Son fechas de recuerdo de difuntos en nuestra vida de costumbre, en el ámbito coloquial, de nuestros muertos; de quienes un día, por una u otra razón, se apearon de este tren en marcha que es la vida y que, aunque a veces transite por parajes en calma, está preñada de emociones y sentimientos que ahora vuelven a aflorar, se renuevan. Se acude a la memoria callada o a los cementerios, que no son lugares de pena, sino de silencio, reposo y orden dotados de su peculiar belleza. La pena afluye a su encuentro.
Días en los que al ejercitar la memoria alimentamos su importancia en lo que acontece en el existir, en la vivencia diaria tan punzada de acontecimientos. Al igual que hay personas a las que no olvidar, hay hechos que es necesario recordar. El bien se nutre de la experiencia y el mal, el mal del olvido y de ahí a la indolencia y posterior lamento.
Memoria para hacer justicia con los sentimientos hacia quienes realmente añoramos, más allá de lo institucional o estandarizado. El tiempo pasa y pesa; la memoria, el recuerdo sincero y objetivo ayuda a portar el bagaje que, aún con dosis de melancolía y nostalgia, es una mano cierta y certera para asir el equipaje.
La memoria permite y ayuda a recordar de dónde venimos, hacia donde vamos y como hemos evolucionado. La remembranza de la verdad siempre reparará. La memoria sana, cura, a veces molesta y otras incluso hiere, pero siempre restaura. La perspectiva que el tiempo en su transcurrir ofrece, cuando hay veracidad, siempre se concilia con el reconocimiento y la justicia.
La memoria está hecha de cicatrices, son su piel, se aprovechan o se desprecian, pero siempre recuerdan. Conviene que la memoria sea objetiva, ecuánime, no por el contrario, selectiva, En su amplitud, se avanza hacia la verdad y por ello a la realidad. En un presente en los que, en todo ámbito, los totalitarismos, con el fin de controlar toda la vida de las personas o los autoritarismos, para proteger el poder y sus recursos de una elite o grupo afín reverdecen y cobran fuerza (o ambas formas de gestionar lo público juntas), la evocación de personas y circunstancias de nuestra atención, protege o, al menos, mitiga sus efectos perniciosos en el presente y previene para el futuro.
El merecidamente laureado escritor Eduardo Mendoza determinó que “la memoria es como un reloj de arena, que deja caer el pasado en pequeñas gotas hacia el presente. El pasado es como una herida que no termina de cicatrizar, pero que nos hace quienes somos”. Quizás no se deba obstruir el conducto y que los recuerdos fluyan, aun lentamente para que las heridas recuerden que el mal que supone el abuso no se debe banalizar ni despreciar.
En fechas en las que reforzamos la memoria, sobre todo de aquellas personas que por diferentes motivos son parte de nuestra vida, es un buen momento para no olvidar que hay quienes, no solamente manipulan la verdad, sino que además intentan y consiguen con frecuencia someter con ello desde la grandilocuencia, la pseudoverdad o lo incierto. También a menudo con el disfraz del “patriotismo” pregonando el “pulcro jardín delantero” y escondiendo la miseria de puertas para adentro. Memoria del corazón y memoria de la razón.








