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Octogésimo Aniversario de lo que se forjaría como el Día de la Victoria en Europa (III)

por Alfonso José Jiménez Maroto
20/05/2025 04:15 CEST
Octogésimo Aniversario de lo que se forjaría como el Día de la Victoria en Europa (III)
Imágenes cedidas
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El advenimiento de Adolf Hitler (1889-1945) a la cancillería no se acogió con fogosidad en la capital de Italia, donde veían el nazismo una adaptación vulgar y despiadada del dibujo fascista. Y es que eran consabidas las pretensiones de una ‘Gran Alemania’ con relación a Austria y en el Sureste del Viejo Continente.

Simultáneamente, Andrea Mussolini (1883-1945) presagió que no encajarían los intereses de Italia con los de Alemania. En tanto, el Estado Mayor germano no presumía que pudiera constituirse y a su vez formarse al Ejército, a una nivel por encima del francés y que se le facilitara arsenales y equipamiento suficientes.

Lo cierto es que en lo retrospectivo del tiempo, la Armada alemana quedando al margen la materia de los submarinos, no podría rehabilitar su estado anterior hasta franqueados doce o quince años. Si bien, como colofón al fatídico hallazgo del motor de combustión interna y la destreza de volar, entró en escena una ingenio de rivalidad nacional preparado para innovar la proyección belicosa.

Me explico: un país de primerísimo calibre como Alemania, que además colaborara en el acaparamiento paulatino de conocimientos y en la evolución de la ciencia, requeriría, si se lo planteaba, apenas cuatro o cinco años para componer una Fuerza Aérea vigorosa. Tal vez, superlativa o algo menos, en caso de que se llevasen a término análisis anticipados.

Dicho de otro modo: al igual que el fuste del Ejército alemán, la recreación de la fortaleza aérea se tramó con escrupulosidad durante mucho tiempo.

De hecho, en 1923, se satisfizo que la próxima Fuerza Aérea debía formar parte del mecanismo bélico. Por el momento, valga la redundancia, el Estado Mayor se conformaba, o al menos así lo parecía, con confeccionar el armazón de una Fuerza Aérea perfectamente modulada que no se pudiera reconocer, o al menos, que no llamase la atención en esos primeros años de carestía de cara al exterior.

De todas las maneras de poder militar viables y a criterio de diversos analistas, la capacidad aérea es la más compleja de calcular, o incluso de significar en términos exactos. La dimensión en que las fábricas y los campos de adiestramiento de la aviación civil adquieran una valoración e importancia en un momento explícito, no es sencillo de establecer, ni mucho menos de concretar con rigor.

Sin lugar a dudas, las coyunturas de enmascaramiento y violación del tratado son cuantiosas. El medio aéreo era el único que le brindaba a Hitler la ocasión de un acortamiento terrestre. Primero, para palpar la simetría y segundo, la preeminencia de un arma esencial en razón a potencias como Francia y Gran Bretaña.

Con estos mimbres y siguiendo la estampa de quiebra al estado de la paz mundial tras la culminación de la Gran Guerra, podría decirse que se habían finiquitado aquellos intervalos de praxis encubiertos o disposiciones subrepticias y en los que Hitler se sentía lo bastante robusto y con garantías, como para proponerse emprender sin parangón sus primeros desafíos.

Así, en el año 1935, se difundió la composición oficial de la Fuerza Aérea alemana e inmediatamente se informó que a partir de entonces se establecería el Ejército con la implantación del Servicio Militar Obligatorio. Poco más tarde, se promulgaron las prescripciones para llevar a término estas decisiones.

Sobraría mencionar en estas líneas, que la maniobra a marcha forzada de Hitler constituye un revés explícito y directo a los tratados de paz sobre los que se asentaba la Sociedad de Naciones.

Y mientras los quebrantamientos enfundaron la forma de descartes o de suplir los nombres, las potencias ganadoras desquiciadas por el pacifismo e inquietas por su política interior, no tuvieron inconveniente en esquivar el encargo de pronunciarse ante la inobservancia o el rehúso del tratado de paz por parte de Alemania. Entonces aquella incógnita se destapaba con una fuerza atroz.

