La Generación del 27 no fue solo un grupo de poetas reunidos en Sevilla para rendir homenaje a Luis de Góngora hace casi un siglo. Fue, como sostiene el catedrático emérito Andrés Soria, “la culminación de un proceso cultural completo”, el punto más alto de una cadena que comenzó con la crisis del 98 y se prolongó hasta la Guerra Civil. En conversación con El Faro de Melilla, Soria, comisario del Centenario de la Generación del 27 junto a Raquel Lanseros, Ángeles Gregori y María del Carmen Santiago Bolaños, repasa el contexto, las ideas y las rupturas que convirtieron a aquellos jóvenes en el núcleo más luminoso de la Edad de Plata española.
El origen simbólico del grupo se fija en 1927, cuando un conjunto de poetas y artistas se reunió en el Ateneo de Sevilla para conmemorar los trescientos años de la muerte de Góngora. Sin embargo, el profesor recuerda que ese acto fue solo la cristalización visible de un proceso mucho más profundo. “En esos treinta y ocho años de vida, desde 1898 hasta 1936, se suceden tres generaciones: la del 98, la del 14 y la del 27”, explica. “Cada una responde a su tiempo. Los del 98 se enfrentaron a la caída definitiva del viejo imperio, a la pérdida del sentido nacional y a la conciencia de que España vivía de una retórica vacía. Los del 14, en cambio, apostaron por la reforma: quisieron transformar la nación desde la cultura, no desde la melancolía”.
De esa actitud constructiva nacería la Residencia de Estudiantes, las revistas España y Occidente, y un nuevo impulso intelectual encabezado por Ortega y Gasset. “Ortega tenía la idea de que las sociedades avanzan gracias a minorías activas y cultivadas”, recuerda Soria. “Pero no las minorías del siglo XIX, sino unas minorías nuevas, formadas en el estudio, en el conocimiento, en la interrelación de las disciplinas". Aquella red de intelectuales y científicos generó un ambiente donde la cultura era sinónimo de progreso. Los jóvenes del 27 se formaron en ese contexto; una generación de becarios, de curiosos, de europeos, hijos de la Junta de Ampliación de Estudios que viajaron al extranjero y trajeron consigo las vanguardias y una mirada moderna del arte.
“Todos tuvieron una formación parecida, hombres y mujeres, aunque estas últimas siguen siendo las grandes ausentes de los relatos oficiales. Es una injusticia que todavía arrastramos", añade el catedrático. Por eso, una de las prioridades del actual Centenario es rescatar la figura de autoras como María Teresa León, Rosa Chacel o Ernestina de Champourcin, que compartieron la sensibilidad, el talento y el compromiso de sus compañeros, pero fueron durante décadas invisibilizadas.
La Generación del 27, según Soria, supo integrar como ninguna otra la tradición literaria española con las corrientes de vanguardia que sacudían Europa. “El hecho nuevo con el que se encontraron estos jóvenes fue precisamente la vanguardia: el descubrimiento de que todos los lenguajes del arte estaban cambiando”, sostiene el catedrático. “Ellos tuvieron que hacer una síntesis entre la herencia de la literatura clásica y las formas nuevas que venían del cubismo, del futurismo, del surrealismo. Y lo hicieron con una naturalidad asombrosa”. Esa fusión se manifestó especialmente en el uso de la metáfora, que se convirtió en el eje del nuevo lenguaje poético. “La metáfora en poesía funciona como el cubismo en pintura; rompe la representación directa de la realidad. Une dos cosas que se parecen para crear una tercera, una imagen que no designa, sino que revela. Es una forma de conocimiento, no de descripción”, relata Soria.
El homenaje a Góngora de 1927 simbolizó la unión de todos esos impulsos: la reivindicación del barroco, el gusto por la dificultad expresiva, la renovación estética y la fraternidad intelectual. En torno a la revista Litoral, que se editaba en Málaga, se reunieron poetas, músicos, pintores y pensadores. “En Litoral coincidieron Alberti, Cernuda, Lorca, Salinas o Aleixandre con artistas como Falla o Picasso. Fue un laboratorio de ideas, una celebración de la modernidad. Las artes plásticas, la música y la poesía convivían en una misma página”, recuerda el profesor. Ese espíritu de colaboración interartística marcó el tono de toda una época.
El periodo republicano fue, para Soria, el momento de máxima expansión de la Generación del 27. “Con la República se produce una auténtica explosión cultural. Había un entusiasmo generalizado, una sensación de que la cultura podía transformar la sociedad”, sostiene. Lorca, Alberti, Cernuda, Aleixandre o Salinas, junto a figuras como Bergamín, María Teresa León o Neruda, encarnaron esa efervescencia. “Lorca lo dijo con una lucidez extraordinaria cuando presentó La realidad y el deseo de Cernuda en 1936. Habló de su ‘capillita de poetas’, quizá la mejor capilla poética de Europa. Tenía razón, en ningún otro país convivieron en una misma generación tantas voces de tanta calidad”, resalta Soria.
