Cuando ve a una madre paseando su carrito con un niño de un año y éste tiene en la mano un móvil como si fuera un juguete. Qué es lo primero que le viene a la cabeza...
Lo primero que pensaría es que es muy arriesgado dejar en sus manos ese dispositivo: ¡lo puede chupar o se le puede caer!
Ahora en serio, cuando estamos en un restaurante y en la mesa hay varios niños sumergidos en la pantalla que tienen delante, pienso dos cosas: que no puedo juzgar a unos padres para quienes, quizá, controlar el comportamiento de sus hijos en un lugar público sea un reto difícil de abordar; en segundo lugar, que tal vez por comodidad están perdiendo una oportunidad de enseñar a esos niños a comportarse sin estímulos externos, a concentrarse, a ser respetuosos, y también a disfrutar de la conversación y la experiencia de comer fuera de casa.
Y es que muchas veces los padres utilizan el móvil para que los niños no molesten y así ellos puedan conversar o trabajar sin interrupciones. Y, además de las oportunidades perdidas, creo que los padres no valoran el alcance posible de esta medida.
Durante el confinamiento muchos niños siguieron sus clases on line. Qué duda cabe que fue como un experimento social. Deberíamos haber aprendido mucho de este periodo tan duro.
Los aprendizajes de la pandemia están siendo ahora valorados. La realidad es que para muchos niños y niñas, las pantallas han sido herramientas vitales para seguir en contacto con sus amigos y compañeros de clase, y para no perder el estímulo intelectual necesario durante los meses más duros del confinamiento. Pero el principal aprendizaje, pienso, es el carácter social del ser humano y también la dimensión social de la educación. Para esto, la tecnología puede ser una gran aliada, pero no puede sustituir la experiencia comprensiva del cara a cara, donde todo enseña, todo educa.
Las tecnologías brindan oportunidades de aprendizaje para los niños en las aulas y en casa... pero no pueden ser lo único. Somos personas y aprendemos con otras.
Bien utilizada, la tecnología puede ser un magnífico escenario de aprendizaje y aporta numerosas herramientas que ayudan y acompañan a los menores. Pero el papel humano es esencial y la tecnología debe estar al servicio y no ser un fin en sí misma.
¿Cómo afectaría el uso de la tecnología en la educación de los menores?
La tecnología atrae a los menores con muchos estímulos (imágenes, sonidos, el elemento multimedia o inmersivo, el juego). Eso, a priori, es positivo y puede ser aprovechado. Pero también hay que ser consciente de los límites de su uso: la situación de consumo de la tecnología es individual y requiere un foco que nos aísla de lo cercano e inmediato y genera un “tiempo concreto” para atender. Por otro lado, el colegio como experiencia, o la capacidad educativa de la familia, apunta al potencial de que todo, lo formal y lo informal, eduque. Y, por supuesto, a la posibilidad de personalización inmediata y empática de la que carece la tecnología.
Los niños leen menos. El mundo ha cambiado. Me pregunto si leer menos será siempre una deficiencia teniendo en cuenta que no hay vuelta atrás.
Los niños leen otros formatos, pero probablemente leen mucho. Textos más cortos y fragmentados, pero por supuesto que leen. Sería deseable que esa lectura inicial se fuera convirtiendo en un hábito lector que condujera a la competencia lectora independientemente del soporte que se utilice para ello. La lectura es protectora y un lugar de cobijo para el ser humano.
La información está en un click para todos los niños. ¿Cómo enseñarles a procesar la información?
Este es un asunto clave en el momento actual. La cantidad de información que tienen al alcance los menores es impresionante, y no siempre bien intencionada o veraz. Hay que hablar mucho con ellos, aportarles criterio. La educación es la única clave, y eso exige familias implicadas y un entorno escolar proactivo.