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El poder y su erótica

por Antonio Ramírez
05/10/2025 11:46 CEST
El poder y su erótica

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El poder cambia o reafirma lo oculto, especialmente a quienes de vida baja e insignificante se les asoma un día por el quicio de la puerta, sea por oportunidad, sea por astucia, y esta es cerrada luego de sopetón con la intención que no abandone nunca la alcoba. Pero también a quien merece el mando. Quienes tienen el depósito de la moral y la ética en razonable volumen, podrán cometer errores, pero el estigma y acecho de la corrupción, el abuso de poder (que son dos hijos de la soberbia) no les inquietarán.

La soberbia suele llevar al abuso o su intento a la negación de todo lo que no se alinee con su opinión o plan marcado. Y contra ello, contra lo diferente, la lucha es denodada, dura y sucia, si viene el caso y la situación lo requiere. A esta, a la soberbia, siempre le vienen unidas la necedad y el resentimiento y bajo la apariencia y aquiescencia que el fin justicia justifica los medios, le alimentan toda una gama de aplausos que la mantienen. Y esto es lo peor, lo más grave. Después, después el silencio, igual de cómplice.

El poder es un afrodisiaco y su erótica seduce a no pocos ni pocas. Por un lado, al dejar orillados ciertos principios éticos y morales, el sentirse “irresistible” se ve abducido por el derecho a creer que nadie se le negará, incluso muestra (en privado, eso sí) su perplejidad ante el rechazo. Por otro, están quienes dan forma a ese abuso dejándose llevar, en tantos casos por el interés, por ese deslumbramiento y abuso.

Y, en ocasiones, se llega a la representación, a la apariencia sin pudor de ese desmán, de ese despotismo sin más razón que la creencia de su pertenencia, de su posesión indiscutible. Porque una cosa es la embriaguez que emana de la erótica del poder y derivada esta segunda del privilegio de gestionar la vida de la gente y otra es la corrupción por norma, que es una clase de violencia, de las peores. La malversación o injusta disposición de los recursos o bienes públicos dándosele un carácter de rutina, como un derecho, revela, por lo general, de un exceso totalitario hiriente y rodeado de un acompañamiento acrítico y, por ello, cómplice. Denota en una ciénaga que pretende brillar por el uso voluntariamente erróneo de la fuerza pero que no puede evitar los efluvios que de ella emanan.

Cada lugar, en el espectro democrático, tiene sobre sí mismo el poder que merece y si este se torna o agudiza en absolutista y ausente en las normas básicas de una deriva de diálogo, respeto y honradez, la gran responsable suele ser la indolencia de ese lugar. El lugar que fuere en el que se potencia la grandilocuencia, por lo general sin sustancia, y la representación sonora del simbolismo en perjuicio del tratamiento de los problemas reales que aquejan a la gente. No hace falta ser de izquierdas o derechas, baste ser coherente y racional para combatir lo indigno. Quizás, en estos tiempos fanáticos y tan necesitados de mayor humanidad, la confusión entre liderazgo fuerte y satrapía sea un hecho.

Y por aprovechar la oportunidad que esta colaboración semanal me brinda y porque el ocaso se cierne, cuando el otoño ya galopa inmune al “veranillo de San Miguel”, en las postrimerías de un ciclo que para este siempre aspirante a la vida que les escribe, lo que tengo en mi haber es solo gratitud y memoria por estas más de cuatro décadas en la que tuve la oportunidad de intentar aprender en el ejercicio de mi labor. De lo justo o lo injusto, de las sombras y las luces, de los errores y los aciertos, no dejan resquicio ni al resentimiento o la afrenta. Siempre quedará el agradecimiento al caudal humano, todo me enseñó.

Tags: ciénagaprivilegio

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