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Inicio » Cultura y Tradiciones

La familia que se quedó para siempre en una pared de Melilla

Enrique Gala, exprofesor de la Escuela de Arte Miguel Marmolejo, junto a varios alumnos, pintaron un mural en 1998 que aún perdura exactamente igual

por Carmen González
16/06/2025 15:01 CEST
La familia que se quedó para siempre en una pared de Melilla

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En el corazón de la Plaza Menéndez Pelayo, entre fachadas modernistas y calles cargadas de historia, hay una medianera que no pasa desapercibida. No por su tamaño ni por su forma, sino por lo que guarda: una escena pintada hace 27 años que sigue intacta, como si el tiempo hubiese hecho una pausa. En ella, una mujer y un niño observan desde un balcón ficticio, entre colores suaves y formas que se funden con el entorno. Son Chelo y Adrián, esposa e hijo del artista Enrique Gala Sanz, y desde 1998 viven ahí, en silencio, mirando la ciudad.

Un artista accidentalmente melillense

Enrique Gala no nació en Melilla, pero vivió en ella durante su paso por la Escuela de Arte Miguel Marmolejo. Es segoviano de nacimiento, madrileño de vida y profesor de vocación. Sin embargo, Melilla marcó un antes y un después en su trayectoria artística y personal. Cuando en 1998 recibió la propuesta de pintar un mural en el centro de la ciudad, aceptó sin saber que aquella obra acabaría siendo una de las más importantes (y más visibles) de su carrera.

“El entonces consejero de Urbanismo, que era un gran amante del arte mural, vino a Madrid y le encanto un mural de la zona antigua. Un día hablando con él, me lo transmitió y me propuso hacer algo en Melilla”, ha recordado Enrique Gala. 

Fue así como nació el mural que hoy decora la medianera de uno de los edificios de la Plaza Menéndez Pelayo, pero que es visible desde la Avenida Juan Carlos I. Gala no solo se encargó del diseño y la ejecución, sino que integró en el proyecto a varios estudiantes de la Escuela de Arte Miguel Marmolejo, donde impartía clase. “Entonces yo quise involucrar a alumnos de la escuela, hubo cinco o seis alumnos muy buenos y quise que fuera un proyecto colectivo donde también estuviera la escuela de arte”.

 

Técnica alemana

Más allá de su belleza visual, el mural destaca por una particularidad técnica: está pintado con una pintura mineral importada de Alemania, diseñada para resistir las inclemencias del tiempo, el salitre y la humedad. Una innovación que el propio Enrique aprendió de otro artista muralista, Carlos Franco, quien había intervenido en la Plaza Mayor de Madrid con resultados similares.

“El mural sigue casi igual que el primer día. No se ha desconchado, no se ha degradado. Eso es gracias a esa pintura, que no es convencional. Es una invención del químico alemán Adolf Wilhelm Keim, que envidiaba mucho los murales del norte de Italia, que utilizaban el fresco y a ellos se les estropeaba con el frío”, ha contado Gala.

Gracias a esa elección técnica, la obra ha soportado sin apenas alteraciones los vientos del norte de África, las lluvias melillenses y más de dos décadas de sol. Pero no solo perdura el color: también permanece el mensaje.

 

El mural

El mural representa una "alegoría dual": a la izquierda, la noche; a la derecha, el día. Entre ambas, un balcón que parece real emerge del mural. Y en él, dos figuras que no son anónimas: Chelo, la esposa de Enrique y su hijo Adrián, aún niño por entonces.

“Nosotros lo que queríamos, hablo en plural, porque Chelo y yo, lo hacemos todo en común. Queríamos que el mural se integrara en la arquitectura de Melilla, especialmente en su entorno modernista”, ha explicado el autor. “No se trataba de imponer una imagen, sino de que la obra dialogara con la ciudad, un trampa antojo. Y bajo mi punto de vista creo que lo conseguimos”.

