Es preciso remontarse en el tiempo, en concreto aquel 6/I/2021, cuando un enjambre trumpista provisto de armas y con un listado de personas a ajusticiar, asaltó el Capitolio que alberga las dos Cámaras del Congreso de los Estados Unidos con el objetivo de llevar a término un golpe de Estado que permitiera a Donald Trump (1946-76 años) perpetuarse en el poder.
Aquello no sería ni mucho menos una operación de acoso y derribo por la ultra izquierda, sino por quienes se creían embajadores del poder conservador y que como fundamento, insistieron en que Trump alcanzó la mayoría en las Elecciones de 2020 contra toda certeza. Y venció, porque él mismo menciona que las ganó y lo que dice, según muchos de sus incondicionales, es la verdad misma.
En opinión de diversos analistas, el día inicialmente señalado, Estados Unidos estuvo al borde del precipicio al eclipsarse como concepto e idea de una colectividad perfectamente estructurada, partiendo de la base de la libertad del individuo, para pasar a someterse a la voluntad de una persona y su hoja de ruta nacionalista y teocrática, erigiéndose en jefe supremo por derecho propio. En los tiempos que corren, la aspiración de aupar a un sujeto por encima de la ley y las instituciones, sigue intimidando a ese pilar histórico de la madre libertad, único en la semblanza que es Estados Unidos de América.
En una praxis legendaria, sería cuando prevalecieron el Estado de derecho, así como el derecho penal liberal y la separación de la Iglesia y el Estado. Dicho esto, el bolsonarismo y sus entusiastas se hicieron recientemente con las sedes del Congreso, la Casa de Gobierno y la Suprema Corte de Justicia, reclamando contra todo pronóstico un golpe de Estado militar, desmantelando las instalaciones, pero sobre todo, tratando de hacer añicos la democracia brasileña.
Ante todo, esto es la llamada ‘alt-right’, un ala de derechas anti-democrática que es nacionalista, que no acata los resultados electorales y que sorprendentemente es respaldada por sujetos que claman sin complejos: “¡Viva la libertad!”. Evidentemente, esta libertad se enmascara para aplicar patrones de vida y retractarse con el Estado de derecho. En ocasiones, valga la redundancia, los contendientes de la libertad surgen enmascarados como apasionados de la misma.
Tal vez, esto sea un aviso de lo que está por llegar. De manera, que nos topamos ante un agravio inusitado: en alguna coyuntura un número llamativo de ‘liberales’ o ‘libertarios’ voltearon encaminados a la extrema derecha, flirtearon con ella y actualmente da la sensación de ceñirse a una causa de identidad nacional, como por ejemplo, desacreditar el multiculturalismo, exhibir una atracción por una ofensiva cultural o mostrar un afianzamiento con la defensa de la familia, o el menester de someter el cuerpo, el sexo y la vida de los demás, desnaturalizando al liberalismo y deponiendo a todo liberal.
En otras palabras: influenciados por corrientes extremistas y forzados ante el canto de sirena de populismos de derechas, movidos por cantidades ingentes de dinero o sencillamente, jamás liberales, estos políticos e ilustrados que refieren envolver la libertad, se quedan realmente en un pacto de antimarxismo enquistado en las hileras de las tendencias más añosas como las afines a Giorgia Meloni (1977-45 años), Víktor Orbán (1963-59 años) o Marine Le Pen (1968-54 años) y Jair Bolsonaro (1955-67 años), todas y todos, encajonan vínculos en desplazamientos internacionales y foros o miembros de la familia que de la noche a la mañana irrumpen en la vida política. Este último, como Bolsonaro, reprodujo un populismo íntegramente de derecha y de preferencia totalitaria, centralizado en una batalla cultural contra la izquierda desde una configuración con tintes religiosos e instigado por los evangélicos que asestan contra las libertades individuales.
Un protagonista no apegado demasiado con el Estado de derecho y observado por sus desafortunadas expresiones en contra de la diversidad sexual y las mujeres, añadido al sinfín de afirmaciones segregacionistas. Recuérdese al respecto, que cuando en 1999 como diputado por el Partido Progresista Reformador, declaró en un programa televisivo que era “favorable a la tortura”.
“A la hora de reprobar estas acciones lamentables, es indispensable abrazarse exclusivamente a la única vara de medir que reina en el Estado de derecho: la Ley y el ordenamiento jurídico. No queda otra: la democracia no está al gusto del consumidor en virtud de visiones ideológicas”
De igual forma, pueden extraerse sus dichos de aversión dirigidos a la diputada María do Rosário (1966-56 años) o entonaciones permanentes en contra de los homosexuales, cuando expuso literalmente en un debate que “si un hijo empieza a mostrarse medio gay, hay que darle una golpiza para cambiar su comportamiento”. Todo esto destapa el componente del prejuicio con la pérdida de la masculinidad, justamente porque la sociedad evoluciona y para las generaciones más jóvenes, el ideal masculino de la imposición y superioridad quedan al margen de lo que antes encarnaba. Una parte de la homofobia se supedita a la ausencia de seguridad en la masculinidad, porque lo que en nuestros días se distingue como “crisis de la masculinidad”, realmente es el trance del machismo, uno de cuyos ingredientes es la homofobia.
