Sus oídos escuchan, con suma atención, la crudeza del relato de sus interlocutoras. Sus ojos contemplan, inundados de pena, la evolución de las miradas de unas mujeres castigadas por una realidad que siempre supera a la ficción. Y sus almas empatizan, al compartir sexo pues todas son féminas, con unas historias que deberían ser ya un eco del pasado. Son las trabajadoras del Centro de Crisis 24 Horas para Víctimas de Violencia Sexual de Melilla, que en este reportaje narran, hasta donde pueden, un trabajo tan meritorio como necesario que ojalá algún día no tenga que existir.
Las 12 empleadas cubren las 24 horas del día y los 365 días de año en lo que ya se ha convertido en un refugio para estas mujeres de mirada perdida que han sufrido abusos actuales o en el pasado causándoles una herida no taponada pese al paso del tiempo. Presencialmente la atención es de 7.00 a 15.00 -calle Pablo Vallescá, 15- y el resto a través del teléfono 900877765.
Cada una en su parcela: coordinadora, psicóloga, trabajadora social, abogada, intérprete o administrativa, han creado un lugar de resguardo en el que la víctima se sienta segura y acogida antes de ser valiente. Una primera trinchera en la batalla contra el agresor. Allí se las escucha, se las acompaña en cualquier gestión y se las aconseja en los pasos a seguir, normalmente con un ‘empujoncito’ hacia la conveniencia de la denuncia. De lo hablado con ellas destaca, y es lógico, la dificultad para aislarse de este mundo cuando acaban su jornada. Un rasgo del ser humano del que algunos carecen.
Marta, la coordinadora
Marta Fernández es la coordinadora del centro y no le tiembla la voz cuando contesta tajante a la pregunta de si valió la pena su puesta funcionamiento desde abril del pasado año. “Por supuesto que sí. Hemos sido un referente después de ser el tercero que se abría en España tras Madrid y Asturias. Estamos muy contentas y nos quieren elevar a Europa, nos quieren situar como referente europeo porque aquí tenemos intérprete, cosa que no sucede en los centros de la península. Quieren implantarlos en otros y nosotros ya lo tenemos, además de que vamos avanzados como mediador intercultural que entendemos las necesidades de las personas que acuden”.
Fernández afirma sentirse orgullosa de la reciente felicitación de la ministra de Igualdad, Ana Redondo, quien las visitó hace unos diez días, y apunta que no se esperaban tener tanta demanda de usuarias, tanto volumen aunque se trate de mujeres que solo quieren informarse. Tienen 51 expedientes y han superado el dígito de 700 intervenciones, un espectro amplio que abarca todo tipo de actuaciones. “Nos preguntó la ministra por qué las intervenciones psicológicas doblaban a otras, y es porque se alargan con el tiempo, se necesitan más sesiones que, por ejemplo, con la jurista”, prosigue.
El reparto es el siguiente: por las mañanas una psicóloga, una trabajadora social, intérprete, la jurista, además de la coordinadora. Por la tarde otra psicóloga, asistente social y una intérprete. Por la noche otra trabajadora social y los fines de semana una trabajadora social y psicóloga. Todas mujeres.
Como casos extremos, Marta avisa de que han tenido que capear con dos intentos de suicidio. Se las acompaña por ejemplo al centro de salud para que no se sientan solas. En casos de menos urgencia, o agresiones menores pero que quieran contarla, se actúa según la necesidad de la historia. Ellas suelen animar a presentar la denuncia, pero la última palabra siempre la tiene la víctima, recalca la coordinadora. “A veces hasta denuncian para que no les pase a otras mujeres. Cada vez se denuncia más. Son temas tabú, que pasan en la intimidad de una casa y que nadie lo ve. Es complicado de demostrar, por eso a la gente le cuesta denunciar. Muchas veces la agresión sexual va acompañada del maltrato, la casuística puede coincidir”.
