Opinión

El mayor desafío de la Alianza Atlántica en su historia más reciente

La aparición de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en adelante, OTAN, como alianza militar en 1949, responde al menester de las naciones occidentales de defenderse ante una potencial agresión de la Unión Soviética. Pero, tras su descomposición en 1991, este organismo ha ido acrecentando su protagonismo en Europa, hasta el punto, de ser calificada como una amenaza por Moscú.
Es en este precedente solapado, con el que incuestionablemente se asientan las perspectivas desde el Kremlin, para llevar a cabo la brutal invasión perpetrada en tierras ucranianas.
Indudablemente, la tensión entre la Federación de Rusia y Ucrania ha puesto el foco de atención en la OTAN, por entonces, fundada en plena ‘Guerra Fría’ y su posterior expansión hacia el Este, es el motivo principal en la que en los años de Iósif Stalin (1879-1953) en el poder y la incidencia devastadora de la ‘Segunda Guerra Mundial’, dejaron a este continente desguarnecido ante el avance soviético.
Inicialmente, hay que comenzar exponiendo que Canadá y los Estados Unidos, junto con diez aliados europeos entre los que se encontraban la República Francesa y Reino Unido, fueron los artífices de rubricar el Tratado del Atlántico Norte. Con el transcurrir de los años, otros estados optaron por añadirse al paraguas protector que facilitaba la OTAN. Como ejemplos fehacientes, hay que referirse a la República de Turquía y la República Helénica que se encastraron en 1952 y, tres años más tarde, idénticamente lo materializaría Alemania Occidental.
Estos movimientos favorecieron que desde la Unión Soviética se explorase el establecimiento de una estructura comparable, y en 1955 se instituyó el ‘Pacto de Varsovia’, englobando a la propia URSS y sus aliados socialistas en el Este de Europa. Si bien, aunque la política de bloques se apuntaló en los siguientes períodos y el malestar se elevó de tono, la Alianza Atlántica en ningún tiempo entró en acción.
Ni que decir tiene, que en 1989 surgió el colapso del bloque soviético y con ello, los territorios de Europa del Este paulatinamente desecharon el socialismo. Ya en 1991, el ‘Pacto de Varsovia’ se esfumó con anterioridad a la desaparición de la Unión Soviética. No obstante, aunque la raíz preferente de su creación parecía eclipsarse, la OTAN no contempló disolverse.
Al contrario, porque se desenvolvió una mirilla de oportunidades para poder propagarse gracias al desfallecimiento de Rusia en el tablero geopolítico.
En esta situación se produjeron las primeras interposiciones en la semblanza de la OTAN. Así, en 1995, se bombardearon posiciones clave de resistencias serbobosnias para apremiar a estos grupos a refrendar los ‘Acuerdos de Dayton’ y poner fin a la ‘Guerra de Bosnia’ (6-IV-1992/14-XII-1995). Transcurridos cuatro años, el escenario se reprodujo con las incursiones sobre Belgrado como castigo hacia Serbia por la limpieza étnica que se estaba ejecutando en Kosovo. El propósito era desbaratar el Gobierno de Slobodan Milošević (1941-2006). Una cuestión que a la postre se consiguió.
A decir verdad, la última acción de la OTAN en los Balcanes resultó polémica para Rusia. Y esta reprobación se acrecentó tras su primer ensanche en dirección el Este en 1999. Tres antiguos integrantes del ‘Pacto de Varsovia’ como Polonia, Hungría y República Checa se incorporaron a la Alianza, algo que no agradó demasiado. Pero esto no quedó aquí, porque en 2004 se originó la mayor ampliación con hasta siete estados, entre ellos, las tres Repúblicas Bálticas como Estonia, Letonia y Lituania que aproximaban a la OTAN a sólo unos cientos de kilómetros de Moscú.
Para Rusia una de sus prioridades esenciales en la agenda internacional era que, tras el ocaso de la URSS, la OTAN no intensificara su supremacía. Toda vez, que estaba siendo testigo de todo lo contrario. En otras palabras: entre 1949 y 1999, respectivamente, cuatro estados se habían incluido en la Alianza, pero desde ese mismo año hasta el actual lo han hecho catorce.