Primero, tomando nuevamente como ejemplo Francia, tenía que hacer frente no ya sólo al reajuste de su Ejército, sino igualmente a la continuación del Servicio Militar Obligatorio ajustado de uno a dos años. La posición adoptada por la opinión pública hacía que la tarea se enredase. No sólo los comunistas sino también los socialistas emitieron su voto en contra de la medida.

“Siguiendo la estampa de quiebra al estado de la paz mundial, Hitler se sentía lo bastante robusto y con garantías, como para proponerse emprender sin parangón sus primeros desafíos”.

Y segundo, como se diría llanamente, Estados Unidos se lavó las manos en todo lo que atañe a Europa. Hasta el punto, de despreocuparse del asunto. Pero Gran Bretaña y Francia y como no podía ser de otra manera, Italia, a pesar de sus disconformidades, se sentían violentadas a poner en tela de juicio este movimiento en el tablero de Hitler, entreviendo a dotas luces un desacato del tratado.

Con el apoyo de la Sociedad de Naciones se emplazó a una conferencia de los antiguos aliados principales, donde se determinaron a debate estos motivos. Unánimemente se afirmó que no consentiría el atropello de unos tratados tan solemnes, cuya gestación costó la vida de millones de personas. Pero los delegados británicos aclararon que no tanteaban la viabilidad de manejar sanciones en caso de incumplirse el tratado. Lo que demarcó la reunión a la esfera exclusiva de las palabras.

En base a lo anterior, se aprobó por conformidad una disposición por la que resultaban inadmisibles las transgresiones unilaterales de los tratados, empujando a la Sociedad de Naciones a dictaminar sobre el contexto que se daba. Curiosamente en la segunda jornada de la conferencia, Mussolini abogó con determinación este paso y objetó terminantemente la agresión de una potencia hacia otra.

La declaración final decía al pie de la letra: “Las tres potencias que tienen como objetivo de su política el mantenimiento colectivo de la paz dentro del marco de la Sociedad de Naciones, están plenamente de acuerdo en oponerse, por todos los medios posibles, a un repudio unilateral de los tratados que ponga en peligro la paz de Europa, y actuarán en estrecha y cordial colaboración a tal efecto”.

En su alocución, Mussolini acentuó literalmente las palabras “paz de Europa”, e hizo un paréntesis después de “Europa”, que no quedó ignorado por los allí presentes. Obviamente, esta grandilocuencia en el continente europeo en seguida encendió las alarmas de los enviados del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, que avivaron los oídos e interpretaron que aunque el dictador estaba por la labor de intervenir con Francia y Gran Bretaña para impedir que Alemania se rearmara, se guardaba un as en la manga con una operable irrupción en África.

Adentrándome en hechos concretos, el componente sustancial del acuerdo gravitaba que la Armada alemana no podía superar un tercio de la británica. Lo que cebó al Almirantazgo, cayendo en la cuenta del período anterior a la Gran Guerra, cuando se amoldó con una proporción de dieciséis a diez.

Con este punto de vista nada halagüeño y fiándose de las garantías germanas, definitivamente decidieron conferir a Alemania el derecho a construir submarinos, que por entonces le estaba vedado formalmente en el tratado. E incluso podía realizarlo hasta un 60% de la cuantía que ostentaba Gran Bretaña. Y por si no quedase aquí la cuestión, si le parecía que las condiciones eran extraordinarias, tenía luz verde para fabricar hasta un 100%.

Claro está, que los alemanes se comprometían a no echar mano de sus submarinos contra embarcaciones mercantes. Luego, cabría interpelarse: ¿Para qué lo requerían? Porque de respetar el resto del acuerdo, Alemania no podía entremeterse en la resolución naval de los buques de guerra.