Ponerla en práctica, ahuyenta los recelos de sufrir ese sometimiento de cualquier signo de sutileza, motivo por el cual, cualquier ostentación de apertura o de salida del enfoque segregacionista, es sentido como una contaminación y amenaza. De aquí, que estos dirigentes populistas de derechas se muestren como los ‘machos alfa’. O lo que es lo mismo: la derecha te asegura que te salvas de la quema de ese socialismo, pero verdaderamente te transfiere hacia él, fruto de sus ofrecimientos nacionalistas que multiplican el rehúso de la sociedad. Luego, los populismos de izquierda y derecha insistentemente se retroalimentan.
A resultas de todo ello, los episodios probados en Latinoamérica señalan con descaro a la República de Chile, al franquear un proceso de fractura social y desmembrado por quiénes incitan en volverse hacia Augusto Pinochet (1915-2006) y los aspirantes políticos que se enarbolan como los portadores de su herencia.
A ello hay que agregar la República del Perú o la República de Colombia, por hacer alguna referencia, que encajan en el patrón político pendular de extremo a extremo, o de izquierda a derecha, donde la vuelta de tuerca a la alternativa del socialismo parece depender del elector: una oferta de derechas que impregna al nacionalismo, formando parte de una evidencia que se expande a lo largo del Viejo Continente, América y otras demarcaciones del planeta; donde el rescoldo del nacionalismo populista aparece con ímpetu, contradice explícitamente las aspiraciones de la ilustración, enseña su tribalismo y propensiones abusivas y, como no, la añoranza por lo retrospectivo idílico, ahora como un peligro para el accionar de la democracia, la libertad y el progreso.
Con estos mimbres, los fantasmas del trumpismo sobrevuelan con la réplica en la República Federativa de Brasil y la irrupción de los bolsonaristas al corazón del país soberano de América del Sur. Y no es para menos, porque Bolsonaro difundió en su mandato un discurso de odio que ha calado hondo en una parte nada insignificante de la población. Este hervor político ha tenido su máxima efervescencia en Brasilia, con el allanamiento de las sedes de los tres poderes del Estado. Aunque la extrema derecha esconde en tierras americanas sus evidentes peculiaridades, las similitudes de lo acontecido en Brasil con la toma del Capitolio son indiscutibles.
Trump, por aquel entonces, presidente saliente, no admitió el triunfo del demócrata Joe Biden (1942-80 años) y hacía alusión a la estafa electoral. A pesar de que Bolsonaro llegó a ser integrante del Ejército y ubicó a cientos de militares en la administración, desde ministros a cargos medios, las Fuerzas Armadas han hecho caso omiso a sus requerimientos para destituir a Lula da Silva (1945-77 años). No cabe duda, que Brasil es el estado más influyente de América Latina y un golpe de efecto de estos rasgos no sería consentido por los países más colindantes ni por la Casa Blanca. De hecho, diversos gobernantes han emitido su total apoyo a Lula y su rechazo irrevocable a cada una de las operaciones estridentes de los partidarios de Bolsonaro. Desde Alberto Fernández (Argentina) pasando por Gustavo Petro (Colombia), Gabriel Boric (Chile) y Andrés Manuel López Obrador (México), entre otros, han cerrado filas con el progresista brasileño.
La exaltación bolsonarista ya había dejado algunas estelas de cómo acogería el tercer mandato presidencial de Lula. En los días anteriores al 1 de enero, cuando el nuevo presidente ocupó su puesto, ya se había capturado a un seguidor ultra que intentaba colocar un artefacto en Brasilia. Además, se emprendieron acampadas cerca de los acuartelamientos, al objeto de requerir la participación de las Fuerzas Armadas. Podría decirse que tras cuatro interminables años de gobierno disonante, el ultraderechista ha inoculado el aborrecimiento en la sociedad con sus arengas exaltadas, tomando como antecedente de inspiración a Trump.
Y no sólo ha soliviantado la inercia de las armas, también ha dejado desguarnecida a la Amazonia y a los más desamparados, apartando a Brasil del globo con la consiguiente pérdida del liderazgo regional. La arremetida del Congreso, el Palacio de Planalto y la Sede del Tribunal Supremo consumada por los bolsonaristas, invierte de raíz el marco político habido en Brasil. Lula acaba de constituir un gobierno transversal con integrantes definidos del Partido de los Trabajadores junto a delegados del centroderecha, ecologistas y activistas de Derechos Humanos.