Pero ese brillo duró poco. Tres meses después de aquel acto, en julio de 1936, estalló la Guerra Civil. “Todo saltó por los aires”, lamenta el catedrático. “Lorca fue asesinado, Miguel Hernández también, José María Hinojosa murió a manos de los republicanos, y la mayoría de los demás tuvo que exiliarse. La guerra rompió una continuidad cultural irrepetible”, señala. La dispersión fue total, pues poetas y artistas se refugiaron en Francia, México, Estados Unidos, Argentina o Chile. “El exilio fue doloroso, pero también fecundo. Siguieron escribiendo, enseñando, traduciendo. En el extranjero su obra se universalizó, se volvió más consciente de la tragedia, más introspectiva y, al mismo tiempo, más libre", añade.
Los que se quedaron en España, añade Soria, también continuaron creando, pese a las limitaciones del régimen. “Gerardo Diego, por ejemplo, aunque estuvo más próximo al franquismo, mantuvo un altísimo nivel poético. Y en 1944, tanto Vicente Aleixandre como Dámaso Alonso publicaron libros decisivos: Sombra del paraíso y Hijos de la ira, dos obras que revolucionaron la poesía española de posguerra.” La vitalidad del grupo, incluso después de la catástrofe, demuestra —dice— que “su talento era más fuerte que las circunstancias”.
A la pregunta sobre los temas que caracterizan las obras del 27, Soria responde que cada poeta conservó su propio universo. “Alberti mantiene siempre una mezcla de nostalgia y vitalismo. Cernuda, en cambio, es el poeta del deseo, de la libertad individual frente a las normas sociales. Hay en él una defensa de los placeres prohibidos, una afirmación del derecho a ser uno mismo, que sigue siendo moderna", describe el catedrático. Para Soria, la fuerza del grupo radica precisamente en esa diversidad unida por una misma ética estética.
El exilio, añade, generó una poesía más consciente de la historia y del sufrimiento. “Claudio Guillén distinguió dos modelos en la literatura del destierro; el del sabio estoico, que acepta su suerte y se consuela con el pensamiento, y el del ovidiano, que vive el exilio como una herida inconsolable. Entre esos dos polos se mueven Alberti, Cernuda, León Felipe o Emilio Prados. Pero todos comparten una misma fidelidad, la de seguir escribiendo, la de no rendirse”, expresa el catedrático.
Soria evoca también el símbolo final de esa historia que se materializa en un hecho, la imagen de Rafael Alberti entrando en el Congreso de los Diputados de la mano de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, tras la restauración democrática. “Era un cierre simbólico del siglo, el regreso de la poesía al lugar del que fue expulsada durante cuarenta años”. Frente a la muerte prematura de Lorca, los supervivientes del 27 llegaron a escribir una poesía de madurez “de enorme belleza y serenidad”, en la que convivían la memoria, la experiencia y la reconciliación.
En cuanto a la orientación ideológica del grupo, Soria aclara que “fue mayoritariamente liberal, en el sentido antiguo del término: no conservador, abierto, reformista”. Algunos, como Alberti, evolucionaron hacia posiciones comunistas, pero el común denominador fue un compromiso con la libertad. “El poeta en la calle, que propone Alberti en los años treinta, es la expresión de una conciencia social nueva”, comenta. “Pero incluso el esteticismo, la llamada ‘torre de marfil’, fue también un gesto político, una forma de oposición al pensamiento vulgar”, resalta Soria. El profesor recuerda que el esteticismo, tal como lo entendieron Oscar Wilde o Juan Ramón Jiménez, no era una huida del mundo, sino una afirmación de la autonomía del arte frente a la moral convencional. “Wilde, sin ser de izquierdas, abrió paso a ideas que en su época escandalizaron a la derecha y que aún hoy conservan su vigencia”, explica.
“La Generación del 27 fue moderna porque pensó su tiempo”, resume Soria al final de la conversación. “Se atrevió con todo; con el lenguaje, con el arte y con las ideas. No se conformó con repetir modelos. Fue una generación que creyó en la cultura como instrumento de transformación, en la palabra como un acto de libertad”. Para el catedrático, la celebración del centenario no debe ser solo un ejercicio de memoria, sino también una invitación a recuperar esa actitud crítica y creativa. “Nos muestra que hace cien años había jóvenes en España que escribían, pintaban y componían con una libertad que aún nos asombra. Volver a ellos es recordar que la inteligencia, la belleza y la curiosidad son también una forma de resistencia”, resalta Soria.
La Generación del 27, aquella “minoría culta” que cambió para siempre la sensibilidad española, sigue hablándonos un siglo después. En sus metáforas, en su música y en su rebeldía estética late todavía la convicción de que el arte puede iluminar el mundo, incluso cuando todo parece derrumbarse. Y esa lección, concluye Soria, “sigue siendo necesaria, quizá más que nunca”.








