El recorrido clásico para apreciar los rescoldos de lo que fue esa presencia en el norte de Marruecos se rastrea sobre todo en los núcleos urbanos de la zona, en particular ciudades como Tetuán, aunque también Xauen, Larache o Alcazarquivir, contaron con comunidades importantes, tal y como ocurrió en Taza o Debdú, una pequeña población en la antesala del desierto ubicada a unos 180 kilómetros de Melilla.
El caso de Melilla es ciertamente particular, pues es junto a Ceuta, uno de los núcleos urbanos donde aún ha persistido la presencia de una comunidad judía de origen sefardí, como consecuencia de las migraciones que se produjeron a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.
Las peculiares circunstancias históricas que envuelven la historia de la ciudad en este período son explicativas de esta realidad, como también lo es la del territorio cercano, envuelto en pequeños conflictos civiles, de base política y religiosa y que obligaron a parte de la comunidad judía a emigrar a Melilla. Así, la presencia sefardí en la ciudad se constata ya en 1863, aunque será en el censo de 1874, donde se haga constar de manera oficial la presencia de judíos en la ciudad.
En este caso eran tan sólo 19 y pudieron asentarse en Melilla gracias a la Real Orden que derogó las disposiciones que entonces impedían el asentamiento de población foránea en la ciudad. Este hecho, producido en 1864 mostrará con el tiempo su importancia en el desarrollo social de Melilla y también en el económico. Desde entonces la comunidad hebrea no hará más que incrementarse, tanto con población de origen sefardí, como judía norteafricana.
Algunos retazos sobre este conjunto poblacional y sus características culturales pueden encontrarse en obras de un indudable valor histórico y sociológico como son los relatos de Teodoro.F. de Cuevas en su obra ‘Melilla, recuerdos de mi estancia en la plaza africana’, de 1907 o la de Francisco Carcaño, ‘Melilla, rifeñerías’, algo más tardía, de 1920. Ambos comentan con asombro la existencia de esta comunidad, sus usos y costumbres y las relaciones comerciales que llevaban a cabo con el otro lado de la frontera.
Como cuenta el historiador Claudio Barrio en la conocida obra ‘Las joyas del Rif’, parte de la comunidad hebrea se dedicó a la orfebrería, a la fabricación de joyas de plata en particular, una tradición ya desaparecida y que llegaron a monopolizar en cierto modo durante varios siglos en Marruecos, debido a las peculiares creencias de los musulmanes, pues estos pensaban que podía traer mala suerte fabricar por ellos mismos unas joyas que se utilizaban como amuletos. Anécdotas al margen, la población sefardí emigrada a Melilla contribuyó al desarrollo económico y comercial de la ciudad durante bastantes años. La presencia de la sinagoga de Hor Zoruah es testimonio de la importancia de esta comunidad en la ciudad.
Tetuán o el esplendor perdido
Sin duda Tetuán ha sido importante en la conservación de la cultura sefardí en el norte de Marruecos gracias a la existencia de una comunidad judía importante en esta ciudad, la más importante junto con Tánger y capital del Protectorado español durante varias décadas. En cualquier caso, uno de los primeros escritores que dejaron plasmados en sus escritos algunos aspectos sobre este grupo social fue Pedro Antonio de Alarcón. ‘Diario de un testigo de la guerra de África’ ofrece un retrato descarnado de la sociedad sefardí de Tetuán. Estas impresiones fueron escritas tras la entrada de las tropas españolas en esta ciudad en 1859. En ellas cuenta Alarcón el estado de opresión en que vivía parte de la comunidad así como las vejaciones que sufrió al ser acusadas por las autoridades marroquíes de colaborar con las tropas españolas. Muchos de ellos perdieron sus pertenencias, aunque también les posibilitó comenzar a emigrar a Gibraltar o Ceuta y más tarde a Melilla y Orán.
La presencia sefardí en Tetuán ha sido centenaria aunque en la actualidad prácticamente se haya extinguido casi en su totalidad. Como recuerdo de esta presencia destaca la conocida calle de la Luneta, pues en torno a ella se encontraba el barrio hebreo. Algunas descripciones de la calle nos las da Arturo Barea en su conocida obra autobiográfica ‘La forja de un rebelde’, en 1920. Una calle animada, llena de comercios, en definitiva, la calle principal de la ciudad en los primeros años de presencia española.
El tiempo y la desidia hará desaparecer esa importancia aunque el encanto aún es posible sentirlo al atravesar la larga recta que unía en tiempos la estación de tren y la plaza de España. Otro militar que nos dejó un legado interesante es Alberto Camba, en 1924. En su libro ‘Un año en Tetuán’, también recorre la calle de la Luneta y comenta algunas características de la amplia población sefardí que vivía en la ciudad, sus usos y costumbres, regado con el romanticismo con el que se escribía entonces, pero no por ello carente de interés.
El viajero que se acerque a Tetuán u otras ciudades marroquíes no encontrará ya a ningún hebreo viviendo en ellas. Es raro, pero pese a ello, sí es posible percibir la memoria de este pueblo al pasear por las calles.
Última ensoñación magrebí
Xauen tiene un encanto especial. Su historia, la atractiva geografía que atesora a su alrededor y por último el misterio que siempre ha envuelto su propia existencia, al ser una ciudad prohibida para los extranjeros, la convirtieron en una fortaleza inexpugnable que sólo la fuerza de los cañones logró destruir. De nuevo Barea nos da una breve pero intensa aproximación a la presencia hebrea en la ciudad. Así, comenta que “el barrio hebreo era una fortaleza cerrada por rejas de hierro que se abrieron de par en par por primera vez en centurias cuando los españoles ocuparon la ciudad. Dentro de ella, un recinto todavía hablaba español arcaico del siglo XVI” . Ya no queda nada, tan sólo la memoria y las impresiones de estos viajeros, que las circunstancias, en este caso la guerra, les llevó a descubrir a algunas de las últimas comunidades sefardíes del norte de África.
Un caso interesante es el de Charles de Foucauld, el militar francés reconvertido en monje, quien paró por la población de Debdú en el viaje que hizo a Marruecos en 1883. Curiosamente se disfrazó de judío, de rabino par ser más exactos y no ser atacado en su periplo magrebí. De Debdú nos habla de la ciudad, su entorno, y su población, pues tres cuartas partes era hebrea sefardí. También cuenta que esta ciudad tenía relación sobre todo con Fez, Argelia y Melilla. Debdú atesora un encanto fuera de lo común y al pasear por sus calles aún es posible visualizar como fue la vida de los sefardíes en este pueblo. La historia de la diáspora sefardí en el norte de Marruecos ha sido intensa a lo largo de los últimos cinco siglos y Melilla ha contribuido a su mantenimiento.