Ni que decir tiene, que la acotación de la flota alemana a un tercio de la británica, allanó el camino a Alemania para precipitar un proyecto de nueva fabricación, haciendo funcionar al máximo a sus astilleros, al menos, durante diez años. Por ende, no se aplicó limitación alguna ni obstáculo práctico al crecimiento naval. O lo que es igual: construían tan deprisa como les fuera posible. La totalidad de buques que el plan británico le adjudicaba a Alemania era más numeroso de lo que le correspondía dedicar, aun debiendo de distribuir el revestimiento entre la construcción de carros de combate y buques de guerra.

De este modo, Hitler estudió al milímetro que no existía resquicio que hubiera una guerra con Gran Bretaña hasta alcanzado el año 1944 o 1945, ya que el desenvolvimiento de su Armada se había preconcebido con miras a largo plazo.

Tan solo en lo que toca a los submarinos, se construyó lo que estuvo en sus manos y cuando llegó el momento de hacer sombra a la meta impuesta del 60%, demandaron la cláusula que les admitía alcanzar el 100%. Además, un dato que pormenoriza lo expuesto: cuando se inició la conflagración construyeron cincuenta y siete y en el diseño de los acorazados no estaban obligados a respetar lo dispuesto en el acuerdo naval de Washington ni en la Conferencia de Londres.

En un abrir y cerrar de ojos, Alemania comenzó manos a la obra en la construcción del Bismarck y el Tirpitz. Mientras Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia cumplían la terminación de las treinta y cinco mil toneladas, estas dos naves majestuosas se crearon con un deslizamiento por las aguas de más de cuarenta y cinco mil toneladas. Y una vez rematadas éstas se convirtieron en las más poderosas.

A este tenor iba a ser para el füher una primicia diplomática el menester de atomizar a los aliados, al estar uno de ellos inclinado por aceptar la frivolidad del incumplimiento del Tratado de Versalles e invertir la reparación de la plena libertad y así rearmarse con el consentimiento que le ponía en bandeja el pacto con Gran Bretaña.

El alcance de la noticia propició otro golpe de efecto mortífero para la Sociedad de Naciones. Los franceses en su derecho a poner el grito en el cielo de que sus intereses vitales quedaban en la cuerda floja por el permiso que Gran Bretaña le proporcionaba a Alemania para construir submarinos.

Indiscutiblemente, en este resultar Mussolini detectó muestras palpables de que Gran Bretaña no actuaba de buena fe con sus aliados y que en cuanto tuviera afianzados sus intereses navales particulares, supuestamente se conduciría de acuerdo con Alemania, aunque aquello quedase en quebranto de las potencias afectas, ahora amenazadas por el aumento de las fuerzas terrestres alemanas.

El porte irónico y ambicioso de Gran Bretaña lo animó a continuar haciendo hincapié con sus objetivos contra Abisinia (antiguo nombre de Etiopía). Los estados escandinavos que días antes censuraron a Hitler cuando éste impuso el Servicio Militar Obligatorio, delataron que Gran Bretaña había llegado a un arreglo sobre la flota germana que aunque no fuera más que un tercio de la británica, con esta salvedad acabaría haciéndose dueño y señor del Báltico.

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Los ministros británicos hicieron el farol de la propuesta alemana de cooperar con Francia para zanjar el rompecabezas de los submarinos. Aun así, quedaba atenazada a la condición de que el resto de estados la asumieran paralelamente y se sabía de buena tinta que no existía la menor posibilidad de que otros la aprobaran, los alemanes no perdían nada con este oferta. Idénticamente podría describirse del acuerdo alemán para condicionar el empleo de los submarinos, a fin de prescindir que éstos proporcionara incurrir en barbaridades.

A estas alturas quien iba a entrever que si Alemania disponía de una gran flota de submarinos y se encontraban ante la tesitura de contemplar a sus mujeres y niños pereciendo de hambre por cuestiones de un cerco británico, desecharían hacer uso de sus armas.

Mientras tanto, la instauración del reclutamiento en Alemania punteó el reto radical a Versalles. Pero los avances por los que se ampliaba y reconstituía el Ejército no sólo vaticinaban la atracción técnica, porque se modificó el nombre de la Reichswehr por Wehmacht que representaba a las Fuerzas Armadas unificadas de Alemania nazi.

