Han acabado los Juegos Olímpicos, pronto acabarán los Paralímpicos, y que quieren que les diga, ni me han dado ganas de hacer más deporte, ni de intentar ninguno de esos “nuevos deportes” como el break dance o el skate boarding. Y para colmo, tampoco he sentido apremiantes deseos de volver a París por un breve espacio de tiempo.
Con todo el respeto, ignoro que pretendía realmente la ciudad y el país. Quizá se tratara de una reinvención de la ciudad, cosa imposible en el caso de París. Hay ciudades que no necesitan Juegos Olímpicos para tener su lugar en el mapa.
París no va a vivir en el recuerdo por los grandes momentos de Taekwondo. Seguirá siendo la ciudad con más visitantes del mundo por toda una serie de bendiciones y maldiciones que la hacen única y deseable. Recuerdo cuando ardió Notre Dame. Se congregó el mundo entero a seguir (y lamentar de veras) la tragedia. Al poco rato ya había “voluntarios” dispuestos a pagar lo que fuera por poder llevar a cabo la reconstrucción. Eso sí, eran empresas gigantescas en acciones de mecenazgo que buscaban la recompensa de poder decir “que fueron ellos”.
Francia agradeció la “generosidad” pero la rechazó y fue el país el que se hizo cargo de rehacer a su costa ese símbolo. Como debe ser.
Lo de Barcelona tiempo atrás y otras ciudades que a codazos se van haciendo sitio en el “primer mundo” es otra cosa. El escaparate olímpico les sienta bien, incluso económicamente,
Volviendo a Paris, en su mensaje al mundo, quizá se pretendieron cosas que no eran ni el sitio ni el lugar. Por un lado, esa actitud europeísta que desde principios del milenio nos lleva a sentirnos culpables (nos tenemos que sentir) por la buena vida que llevamos, por los desmanes cometidos en el pasado, porque tenemos democracia y una paga en la jubilación. Y la forma de hacerlo fue insultando a nuestra propia cultura.
Por otro lado, una ambición casi faraónica: que el rio Sena estuviera tan limpio como un arroyuelo de los Alpes ignorando, dentro del buenismo imperante, que las ciudades crecían alrededor de los ríos para que estos, entre otras cosas, se llevaran lejos lo que no queríamos a la puerta de nuestra casa. Difícil tapar tantos agujeros.
Al final, los nadadores se han visto obligado al doble esfuerzo de nadar deprisa y esquivar trozos de remordimiento. Es algo de París que aunque sabido era mejor ignorar. Caminar erguido, levantar la nariz, observar los puestos de “bouquinistes” y dar un lugar a tantas fotos en blanco y negro de besos robados, joyas arrojadas al río, Notre Dame con algo de niebla, la pareja que camina bajo la fina lluvia…
Y encima, al final, en lo que pretendía ser un grandioso cierre del espectáculo con entrega de antorcha, parece que toda la magia se la llevó Tom Cruise con su salto al vacío, o sea Los Angeles, o sea Estados Unidos. O sea los que siempre han sido los mejores en el negocio del showbusiness.
Y querer competir con ellos en ese tema es comenzar el partido ya perdiendo 2 a cero.
Pasarán los Juegos y quedará París, afortunadamente.