamente violándolo flagrantemente al ofrecer su apoyo militar a Franco (1892-1975). La URSS contesta respaldando a la República Española y la Península Ibérica acaba convirtiéndose en laboratorio y recinto clandestino de un sinfín de pruebas para lo que estaría por llegar: el relámpago de la Segunda Guerra Mundial.
Quinto, 1937, Japón invade China.
Sexto, 1938, Alemania irrumpe en Austria que queda incorporada al Tercer Reich. Ese mismo año se materializa la Conferencia de Múnich en la que el primer ministro británico, Chamberlain (1869-1940) junto al primer ministro francés, Daladier (1884-1970), se citan con Hitler y Mussolini a cambio de no demandar más territorios. En definitiva, se otorga al führer la anexión de Austria y de los Sudetes, región de Checoslovaquia con población alemana.
Y séptimo, 1939, Hitler sella una alianza secreta con Stalin en la que Alemania y la URSS resuelven repartirse las regiones intermedias entre ambos estados (Países Bálticos y Polonia). Este compromiso sinsentido cogió con el paso cambiado a Francia e Inglaterra, cuando Hitler fanfarroneó de instalarse en el pasillo polaco, pensando que no osaría encararse a la URSS penetrando en Polonia. Este último matiz es revelador subrayarlo, porque tanto Francia como Inglaterra dieron su palabra a Polonia de que si Alemania la ocupaba, inmediatamente le declararían la guerra.
De esta manera, cuando Hitler entró en Polonia (1/IX/1939), Francia e Inglaterra le anunciaron oficialmente sus propósitos de emprender las hostilidades armadas. Y la URSS no sólo no abordaba a Alemania, sino que apoyaba la ocupación.
Al hacer referencia a las rasgos que aglutinó la Segunda Guerra Mundial, podría decirse que destapó similitudes con la Primera Guerra Mundial. Una muestra de ello es que Alemania combatió en dos frentes. Llámense contra Francia, Gran Bretaña, la URSS y Estados Unidos, pero igualmente reflejó varios contrastes. Si en la Gran Guerra Alemania tuvo margen de triunfo hasta el último momento, en la Segunda tuvo la batalla perdida dos años antes de finalizar el conflicto (1943). Hay que recordar que si la primera se definió por una ‘guerra de trincheras’ o ‘guerra de posiciones’, la que le predeciría se consideró una ‘guerra de movimientos’. Sobre todo, por el manejo intensivo de amplias columnas de tanques en contribución con la Fuerza Aérea.
La Segunda Guerra Mundial de disposición expeditiva y movediza aupó a los alemanes a lograr importantes triunfos en los inicios. Subsiguientemente, americanos, ingleses y rusos la dislocaron contra el Eje. Otra de las variables intervinientes hace alusión a la ‘guerra en retaguardia’. Los seis años y un día que se alargó esta lucha infernal, alemanes y japoneses conquistaron inmensas demarcaciones y sometieron a millones de habitantes de manera extrema.
Véase brevemente la GESTAPO, en calidad de policía secreta de la Alemania nazi y las SS, principal organización encargada de la ejecución de la judería europea en el Holocausto, cristalizaron hasta la saciedad un acorralamiento metódico de quiénes se resistieran a la ideología y el movimiento político del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP).
Primero, los nazis sembraron la política antisemita inaugurada en los estados invadidos por Alemania. Tómese como ejemplo Polonia, en la que residía la comunidad judía más nutrida de Europa. Como es sabido, judíos, gitanos, comunistas y un largo etcétera, recalaron en los campos de concentración.
Es a partir de 1942, cuando Hitler determina la ‘solución final’, mediante el crimen de millones de judíos en los campos de exterminio. Por citar alguno, Auschwitz, formado por Auschwitz I (campo original), Auschwitz II-Birkenau (campo de concentración y exterminio) y Auschwitz III-Monowitz (campo de trabajo) y 45 campos satélites.
Y segundo, nazis y japoneses expoliaron los departamentos tomados, deteriorando su economía en beneficio de los actores del Eje. La depredación se desplegó con trabajos forzados. Este interregno de la consternación instó la llegada del movimiento de resistencia al invasor, con la población civil organizándose para entorpecer y cuajar misiones de espionaje para los Aliados. En Italia, los partisanos, como combatientes del movimiento armado de oposición al fascismo y a las Tropas de ocupación nazis, brillaron por su frecuente actividad.