Hoy por hoy, su punto de mira lo tiene puesto en combatir la pobreza, un estigma que persigue a millones de brasileños. A decir verdad, la acción terrorista producida por los bolsonaristas y sus señuelos golpistas, comprometerían a Lula a eliminar de manera concluyente la violencia política dispuesta por Bolsonaro. Esta tentativa de Golpe de estado para deponer al recién elegido presidente, ha tenido angustiada a la población brasileña y como ya se ha indicado, ha contado con el rechazo general. No obstante, el que haya naufragado en su propósito no aclara las suspicacias vertidas sobre si los fundamentos democráticos levantados durante varias décadas son lo adecuadamente musculosos. Digamos que un entorno inconsistente que puede hacerse prolongable a la mayoría de estados latinoamericanos.
Y es que en los últimos años esta imagen se confirma en naciones como la República del Paraguay, la República de Honduras o el Estado Plurinacional de Bolivia, que han puesto contra las cuerdas los derechos y libertades. Prueba irrefutable que, tal vez, las democracias se hallen en inminente peligro de decadencia. Ciñéndome en el caso concreto de Brasil, desde la redemocratización del país, se observan progresos específicos en relación a la calidad de su democracia. En paralelo, prosiguen innegables desafíos e inconvenientes de inseguridad individual y orden civil coligado a la pobreza y la desigualdad. Por supuesto, en estos retos, para cual más importante, muchos de ellos de índole estructural y secular, están siendo afrontados por el gobierno y la sociedad.
Pero en Brasil las dificultades de este calibre no se vinculan a la confidencialidad del proceso y los resultados. Bien es verdad, que en estos aspectos se encuentra por delante de otros países con democracias más curtidas y cuenta con tecnologías electorales tales como urnas electrónicas. Asimismo, numerosos informes de Naciones Unidas, o la Organización de Estados Americanos y de la Unión Europea, coinciden tanto en la privacidad como la transparencia de los procesos electorales brasileños. Sin inmiscuir, la viabilidad de contestación judicial de los resultados, la imparcialidad de las Fuerzas Armadas y Fuerzas de Seguridad durante la votación y, como no, la libertad para el cometido de monitoreo internacional de las elecciones. Con ese panorama, los resultados no son impugnados por los partidos políticos y sociales, pero sí que hay que hacer hincapié en la postura de rechazo hacia los mismos del exmandatario ultraderechista Bolsonaro.
Las limitaciones más notables que enturbian la calidad democrática están ligadas a la inestabilidad individual y el orden civil, así como las irregularidades causadas por la desproporción, que hacen parte de las magnitudes del Estado de derecho junto a la solidaridad e igualdad. Toda vez, que se advierte una negligencia en razón de autorizar cambios en el interior de las instituciones policiales. Este es el matiz determinado de la policía militar en la que se tiene la opinión que carece de un punto de vista nacional del problema, ya que aún mantiene los viejos hábitos de formación sustentado en una sociedad por momentos arbitraria, no afrontando con eficacia las numerosas anomalías urbanas y ejerciendo de acuerdo al estatus en la estratificación social y color de la piel.
A su vez, en las caras de la moneda del Estado de derecho y de la solidaridad e igualdad, se palpa un avance disconforme de la institucionalización en los hilos de la democracia, que no ha hecho caer la balanza de manera uniforme en el resto del territorio nacional. Es decir, el Estado de derecho se ha relativizado incurriendo de forma inmediata en cuanto a sus subdimensiones como la inseguridad individual y el orden civil, favoreciendo la contextura histórica de enorme pobreza y desigualdad. Aunque Brasil disponga de un sistema judicial complejo, así como de burocracias administrativas y policiales comparativamente avanzadas, la convicción de estas instituciones entre la ciudadanía es relativa. Esta incompatibilidad se debe tanto a los corporativismos arraigados, pericias y sumisiones, como a rúbricas de corrupción, ineficiencia, clientelismo y postergación de tratamiento que conforman el día a día del descontento estructural.
Del mismo modo, se subraya un vasto trecho entre el orden jurídico-administrativo de un lado, y de otro, el escenario socioeconómico al que se reducen las parcelas menos beneficiadas. En este trazado indeterminado, la conformación del Estado de derecho de disposición democrática ha sido trabajoso en virtud de la efectividad de aplicaciones, métodos y tácticas diferenciales de dominio.
Conjuntamente, es incuestionable que la exclusión social, desigualdad, violencia y pobreza totalizan importantes amenazas para los procedimientos de consolidación democrática en una nación donde no existen disputas étnicas o religiosas apreciables. Por todo ello, Brasil, aunque con mejoras significativas, precisa de un ascenso sostenido para lograr prosperar en las líneas ambiguas. Sin prescindir, que para no pocas esferas de la sociedad, el propio orden jurídico no es neutral, porque para muchos ciudadanos las leyes cardinales prosiguen considerando los intereses estratégicos de la clase dominante.