A día de hoy atienden a 24 mujeres que son de Melilla y otro grupo que provienen del CETI. Una novedad es la atención sin denuncia e incluso sin papeles, una práctica que no suele darse en este tipo de instalaciones. “El servicio es el mismo sea la mujer residente en Melilla o no, haya denuncia o no”, apostilla Fernández, melillense procedente de Almería. “Ahora tenemos mujeres del CETI, por ejemplo de Colombia o Venezuela, que te cuentan cosas que han sufrido en su país, incluso como víctimas de bandas criminales. Cuentan su historia, algunas de cuando eran muy pequeñas, y a veces no se trata de ejercer una acción legal sino que vienen a curarse de un trauma”.
En ocasiones, las extranjeras se sorprenden de la mayor protección que las leyes otorgan a las mujeres en esta parcela jurídica porque en sus países no cuentan con ella. En España se sienten seguras. “Nos sentimos muy orgullosas de haber creado una especie de refugio para ellas. Vienen aquí y se sienten protegidas, pueden contarlo todo y se les escucha. A veces son chicas jóvenes que no quieren contarlo porque creen que molestan a sus padres y aquí se desahogan. Algunas se pasan años y años sin poder contar su historia y ahora pueden hacerlo”.
Chahida, la psicóloga
Una pieza clave en el engranaje de esta máquina sanadora es la atención psicológica. “Lo que hacemos tanto la psicóloga de tarde como yo es acompañar a las mujeres en todo su proceso de recuperación, tanto a víctimas actuales como pasadas porque vienen mujeres con traumas desde la niñez que nunca han contado nada. Mi tarea es darles las herramientas para que sanen y puedan avanzar y superar el trauma”, describe Chahida.
Según la psicóloga, hay todo tipo de casos. En los más actuales se las enfoca hacia la denuncia con la asesora jurídica, y en los que hay que retrotraerse más en el tiempo o incluso no son ni de España o no se conoce al agresor se centran más en la recuperación de la víctima.
Hablamos de temas muy serios, no son fáciles de digerir incluso para profesionales como ellas. “Son casos complicados y claro que te tocan, pero ahí está nuestra labor de intentar ayudarlas sin que nos afecte a nivel personal”. “Hay que tener mucho tacto, la empatía es muy importante en todos los ámbitos y en éste mucho más. También el respeto a que la víctima tenga sus tiempos, no forzarla y sane a su ritmo, siempre apoyándola y acompañándola. Lo importante es saber escucharlas, porque algunas no lo han contado en 40 años. Desde el respeto y la empatía conseguimos que vayan sanando, que es lo importante”, valora la psicóloga.
En sus sesiones, el miedo siempre sobrevuela la habitación. “Incidimos mucho en la confidencialidad. Esa puerta se cierra y lo que se habla aquí es sagrado. Ellas ven que es un espacio seguro, se abren y cuentan cosas que en otro ámbito no lo contarían”. Cuando no hay denuncia, la atención psicológica es un paso previo para una posterior decisión de acudir a la Justicia, dejando muy claro que la decisión es de ellas.
No debe ser plato de buen gusto estar ahí sentada y escuchar ciertas cosas, desconectar una vez acaba la sesión. “Somos humanos. Nuestro trabajo es intentar desconectar. Es verdad que hay casos que te tocan más y te llegan más. Debemos intentar que el trabajo se quede en el trabajo, aunque haya casos muy duros y seamos humanos. Debemos ser lo más profesionales y objetivas posible porque le damos la mejor atención. Si somos subjetivas la atención brindada no es la más correcta, pero es verdad que una vez en casa recuerdas cosas que te han dicho, es inevitable”.
“Hay varios casos que me han llamado la atención. Son casos de agresiones sexuales y todos son dolorosos, pero algunos en especial por circunstancias que los hacen más duros, por ejemplo, por la diferencia de edad, o por tratarse de familiares el presunto agresor, tenemos de todo”.