Pero paradójicamente que en la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial no concluyó con un único acuerdo de paz formal, sino que se originaron varias negociaciones en los que los adversarios y fundamentalmente, Inglaterra, Estados Unidos y la URSS, convinieron su estrategia durante el conflicto armado y cómo tras la hecatombe se adecuaría la humanidad. Sobraría mencionar que en dichas reuniones los países antes aludidos ostentaron sus choques y desconfianzas recíprocas. Estados Unidos distinguía a Inglaterra como una potencia decadente que debía dispersarse de la palestra internacional y al que la nación americana estaba presta a reemplazar como la potencia económica y política hegemónica del momento.
“Hitler, abanderó que los judíos desprendían un tufo particular y desde su instinto pernicioso los observaba como ‘elementos corruptos’ y alimañas ‘portadoras de gérmenes’ que había que extirpar”
A criterio de algunos expertos y analistas, los principales inconvenientes recaían en los estados occidentales con la URSS de Stalin de régimen antidemocrático, al no admitir ésta la Carta del Atlántico (14/VIII/1941), con la que se tanteaba instaurar los valores democráticos. Amén, que el estado soviético señaló el ahínco puesto en la lucha contra la Alemania nazi y esa entrega debía ser gratificada con recompensas territoriales y de influjo en Europa Oriental y Central. Claro, que en las entrevistas a modo de conferencias, los Aliados hubieron de hilar fino con importantes esfuerzos para que su afinidad contra la Alemania nazi no quebrara. Haciendo hincapié en la relevancia de Roosevelt (1882-1945), al conseguir persuadir a Churchill (1874-1965) para que éste cediera a los imperativos de Stalin.
En consecuencia, mucho se ha escrito y seguirá abordándose sobre los avatares que precipitaron la llamarada de la Segunda Guerra Mundial. El ejercicio que me asigné a la hora de hilvanar estos cuatro artículos con sus pinceladas indelebles, ha intentado reeditar las vicisitudes constatadas en uno de los más clamorosos abismos entre dos fórmulas llamadas a envilecer el terror: la preservación o no del recuerdo, sin soportar la incomodidad de transitar literalmente entre un mar de referencias y aclaraciones, sobre todo, las que atañen a la idiosincrasia militar.
Toda vez, que no quisiera pasar por alto en el apartado conclusivo del Octogésimo Aniversario del ‘Día de la Victoria en Europa’ (8/V/1945), fecha en el almanaque en que los Aliados acogieron la rendición categórica del Tercer Reich y por tanto, el cataclismo de las potencias del Eje (Alemania-Italia-Japón) en el teatro europeo de operaciones. Hitler, siempre abanderó que los judíos desprendían un tufo particular: aquel olor era un emblema del “moho moral” que cobijaban en lo recóndito de su alma.
Desde su instinto pernicioso los observaba como “elementos corruptos” y alimañas “portadoras de gérmenes”, que fuera como fuese, había que extirpar. Pero aquel 27/I/1945, cuando las fuerzas soviéticas comparecieron en el lugar de concentración de Auschwitz, el epicentro de la mayor industria de muerte del nazismo, no olfatearon nada de aquello. Lo que de inmediato se adentró en sus fosas nasales era un intenso hedor a muerte y putrefacción. Sin lugar a dudas, aquello era el rastro inhumano dejado por los nazis tras consumar los últimos crímenes antes de escapar.
Con todo, las múltiples matanzas cometidas no se perpetraron del día a la noche, porque lentamente pero sin pausa se pulieron por médicos hasta dar con la tecla de lo irracional: exploraron la técnica acortada de matar en masa a hombres, mujeres y niños y que no perjudicara psicológicamente a los ejecutores.
Finalmente, el desenlace maléfico radicaría en las postrimerías de 1941. Aquellas jornadas terroríficas, los guardias de las SS aislaron de improviso a cientos de comisarios soviéticos en el aterrador Bloque 11 del campo de concentración, y por vez primera, les gasearon con ácido prúsico Zyklon-B. Un gas concebido para sanear de insectos edificios o fábricas y que incidía mortalmente por inhalación en los pulmones hasta obstruir la respiración celular. Aquel estrago monstruoso ponía de manifiesto los puntales del Holocausto más enloquecedor y espantoso, en los que es preciso que no se diluya en lo efímero de la conspiración del silencio.