Este entorno generó un desagrado en el Kremlin, al tantear que su seguridad nacional estaba en riesgo y que acuerdos como la ‘Asociación para la Paz’ de 1994, legitimando la cooperación entre la OTAN y los territorios europeos no miembros de la Alianza, estaban siendo postergados.
Conjuntamente, se omitía el ofrecimiento verbal de 1990 del Secretario de Estado norteamericano, James Baker (1930-91 años), durante las negociaciones para la reunificación de Alemania, porque el que la OTAN no se agrandaría más allá de Alemania. A pesar de los muchos descontentos de Vladímir Putin (1952-69 años), la expansión continuó su curso. Y por si faltase algún ingrediente para agigantar la disensión, en 2010, EE.UU. y la OTAN optaron por un escudo antimisiles en Rumanía y la República de Polonia. Inmediatamente, el Kremlin juzgo este episodio como intolerante, aunque la OTAN lo respaldó para evitar posibles agresiones desde el exterior de Europa.

"A la hora de abordar esta disertación y al objeto de reforzar su despliegue, la OTAN, aviva sus mecanismos de defensa ante un hipotético ataque nuclear, radiológico, biológico o químico y echa mano de ocho batallones multinacionales en el flanco Este"

La gota que colmó el vaso surgió en 2014 con la ‘Anexión de Crimea’ y la primicia de la ‘Guerra del Dombás’ en el Este de Ucrania. Operaciones que la Comunidad Internacional reconoció como injustificadas.
Es en este entresijo como se alcanza la crisis de ahora: el desenvolvimiento de tropas rusas en los límites fronterizos ucranianos, declara el no rotundo de Rusia ante la incompatibilidad de que Ucrania se fusione a la OTAN. Siendo una línea roja que bajo ningún concepto ha de cruzarse: primero, por el aspecto geopolítico y, segundo, la vertiente histórica.
Y es que, Rusia no puede permitir el más mínimo despliegue de fuerzas extranjeras y armamento en una demarcación fronteriza, a pesar de que sus relaciones con Kiev han ido decayendo sucesivamente desde 2014. Y mucho menos, oponerse a los orígenes tradicionales y culturales que rusos y ucranianos conservan en la Rus de Kiev.
Con estas connotaciones preliminares, en las últimas semanas la OTAN ha de enfrentarse al que, hoy por hoy, es uno de los mayores desafíos de su historia más reciente. Una de las últimas convulsiones del Kremlin de distinguir como independientes a las Repúblicas de Lugansk y Donetsk, conjeturando otra de las paradojas y, cómo no, la infamia de tropas invasoras que mantiene a Ucrania masacrada, con una diáspora sin precedentes y ensañándose en la destrucción de la urbe.
En efecto, llamémosle que el ‘factor Rusia’ en todo momento ha determinado la anticipación de la OTAN hacia el Este de Europa, pero en nuestros días, especialmente los socios europeos más relevantes, podrían verse perjudicados por graves discrepancias de orden político, económico y geoestratégico.
De ahí, que se estima pertinente que la estrategia de ampliación satisfaga cada una de las variables, examine convenientemente sus aspiraciones y no se implementen de manera acelerada, dado que el restablecimiento de los nexos con Rusia es primordial para que prevalezca el equilibrio euroasiático.
Mientras tanto, la Federación de Rusia se enfrenta a sanciones en los sectores de la energía, las finanzas y los transportes, la desconexión del sistema bancario y aéreo se afianzan con el devenir de la guerra, si bien, no se ha llegado a las medidas más extremas. Se trata de coartar la vía de Rusia a los mercados de capitales europeos, al igual que comprimir su acceso a tecnologías cruciales como aparatos electrónicos e informáticos, además del impedimento a la exportación de tecnologías y equipos de renovación de refinerías de petróleo, cuando afloran las primeras fisuras en el núcleo duro del Kremlin.