Chahida subraya que todas se apoyan las unas a las otras cuando varias coinciden en un mismo caso, “pero no nos llega a superar porque estamos formadas y concienzadas en que lo que hacemos es un bien para la sociedad, eso ayuda a seguir adelante. En caso de que yo necesitara ayuda profesional de otro psicólogo, siempre tengo donde acudir”.
Rocío, trabajadora social
Rocío García, de Melilla, se encarga de la asistencia social encontrándose en diferentes escenarios, desde un acompañamiento en crisis a la atención una vez denunciado. Asistencia laboral, gestión de pisos de acogida cuando hay medidas cautelares, ayudas para el alquiler, vales de alimentos, etc. El objetivo, como comenta, es hacerles la vida lo más llevadera posible porque el proceso es largo hasta que cobran un ingreso mínimo vital o la RAI, y no tienen recursos para atender a sus hijos.
Los rasgos culturales imperan, según cuenta, “la vergüenza de tener que hablar de estas cosas no entiende de clases sociales, es algo muy íntimo de la mujer y verbalizarlo cuesta mucho, por eso insistimos en la formación. Queremos formar en la Universidad, en los colegios, que los niños sean conscientes y sepan identificar estas violencias y que estamos para ayudar”.
Es duro escuchar a Rocío decir que buena parte de ellas se sienten incomprendidas y hasta piensan que son ellas las que han provocado esa violencia, o normalizan situaciones que no son normales hasta que maduran, son adultas y se quieren quitar ese peso, esa mochila que a lo mejor ni contaban a su madre.
También llama la atención de la conversación con ella cuando se detiene en las miradas de sus ‘clientas’, porque son casos, como argumenta, que se quedan metidos dentro. “Sobre todo cuando las mujeres conviven con el maltrato físico y la violencia sexual, que eso ya las humilla y las destroza. Va anclado. Son mujeres que andan con la mirada perdida. Eso te sobrepasa, seas mujer o no”.
Al igual que sus compañeras, la capacidad de desconexión se vuelve todo un desafío. ¿Se puede desconectar de tanta crudeza? “Es duro. Lo mío, que es el área social, son cosas básicas, desde el alimento a una cama o una nevera. Si no le logramos resolver ese recurso te lo llevas a tu casa, es inevitable. Una trabajadora social si no trabaja con empatía es que no trabaja bien”. Y en los casos en los que hay conexión porque se establece cierto vínculo afectivo, peor todavía. “La relación cada vez es más cercana, te cuentan más y de forma cercana”.
Cuestionada sobre si ha llegado a llorar en su trabajo, Rocío tira de una sinceridad no reñida con el sentido común. “Intento ser lo más profesional posible porque ella me tiene que ver a mi muy fuerte porque está destrozada, no puedo perjudicarla y soy un dique de contención, como yo digo, durante el proceso de acompañarlas al juzgado, al hospital…, soy como el hielo, pero después te sientes orgullosa de que la has acompañado y ha sido capaz de contar esas cosas al juez contigo de la mano y ahí, en ese momento, te vienes abajo. Me tomo un Coca-cola con las compañeras y ahí matamos las penas”.
Milham, la abogada
Su trabajo puede que sea el más áspero a ojos de la mujer que tienen al otro lado de la mesa. Según narra Milham, la asesora jurídica, muchas reciben una citación judicial y no entienden el léxico. Muchas preguntan “¿ya le han soltado? o ¿es que no habrá juicio” y hay que explicarles todo el proceso de una forma que sea asequible para ellas. Otras veces la mujer viene para que le ayuden a denunciar, también les informamos de los derechos que les asisten, las acompañamos o las ponemos en contacto con la Fiscalía, etc. Me adapto a sus circunstancias y muchas veces uso a la intérprete porque la barrera de la lengua es difícil”.
Milham Torres-Oloriz Mohamed, la abogada con apellido tan compuesto como intercultural -navarro y maroquí-, es fiel reflejo del amplio abanico de culturas reinan tes en este centro melillense, una peculiaridad que lo hace especial y más valorado, también por el uso de la intérprete como antes apreciaba Marta Fernández.
