A la espera de la Navidad, la tradición por antonomasia, esa es la esperanza, no en forma de solución, pero si a modo de tregua en el fragor político que como sintonía machacona y machacante viene ocupando lugar de privilegio en todos los ámbitos de la comunicación, sea tradicional como de última generación.
De épocas pretéritas vino a decir la influyente y preclara pluma de Stefan Zweig en su memorable “El legado de Europa” que “los doctrinarios, intransigentes, proclaman su opinión y su ideario como los únicos válidos”. Si bien y sin duda los tiempos cambiaron, algo reverdece de ello en países de clara vocación y estructura democráticas, como en el nuestro; en esta España que, a buen seguro, gustaría estar algo más aburrida que “entretenida” por la convulsión partidaria rampante.
¿Cómo es posible apostar (aparentemente, claro) por el diálogo y acudir a él con postura inamovible y siguiendo exclusivamente la estrategia de unas siglas?, contradictorio. Los positivistas, en aras de sacar siempre algo fecundo, cosa que es necesaria pero nítidamente insuficiente como se palpa, ven la institucionalidad protegida y encaramada en el simple encuentro, algo preceptivo y sin duda. Pero poniendo el ejemplo de la reciente Conferencia de Presidentes Autonómicos y a tenor de los asuntos a tratar, de claro contenido perentorio, es de muy escasa providencia. Venció la actitud sobre la aptitud, aún no en todos los protagonistas viendo el balance.
A la cultura política del tiempo actual (en la cual los “argumentarios” cocinados en los fogones partidistas dominan) y abarcando prácticamente todo el arco institucional, esa que debiera ser de competencia entre poder y oposición, va unida la cultura de acecho, derribo y polémica en demasía y sobretodo.
No se da tregua, ni sosiego, a la opinión pública, ni a la atención que exige la peculiaridad de los problemas, porque son dificultades, algunas espinosas, que necesitan y necesitaran de la máxima dedicación por parte de todas las instituciones y en los lugares de bancada que sean.
Abrazar la esperanza es sinónimo de actitud ante la insistente precariedad de lo bueno y el acecho de la desgracia. Pero esperar de la utopía es tanto como proclamar lo bisoño y establecerlo tal cual guía. En estos momentos, en medio de tal dicotomía está la realidad, sin descanso ni relajo a la espera, al menos, de una tregua.
Es esperanza débil, hasta en las celebraciones partidarias de este trecho universal del calendario, el espíritu de la Navidad por el momento no ha vencido al enconamiento y la inquina, los hechos así lo muestran. Es de suponer que en ese “argumentario” “celestial” de partido no se renuncie a recurso alguno, aunque sea el recuerdo de la Natividad.
Hay quienes piensan, y avanza en su número, que la política, tal y como las cosas deambulan, avanza hacia un estado de dilema moral: elegir entre lo malo y lo peor. Quizás sea un mal síntoma, pero claro, del alejamiento de esa noble vocación de la gestión de los asuntos públicos con el grueso de a quienes van dedicada y a su entrega pertenece, la gente corriente, que no vulgar.
Mientras y a la espera, Adviento avanza y la Navidad se acerca. Ojalá infunda y venza su luz.