Pronto las huestes germanas quedaban supeditadas al Gobernante Supremo. Los soldados no prestaban su juramento de fidelidad o promesa a la Constitución como hacían antes, sino a la persona de Hitler, como igualmente aconteció con el Ministerio de Guerra. Y en esta acometedora política exterior expansionista se hilvanó un nuevo prototipo de formación: la división acorazada o Panzer, de la que a renglón seguido se compusieron tres.

De la misma manera se tomaron medidas precisas para pautar a la juventud. Empezando en las filas de las Juventudes Hitlerianas, los jóvenes daban el salto a los dieciocho años de modo voluntarioso a la SA o camisas pardas. Ofrecer servicio en los Batallones de Trabajo resultó un deber para los alemanes que cumpliesen los veintiún años. Asimismo y con la premisa de servir a su patria, durante seis meses ayudaban en la construcción de calzadas, carreteras, campamentos, etc., con lo que se amasaban y curtían física y moralmente para consumar la deuda soberana de cualquier compatriota alemán: dar lo mejor de sí en las Fuerzas Armadas. Y cómo no, en los escuadrones de trabajo se ponía el acento en la unidad social y la abolición de clases. En cambio, en el Ejército brillaba la disciplina junto a la unidad territorial.

A partir de aquí se generó la colosal operación de adiestrar y familiarizar el nuevo cuerpo y de amplificar los cuadros de mando. Y retando una vez más las cláusulas del Tratado de Versalles, el 15/X/1935, Hitler reabrió con un ceremonial solemne la Escuela de Oficiales del Estado Mayor, que a la postre se convertiría en la cúspide del poliedro oratorio apoyado por la eficiente propaganda nazi, cuya base estaba acoplada por las incontables hiladas de los Batallones de Trabajo.

Posteriormente y según las fuentes bibliográficas consultadas, se llamaron a filas los primeros reclutas nacidos en 1914. Aquello suponía en números redondos, nada más y nada menos, quinientos noventa y seis mil mozos que recogerían el listón del apostolado en la disciplina de las armas. De un plumazo, al menos en la figuración de cara a la galería, las Tropas escalaban poco más o menos, a setecientos mil integrantes. Aunque detrás de la primera convocatoria, tanto en Alemania como en Francia, en los años sucesivos se comprimiría el dígito de conscriptos por la merma de nacimiento durante la Gran Guerra.

Por consiguiente, en 1936 se encaramó a veinticuatro meses la etapa de Servicio Militar Obligatorio en Alemania. Los respectivos al año 1915 sumaba cuatrocientos sesenta y cuatro mil, con lo que se añadía al estancamiento producido en 1914 durante un año más, el número que recibieron adiestramiento comprendía la cantidad de un millón quinientos once mil activos. Ese mismo año los componentes del Ejército francés, dejando a un lado la figura de los reservistas, incumbía a seiscientos veintitrés mil hombres, de los que únicamente cuatrocientos siete mil se localizaban en Francia.

Hasta que dichos totales se hicieron realidad y conforme se sucedían los años, adoptaron la penumbra de un aviso para navegantes. Todo lo que se implementó hasta 1935 quedaba por debajo de la fuerza real y de la capacidad del Ejército francés y sus vastas reservas, aparte de sus compactos y fornidos aliados. Pero una medida firme secundada por la Sociedad de Naciones habría paralizado el proceso siniestro alemán.

Quizás, podría haberse citado a Alemania para que cuanto antes compareciera en Ginebra y ofrecer las aclaraciones y dejara la admisión a grupos de investigación de los aliados para inspeccionar la situación de sus armamentos y formaciones militares que incumplían el tratado. O en caso de que lo problematizara, apropiarse de las cabezas del puente del Rin hasta que asegurara su observancia, sin que hubiera riesgo de intransigencia ni perspectivas de derramamiento de sangre.

“La maniobra a marcha forzada de Hitler constituye un revés explícito y directo a los tratados de paz sobre los que se asentaba la Sociedad de Naciones y la paz mundial abrazó sin merecerla una segunda puñalada”.