A todo lo cual, la conclusión de la ‘Guerra Fría’ (1947-1991) comportó una mutación existencial dentro de la Alianza Atlántica, que confluyó en una evolución funcional y de responsabilidad con esta. Tras la ‘Caída del Muro de Berlín’ (9/XI/1989), la OTAN era precavida de que perpetuarse en el contexto estratégico emanado del deshielo, demandaba de una profunda verificación en sus desempeños de seguridad.
Ensamblado a esta multiplicidad compleja en la nueva etapa, igualmente debía reflexionar sobre los Estados que podían adherirse a la organización. El argumento político en la conveniencia de la ampliación se hallaba intrínsecamente vinculado a la conformación de otra OTAN, resultando ser una de las decisiones más irrevocables del momento. La ‘Caída del Telón de Acero’ (11/IX/1989), el desvanecimiento del ‘Pacto de Varsovia’ (1/VII/1991) y la embocadura a la independencia política de diversos Estados de Europa Central y Oriental, revolucionaron absolutamente el plano de la Europa fraccionada de tiempos lejanos y el enfoque geoestratégico de cara al futuro.
Los viejos Estados satélite pronto expusieron su pretensión de unirse a la Alianza. Y en aras de un entendimiento más acorde, su meta prioritaria residía en alcanzar el patrocinio de la defensa territorial e independencia política dentro de sus correspondientes fronteras, avistando al paraguas defensivo provisto por el Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte.
El ansia de estos Estados de pertenecer a la OTAN revelaba su ambición por desligarse de una vez por todas de Rusia y del transcurso histórico previo, hasta atenuar el influjo de este coloso. La Federación de Rusia ampliamente maltrecha en los comienzos de la ‘Postguerra Fría’ (25/XII/1991), mantenía su hoja de ruta como actor económico y político mundial, un rol que es fundamentalmente subrayado por la política exterior de Putin. Amén, que se trata de un titán sobre el que Occidente aguarda cuantiosas insinuaciones e incógnitas.
Y no es para menos, porque desde 2008, tras la belicosidad de Georgia y, subsiguientemente, la ‘Anexión de la Península de Crimea’ en 2014, Rusia ha confirmado a todas luces que está preparada, si lo considera satisfactorio, salvaguardar sus intereses quebrantando la validez internacional.
Rusia jamás ha disimulado su descontento con la praxis ampliadora de la Alianza Atlántica y otros arbitrajes que inquietan a sus límites; antes bien, ha declarado abiertamente su disconformidad con codazos incesantes a la OTAN. Recuérdese que en 1999 intimidó a la República Federal de Alemania, por la permisible inestabilidad que entrañaría la acogida de las Repúblicas Bálticas, cuyo sueño de subordinarse a la organización era un grito a voces.
Del mismo modo, no es una materia de menor encaje el rehúso a la tentativa del sistema de defensa antimisiles de la Alianza, un inconveniente que todavía perdura en los roces entre esta, los Estados Unidos y Rusia.
Pese a que la OTAN no lo asienta sin reservas como un condicionante de la ampliación, el componente de la afinidad con Rusia continuamente ha integrado su alcance para acoger a otros Estados miembros. Muestra de ello son las propuestas excluidas de Georgia y Ucrania, porque ambos parecen ser un desenlace inexpugnable para el proceso ampliador.
Sucintamente, los creíbles dibujos de progresión de la OTAN adquieren dos derroteros inconfundibles: primero, los Balcanes Occidentales y, segundo, el Cáucaso y los territorios de la Europa Oriental limítrofes con Rusia. En el Norte de Europa, el Reino de Suecia y la República de Finlandia concretan otra de las fórmulas de ampliación, incorporación que produciría importantes provechos geoestratégicos. Con todo, no voy a referirme a esta coyuntura, porque existe una valoración elevada que estos Estados nórdicos no tendrían trabas políticas, económicas o militares para su hipotética integración.
Además, al atinarse ajenos a la influencia soviética, su admisión no predeciría el incremento de la presión política con Rusia.