Preguntada Milham por algún caso que la haya impactado en lo judicial, responde que una vez “vino una señora llorando pero no se abría. Tuvimos que trabajar de forma conjunta con la intérprete porque solo lloraba y apenas la entendía. Venía con una violencia de género, malos tratos unidos además a una agresión sexual continuada durante todo el matrimonio. Decía que ya no podía más y que no se sentía mujer”.
Y es que en la cultura musulmana es un tema tabú que intentan tapar. “Nosotras vamos tirando poco a poco, interviniendo de forma conjunta con la psicóloga para que por fin se suelte y cuente el daño sufrido. Luego son muy agradecidas porque sabes que las ayudamos. Buscamos que no caigan en la reivictimización, que no tengan que contar una y otra vez lo que les ha pasado, las acompañamos y somos nosotras las que hablamos con la Policía, juzgado o forense, así no tienen que revivirlo. De tanto repetir, se les escapan partes del relato”.
Una vez dado ese duro paso, se quitan un peso de encima y es como si se abriera una ventana. “En un mes y pico es que les cambia la mirada, eso me ha impactado. Es brutal. Son mujeres muy dañadas que están ya casi en un último paso que es el suicidio por la desesperación que sufren, de no verle sentido a la vida”, apostilla Rocío.
Anissa, la traductora
Los idiomas más hablados por la población no española en Melilla son el tamazigh (dialecto) y el árabe. Muchas no conocen el castellano, así que la labor de Anissa, de origen marroquí, se antoja vital para que la comunicación con las víctimas sea fluida. Ambas lenguas las controla a la perfección, además del español, inglés y francés, así que es difícil que se le escape algo.
Lógicamente, no es una intérprete al uso. No es lo mismo traducir a un futbolista y su compendio o lista de frases hechas que estas historias, así que el denominador común que vuelve a aparecer, al igual que con sus compañeras, es el de la profesionalidad. “Es una gran responsabilidad porque no quieres equivocarte. Ellas vienen con mucho miedo, con tensión, confusas, pero cuando ven que les puedo hablar en árabe o con el tamazigh se relajan, se quedan más tranquilas, suspiran y empiezan a contarte su caso”, sostiene. Al final, yo soy un puente para la comunicación entre técnico y víctima”.
Ella nota como nadie las diferencias respecto a las extranjeras que vienen de culturas y religiones donde es un tabú esta problemática. Un obstáculo más para que la verdad sea revelada. Para ellas es un trauma muy grande y darles seguridad es básico, según aprecia.
“Todas las historias que se cuentan aquí son duras. Yo, como mujer, empatizo mucho y las entiendo. Algunas situaciones se superan, otras más a largo plazo, depende del contexto. Yo como intérprete intento no llevarme nada a mi casa, porque es mi vida. Intento colgarlo antes en la puerta, pero sí que algún que otro caso te deja tocada porque piensas en lo injusta que es la vida”, reflexiona al ser interpelada sobre si el trabajo la acompaña a casa cada día.
Cuestionada Anissa si no preferiría tener otro tipo de destino, un empleo donde traducir un contenido menos espinoso, contesta sin dudas: “Sinceramente, es que esto lo he elegido yo a voluntad propia. Me gusta mucho ayudar y mi trabajo es muy importante”. Una respuesta cuyo mérito se eleva cuando acto seguido narra que estudió Administración y Dirección de Empresas en Sevilla. “Es que esto me encanta, ayudar, me hace sentirme bien, muy satisfecha de ayudar a estas mujeres”.
Por las mañanas trabaja además Suad, administrativa; e Ikram, de seguridad. Hay dos psicólogas más en los turnos, Rocío y Sole; y dos trabajadoras sociales, Sonia y Carolina; más una segunda intérprete las tardes, Soraya. Todas en la plausible lucha contra una lacra que se resiste a ser erradicada.