En alguna ocasión –luego fueron afortunadamente muchas–, hace unos 45 años, mi recordado padre, Pepe, me dijo que le acompañara al centro (al centro porque vivíamos en Batería Jota) pero que no dijera nada a nadie de lo íbamos a ver. Hombre, para un chaval de seis o siete años, ese enigma era tentador; estaba deseando llegar a ese supuesto lugar secreto. Embocamos la bajada por el antiguo colegio de Nuestra Señora del Buen Consejo, llegamos a la Avenida y nos desviamos a la calle de Castelar para situarnos en la intersección con López Moreno. Había una librería.
Pensé: “Tanto misterio para comprar un libro”. En plena dictadura franquista mi padre me había introducido en un hermoso y arriesgado paraíso de libertad, la Librería del señor Mateo, un librero republicano irredento que, en sus expositores externos, ofrecía papel, lápices, cuentos para los más pequeños y objetos relacionados con la enseñanza pero, amigo, dentro, en las tripas del establecimiento, debidamente oculta, había una amplia colección de libros de esos que Franco o sus servicios de inteligencia prohibían por masones, republicanos o simplemente por no entender qué decían, hasta ahí no llegaban los sesudos estudiosos de ese régimen tan insidioso.
Mateo era una persona cauta y amable en sus ideas, la República –todavía estamos esperando la tercera, Mateo– y, gracias a unos vericuetos que sólo el librero conocía, traía a Melilla letras prohibidas. Mi padre, Pepe, creíase estar en el cielo lleyendo a aquellos autores subversivos, libres y perseguidos por aquellos de los ‘ordeno y mando’. Y éramos felices ocultos en la buhardilla de Mateo. Y, luego, leíamos casi al alimón proclamas a favor de la libertad de expresión y contrarias a un régimen que tomó a España por la fuerza de las armas y de la sangre ajena.
Mateo comenzó a abrir las puertas de librería y la verdad de su conciencia socialista y republicana pero Mateo se fue, como se van todas las buenas personas, como se fue mi padre. Y ahí estaba su hija Inocencia, mujer tan comprometida como su padre que, muy joven, se convirtió en empresaria ejemplar. Tuvo que echarle arrestos al noble oficio de librero, en este caso, librera, en tiempos de parca y huera lectura. Asumió la máxima responsablidad de establecimiento paterno y decidió seguir la hermosa estela empresarial y social de don Mateo.
Hoy, Inocencia, ‘Ino’, tiene almacenes de papel, productos de escritorio, regalos, mochilas... de todo. Pero, a semejanza de su padre ha reservado un espacio trasero de la que fue Librería Boix para los libros de calidad y compromiso. Los tiempos han cambiado porque el material está registrado en soportes informáticos para su mejor localización, pero el estilo de Ino es el mismo que el de su señor padre: Siempre de pie, siempre activa y lo mejor de la casa, a buen resguardo, en las tripas de la librería, una, por cierto, de las mejores de Melilla, si no la mejor.
Para colmo, cuando algún comprador entra y le dice: “Quiero un libro que le pueda gustar a mi amiga”. Bueno, Ino conoce a todos sus clientes, escudriña la mirada de éste y le dice en cuestión de segundos: “Llévate el último de Vargas Llosa”. Y acierta, lo mismo que don Mateo, su recordado padre. Dios los bendiga.