Barbara Judel, directora de la Escuela de Arte Miguel Marmolejo así lo reflejaba, “es una escena cotidiana de una familia asomada a la ventana, pero que el espectador cuando pasa por la calle duda de si es real o es una pintura”.

Así, Chelo y Adrián no están ahí por casualidad. Son parte del alma del proyecto y al mismo tiempo, una forma de dejar un pedazo de su historia personal en una ciudad que los acogió con cariño inesperado. “Nos preocupaba venir a Melilla, no conocíamos la ciudad, pero fue una experiencia extraordinaria”, ha recordado Enrique. “Hemos estado en varios sitios debido a la enseñanza y nos hemos involucrado bastante, pero Melilla fue especial. Nos marcó para siempre”.

Durante el proceso de ejecución, no todo fue sencillo. La complejidad técnica, la logística de trabajar en altura y la necesidad de coordinar a un grupo de jóvenes artistas hicieron del proyecto un reto constante. Pero también fue una oportunidad pedagógica y humana de enorme valor.

“Fue una etapa preciosa. Hubo mucho esfuerzo, pero también mucha entrega. Asumí muchas responsabilidades, yo no estaba acostumbrado a eso, estaba acostumbrado a dar clases. Pero valió la pena porque los alumnos lo vivieron con mucha intensidad”, ha afirmado el artista. De hecho, muchos de los que participaron en el mural acabaron dedicándose a la enseñanza del arte y ahora trabajan en la propia escuela Miguel Marmolejo, siguiendo los pasos de su profesor.

A nivel personal, el mural también coincidió con un momento muy sensible para la familia de Enrique: su esposa Chelo atravesaba una enfermedad delicada, un cáncer de mama que obligó a que regresara antes a Madrid. “Ella lo superó, afortunadamente. Pero eso también convirtió esta obra en algo todavía más simbólico. Era nuestra forma de estar juntos, incluso a distancia. Y ahí está ella, todavía, mirando desde ese balcón”.

 

Un proyecto que no pudo continuar

Tras el éxito del mural, Gala quiso continuar su aventura artística en Melilla. Diseñó un nuevo proyecto para otra medianera, esta vez con estilo art déco, en consonancia con el edificio modernista azul grisáceo de la Avenida Juan Carlos I. “Estuve un año entero documentándome, viajando, trabajando en ese diseño. Pero el partido político había cambiado y el proyecto se quedó en un cajón”, ha lamentado.

A pesar de ello, no guarda rencor. “Estas cosas pasan. Pero ojalá algún día se retome. Ese proyecto dialogaba también con la arquitectura de la ciudad, tenía continuidad con lo que ya habíamos hecho”.

 

Melilla, siempre en el recuerdo

Hoy, ya jubilado, Enrique Gala dedica su tiempo a la pintura (ahora más personal) y a disfrutar de sus nietos. Vive en Madrid, cultiva árboles con su familia en el campo y sigue pintando retratos, como el que está haciendo actualmente de su mujer. En sus palabras se define como “un abuelo feliz”.

Pero Melilla sigue presente. “Hemos vuelto varias veces. Tenemos amigos allí, conocidos que nos mandan fotos del mural. Es emocionante ver que sigue igual. Y que sigue teniendo sentido”.

El mural de la Plaza Menéndez Pelayo no es solo una obra decorativa. Es un testimonio de amor, de arte y de enseñanza. Una imagen que no solo embellece una pared, sino que cuenta una historia. La de una familia que, sin proponérselo del todo, se quedó para siempre en una pared de Melilla.

Tags: Noticias de Melilla

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Comments 2

  1. José María León García comentó:
    hace 3 semanas

    Gran articulo, enhorabuena!