Con respecto a las asperezas reinantes de amplificar la OTAN, los resquicios se entreven heterogéneos: mirando a los Balcanes, la combinación puede ser más apacible y el marco de autonomía de estos Estados con Rusia es supuestamente superior; mientras, el sector caucásico y los Estados colchón del margen ruso Occidental, cuales son, Bielorrusia y Ucrania, plantean un alto escepticismo. Su membresía en la OTAN adquiriría una utilidad irresoluta con peligro de enfrentamiento hasta las últimas consecuencias con Rusia.

"El crecimiento de la OTAN parece haber tocado el techo de cristal, al menos, en el confín occidental ruso, donde los Estados Bálticos obsesionados por acometimientos encubiertos, al igual que Finlandia, se escabullen de la parábola de influencia rusa"

Sopesando el primer de los supuestos, los Estados Balcánicos terminarán internándose en la OTAN, contribuyendo un plus de estabilización a la delicada comarca, excluyendo la República de Serbia y el más peliagudo la República de Kosovo, es admisible que la integración del resto de Repúblicas Balcánicas se produzca a largo plazo, con la aprobación de los aliados europeos y, al menos, la no oposición encrespada de Rusia.
Notable es el rompecabezas de las naciones tapón de Europa Oriental contiguas con Rusia: Bielorrusia, cómplice en la guerra y Ucrania, más su vecina Moldavia, así como la circunscripción del Cáucaso más al Sureste en Eurasia, a horcajadas entre Occidente y Oriente. Hago alusión a las Repúblicas transcaucásicas demarcatorias con Rusia y emplazadas entre el Mar Caspio y el Mar Negro, como la República de Azerbaiyán y la República de Georgia, a las que habría que anexar la República de Armenia.
De afianzarse este ensanchamiento, la OTAN perfilaría una curvatura desde los Estados Bálticos hasta los Estados transcaucásicos aludidos, que dejaría a la organización a las mismas puertas de la fachada rusa, que ya no dispondría de tierras intermedias a modo de friso de protección. Tanteándolo, resulta improbable que Rusia admita una generalización de este calado sobre sus reductos de Europa Oriental, de gran trascendencia estratégica y que califica como frontispicio de enorme valía.
Llegados a este punto, cientos o miles de civiles fallecidos, más de tres millones de refugiados y ciudades destruidas, es el triste balance de la ofensiva militar puesta en marcha desde el pasado 24/II/2022, la proximidad de Ucrania a las instituciones occidentales es entendido por Rusia como una causa inconcebible de su esfera defensiva en la linde europea, al disponerse por excelencia como el Estado puente y ser una de las pérdidas de poder más significativas en el espectro postsoviético, que pretende atesorar y consolidar por medio de organizaciones de índole económico, político y militar, como la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, OTSC, o la Comunidad de Estados Independientes, CEI, y la Unión Económica Euroasiática.
A estos matices se aúnan otras lógicas de signo histórico y cultural, como anteriormente he destacado. Los parentescos que engarzan a estos Estados son físicamente musculosos, tanto por la procedencia como por el ambiente demográfico, ya que el conjunto poblacional ruso en Ucrania se configura en el segundo grupo étnico más apreciable. Es así de sencillo, como para Rusia la tutela de los millones de individuos que quedaron fuera de lugar tras la disolución de la URSS, tiene un atractivo capital.
En lo que atañe a los razonamientos geoestratégicos más específicos en el tándem Rusia-Ucrania, la Península de Crimea con la imprescindible Base Naval de Sebastopol en el Mar Negro, se erige desde la independencia de Ucrania en la culpable de los muchos desencuentros de estos Estados.
La Península de Crimea en la costa septentrional y que se abre al Mar Mediterráneo, es un episodio con heridas abiertas en los roces bilaterales, porque una parte elocuente de los rusos la contemplan como suya. Asimismo, en el modus operandi de su anexión, el designio de Rusia no es insospechado por la inquebrantable reclamación del Kremlin sobre este territorio. No es de sorprender la rebeldía de Rusia por el contacto del gobierno ucraniano y la Unión Europea, UE, plasmado en un probable ‘Acuerdo de Asociación y Libre Comercio’.