En este aspecto, los forcejeos que históricamente acorralaron a actores subalternos e intereses de los poderosos, habitualmente se solventaron en apoyo de los segundos. Y cuando se trataba de altercados entre segmentos de la clase autoritaria, incluso con luchas que conllevaban divisiones, los pactos y resultados generalmente eran conseguidos más allá de las pretensiones jurídicas, políticas o administrativas republicanas. Con lo cual, el Estado de derecho, aunque ambicionado, no solo no ha sido concluido y aferrado, es objeto de polémica frecuente y de legitimidad todavía en acoplamiento.
No soslayando el formato de la solidaridad e igualdad, el desarrollo de políticas públicas de inclusión social, expresa que se trataba de una labor incompleta y todavía por perfeccionar. Idéntica trayectoria ha mostrado signos de avance en materia de lucha contra la pobreza y desigualdad, pero aún exiguos, dada la prolongación de la grieta que apremia ser taponada. De los pasos dados en el alcance y recorte de la simetría de derechos de los ciudadanos brasileños, estriba la construcción de una ciudadanía íntegra y uniforme. Si en otros tiempos se condenaron procesos de desarrollo extremista y déspota, ello quiere apuntar hacia un crecimiento económico unido a la exclusión social, donde las políticas establecidas aconsejan un cuidado y esfuerzo para aminorar los síntomas de pobreza y desigualdad.
Este asunto es de capital importancia para su impacto en la opinión pública y no menos, en la fijación de democracias de calidad. En definitiva, la democracia es un régimen político que no puede éticamente desenvolverse con estándares de exorbitantes niveles de desigualdad como los contemplados en Brasil y en otros estados hispanoamericanos. En otros términos: las democracias están sustancialmente respaldadas con la cimentación de sociedades equitativas.
Llegados hasta aquí, es admisible pronosticar la superación escalonada de impedimentos y estilos inerciales que se instalan en contra del equilibrio democrático y la construcción de una sociedad más igualitaria y justa. Amén, que la optimización de los indicadores brasileños podría tener derivaciones positivas para los procesos democráticos de otros estados de América Latina. Visto y no visto, es cierto que Brasil acomoda recursos humanos, económicos y materiales necesarios para conquistar esa metamorfosis estructural en un paisaje que en estos últimos días se ha visto sombreado y deslucido, ante la prueba que ni las democracias más veteranas quedan libres de ver deteriorados sus principios fundacionales y como no, el populismo más vehemente y dañino, está al acecho para propagarse como inclinación implacable en el mundo civilizado.
“Nos hallamos ante una embestida en toda regla a las instituciones democráticas que implica una forma de golpe de Estado inaceptable e indefendible. Lo sucedido se asemeja a un conato de oprimir al Estado de derecho a los ensueños de miles de fanáticos de Bolsonaro”
En consecuencia, han transcurrido treinta y ocho años desde que Brasil de deshiciera de la dictadura militar pura y dura, pero la legislatura heredada de Bolsonaro no ha hecho más que avivar los viejos espectros del ayer y dejar herida de consideración los valores democráticos. Que sea o no un golpe letal, queda en manos de lo que se desencadene en el momento de dar cuerpo a esta disertación. Lo vivido en estos días no admite cuestionamiento alguno: nos hallamos ante una embestida en toda regla a las instituciones democráticas que implica una forma de golpe de Estado inaceptable e indefendible.
Lo sucedido se asemeja a un conato de oprimir al Estado de derecho a los ensueños de miles de fanáticos de Bolsonaro. Nadie se encuentra por encima de la Ley y mucho menos, de la Carta Magna, y las urnas disiparon el horizonte para que en horas decisivas en la que la democracia está siendo arduamente desafiada, Lula se convirtiera en el presidente legítimo del país. No hay justificaciones ni evasivas: la voluntad del pueblo se refleja en las elecciones y lo acaecido es un manotazo fomentado por un torbellino a modo de turba bolsonarista, que ha tratado de doblegar a empujones un resultado democrático.
Finalmente, a la hora de reprobar estas acciones lamentables, es indispensable abrazarse exclusivamente a la única vara de medir que reina en el Estado de derecho: la Ley y el ordenamiento jurídico. No queda otra: la democracia no está al gusto del consumidor en virtud de visiones ideológicas. Ambicionar por la fuerza alterar la voluntad popular, significa vulnerar los principios básicos de la democracia. Y de cara a quienes ejercen la degradante ley del embudo pendiendo de su ideología, no tiene otro nombre que un ataque a la democracia sin argumento alguno, intentando perturbar el orden constitucional en el maltrecho corazón de Latinoamérica.