  2. •Z• comentó:
    hace 3 semanas

    Ahí en el ático nos hemos pegado unos cubatas buenos y unas churruscadas de la hostia.
    Menudas fiestas y piscinadas en pelotas. Tener la historia detrás es un handicap.
    Yo estuve ahí en el 98 y conocí de pasada a algunos que trabajaban en el mural, claro que por entonces yo era aún un crío y estaba liado con dos treintañeras: una peluquera y una neurorradióloga a las que por entonces visitaba con frecuencia, una era de ron Cacique y Coca~Cola, la otra de dejarte sobre la mesa una rosa y el Cardhu, dejando mi tierno corazón dividido y, a la larga, desgarrado en aquellas noches entre Mallorca, Huelva, Málaga, Madrid y Melilla.
    No sería hasta el 99 casi el 2000 a los 17 o 18 cuando me admitirían tras un examen en la Escuela de Arte, ahora llamada Miguel Marmolejo.
    La escena es cotidiana y tiene movimiento, reflejando el día a día de esa ciudad cuando uno pasaba por la avenida y veía los ocupantes del centro en sus quehaceres. Teníamos la historia a espaldas mientras escuchábamos rock duro de los 70, rock guarruno a lo Extremoduro y Marea y cosas así, aunque no nos privábamos de vinilos también clásicos de todas las tendencias y en habla anglosajona. El tanga empezaba a llevarse poco a poco y las tías habían renunciado a la licra con pata de elefante y al top para volver al vaquero rajado pero con las tiras de las estrechas braguitas por fuera, y los pendientes en el ombligo. Abundaban los piercings y las infecciones a cada feria, y todavía te encontrabas revistas porno y condones usados en Los Pinos, y restos de drogas que usaban en el "ambiente" antes de tener un día, una semana, y luego todo un mes para enorgullecerse de su versión del arcoiris. Querían que lloviera. Para vergotas. A otras les metíamos todas las bolas a taco limpio en el billar de la Piscina Municipal. Muchas iban con medio culo fuera pero decían ser de una secta que no les gustaban los tíos, y aun así, cayeron como tenía que ser pero siguieron siendo lesbianas reconocidas por la comunidad ocultando ese oscuro secreto. Fueron tiempos salvajes, pero divertidos.
    Pero el arte, la música, la identidad, estaba siempre por encima de todo marcando la dirección de nuestros pasos.
    Nosotros siempre íbamos con nuestros chalecos tejanos o de chándal y los pantalones militares, las camisas de cuadros puestas o atadas a la cintura, y botas de soldado o deportivas molonas pero de rastro, renunciando al "pijerío malote" del pantalón de cuadritos, las camisas badboy o rottweiler que lucían los pelao-cenicero que suplicaban llorando a sus papás que se lo compraran todo para ser guays y populares. Y luego, pan con manteca. Cuidado que el niño te hace la Ruta del Bakalao y no vuelve. Por lo menos, con las dos neuronas con que se daba por satisfecho y casi funcional. Muchos acabaron de "metopa" dos años y renunciaron, y papá les tuvo que pagar el Toyota Celica. Anda que no hubo crías por debajo de los catorce tacos dándolo todo por una vuelta. A día de hoy, se quejan y llevan pañuelo violeta a las manifas.
    Nosotros nos manifestábamos por nuestra educación. Estuve en un par de aquellas. No sólo fueron los gritos por una educación mejor gestionada y sufragada, sino también sentadas oponiéndonos a los cambios que no queríamos, con indignación silenciosa. Si conseguimos algo, o poco, por lo menos lo conseguimos. Fue mejor que no haber hecho o conseguido nada.
    Y ahí estábamos, en la cresta de la ola de aquella escuela de surf donde iban nuestros amigos, aunque la ciudad nunca fue precisamente un exponente, pero surfeábamos el maremoto urbano, sus tribus, con todo nuestro impulso donde, incluso a día de hoy, se puede ver si te fijas lo suficiente donde rompieron las olas y la galerna llevó nuestros nombres a un recuerdo que sólo nosotros conservamos.
    Este mural no sólo es arte, sino un símbolo. Un testigo de los acontecimientos que, para suerte o desgracia, sólo unos pocos pueden recordar ante sus bocas mudas y sus ojos estáticos en una estampa eterna e impávida, a pesar de ello dulce y reminiscente.
    ¡Una obra que quedará en las retinas de los melillenses para siempre!

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