Quién sabe, como mínimo se hubiese rezagado en el tiempo las tentativas de la Segunda Guerra Mundial. Y varias de las vicisitudes y predisposiciones combinadas eran distinguidas por el Estado Mayor de Francia y Gran Bretaña y en menor consonancia, ambos gobiernos.

La administración franca, en un entresijo de vaivenes incesantes en el sugestivo pasatiempo de la política de fuerzas de partidos, a la vez que la dirección británica cayó en semejantes anomalías por el sumario discrepante de un pacto para no virar nada, fueron un cero a la izquierda para abrir un ejercicio tajante, aunque estuviera admitido tanto por el tratado como por la moderación.

Llegados a este punto, la paz mundial abrazó sin merecerla una segunda puñalada.

En cuanto que Gran Bretaña viese extraviada la paridad aérea, Italia se arrimó a Alemania. La adición de estas dos peripecias dio alas a Hitler para insistir con el luctuoso sesgo. Recuérdese lo práctico que fue Mussolini para escudar la independencia austríaca, a pesar de sus impedimentos en el Centro y Sureste de Europa. Y en este momento saltaba al bando inverso. Era un hecho: Hitler ya no se encontraba desguarnecido y uno de los aliados principales de la Gran Guerra iba a sostenerlo.

Las conjuras de Mussolini con relación a Abisinia eran incongruentes con la integridad del siglo XX. Más bien, equivalían a esas épocas tenebrosas en las que el hombre blanco presumía de usurpar cuando lo quisiera a la raza negra, amarilla o pieles rojas y someterlas con la supremacía de sus armas.

Además, Abisinia pertenecía a la Sociedad de Naciones y por una alteración intrusa, Italia presionó para abarcarla, mientras Gran Bretaña se contrapuso. Los británicos valoraban que la naturaleza del gobierno etíope y el curso persistente de arbitrariedad, sumisión y un sinfín de choques tribales, la hacía no estar en concordancia con la sujeción a la Sociedad de Naciones. Pero los italianos se salieron con la suya y finalmente se integró con las competencias y garantías que ello representaba.

A ciencia cierta, este entorno sirvió para poner a prueba la herramienta y precursora de la actual Organización de las Naciones Unidas, llamada a garantizar la paz y la cooperación entre los estados, en quién los hombres de buena voluntad encomendaban sus anhelos. Pero Mussolini no operaba incitado meramente por el apetito de conseguir otros espacios geográficos, su régimen y seguridad estribaban de su reputación.

Superficialmente, no existía otro recurso más asequible como menos temerario y gravoso que fortaleciese su influencia o acrecentase la proyección de Italia en Europa, que desempolvando el deslustre del pasado (Batalla de Adua - 1/III/1896) e incorporar Abisinia al recién establecido imperio italiano.

En consecuencia, en la lucha enloquecedora contra el rearme de la Alemania nazi a pasos agigantados, Italia se distanciaba colándose al lado contrario. Y si nadie de anteponía, la embestida de un miembro de la Sociedad de Naciones a otro, terminaría desbaratando como elemento de cohesión de las únicas fuerzas que podían confrontar el poderío de la Alemania renaciente y la amenaza de Hitler.

¿Acaso pudiera apoderarse más de la corpulencia acreditada de la Sociedad de Naciones de lo que Italia pudiese facilitar, interceptar o arrastrar en absoluto? Si la Sociedad de Naciones se encontraba presta a hacer uso de la fuerza combinada de sus miembros para atajar la política de Mussolini, tocaba el deber moral inapelable de poner en antecedentes y librar el papel que tocaba.

Con todo, visto y no visto, daba la sensación de que Gran Bretaña no estaba obligada a llevar la voz cantante. Y mucho menos, tras el mal mayor de ver perdida la paridad aérea y más aún, con el horizonte claroscuro militar de Francia ante el rearme in crescendo alemán. Lo que era incuestionable que el pulso a medias sería improductivo para la Sociedad de Naciones y contraproducente para Gran Bretaña, si tomaba las riendas con su liderazgo.

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