La elección de esta coalición con la UE, obstaculiza el plan de la Unión Económica Euroasiática que Moscú estaba preparando para 2015, con el ánimo de centralizar a las exrepúblicas soviéticas en un imaginario mercado común.
Consecuentemente, a la hora de abordar esta disertación y al objeto de reforzar su despliegue, la OTAN, aviva sus mecanismos de defensa ante un hipotético ataque nuclear, radiológico, biológico o químico y echa mano de ocho batallones multinacionales en el flanco Este, desde las Repúblicas Bálticas al Mar Negro, estableciéndose a los dispuestos en Polonia, Estonia, Letonia y Lituania, ahora con Rumanía, Hungría, Bulgaria y Eslovaquia. Y es que, el Cuartel General Supremo de las Fuerzas Aliadas en Europa, por sus siglas, SHAPE, ha hecho pública las cifras de ese despliegue indicando literalmente: “La OTAN no tolerará ningún ataque a la soberanía o la integridad territorial de los Aliados. Ya hemos activado nuestros planes de defensa para proteger la Alianza, aumentando nuestra preparación y desplegado tropas de ambos lados del Atlántico”.
En resumidas cuentas, el crecimiento de la OTAN parece haber tocado el techo de cristal, al menos, en el confín occidental ruso, donde exclusivamente los Estados Bálticos obsesionados por acometimientos encubiertos, al igual que Finlandia, se escabullen de la parábola de influencia rusa. Bielorrusia, Ucrania, Moldavia y Georgia venidos de laberintos entumecidos, no son aspirantes asequibles de admitir por el resto de los miembros.
La voluntad de engrosar en las filas de la OTAN a los Estados que se desembarazaron de los tentáculos soviéticos tras difusos períodos de avasallamiento político, tuvo como saldo dos sólidas avanzadillas ampliadoras rumbo a Europa Central y Oriental. En la báscula de las rondas de la ‘Posguerra Fría’ triunfó la geopolítica por encima de otras deferencias de los Estados pretendientes, en unas circunstancias obligada por la máxima de ligar la Europa dividida entre el Este y Oeste.
En las dos caras de una misma moneda, se ha dado una vuelta de tuerca en la consonancia de la OTAN con Rusia, tras los automatismos de la fuerza adoptados para escudar sus intereses y la población en ambos Estados. Obviamente, me estoy refiriendo a una política exterior punzante y mordaz que polariza al principio del equilibrio de poder más mutilado.
Con lo cual, la OTAN, ha experimentado un punto de inflexión en la clarividencia con Rusia, tocando una acotación que no puede sobrepasar al distinguir el giro ampliador. Detenerse en la ampliación y sus ventajas estratégicas parecen ser el sentimiento que rige en el nuevo pulso político de la Alianza Atlántica. Luego, el test principal de seguridad colectiva redunda no sólo en la defensa, sino en la magnitud de ampliación, pero esta evidencia parece tocar fondo desde hace tiempo.
Es innegable que Estados aliados de peso en Europa creen necesario nutrir unos vínculos positivos, en la medida de lo aceptable con Rusia. No en vano, la República Francesa y Alemania han declinado insistentemente en la candidatura de Ucrania y Georgia. Si en el caso de la primera la exigua hendidura de afiliación a la Alianza parece algo inverosímil, en la segunda, el acoplamiento apenas halagüeño para la admisión admite pocas dudas.
Aun persistiendo en el contrapeso internacional, como la cordura y el mayor beneficio para los Estados de la zona euroatlántica, es incontrastable que los desencuentros y posiciones políticas discordantes con Rusia son y serán antagónicos, pero para evitar que se fracture la baraja diplomática y llegue a límites indeseables para los actores involucrados, es indispensable una apuesta ingeniosa y sensata en la partida de ajedrez, afrontando unos retos para acomodar sus estructuras a los escenarios que se ciernen.

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