El 7 de julio de 2023, en el dorado salón donde el boato es más frecuente que la verdad, Juan José Imbroda volvió a sentarse en el trono melillense con la parsimonia de quien regresa no al poder, sino al escenario. Fue un retorno envuelto en fanfarria, escoltado por vítores y reverencias, como si el tiempo no pasara para los mesías de la palabra. Aquel día, bajo una lluvia de aplausos que confundía entusiasmo con nostalgia, empuñó de nuevo la vara de mando —ese cetro simbólico que más que ordenar, promete— y desplegó una auténtica feria de anuncios.
No fue un discurso de investidura, sino una letanía de futuribles. Un catálogo de maravillas. La declaración de intenciones de un visionario que confunde la política con la alquimia. Con voz de estadista y alma de rapsoda, prometió:
• Agua potable “como la mineral”.
• Una universidad que brillara “en el sur de Europa”.
• Transporte público “moderno y digno” (tan digno como utópico).
• Rutas aéreas nocturnas y billetes marítimos “justos” (como si la justicia pudiera embarcar sin billete).
• El fin del paro juvenil (así, sin matices).
• Una ciudad innovadora, con su propio Silicon Valley melillense.
• La integración real en Europa, como si Bruselas esperara a Melilla con los brazos abiertos.
• Y, por supuesto, la visita del Rey Felipe VI, ese comodín simbólico que todo lo legitima.
Fue el prólogo de un mandato que parecía el nacimiento de una nueva ciudad. Un acto fundacional. Pero lo que realmente comenzó ese 7 de julio no fue una etapa de gobierno, sino un simulacro: una ficción institucional sostenida por titulares, fotos de familia y promesas suspendidas en el aire, como globos de helio que nunca aterrizan. Hoy, casi dos años después, y en vísperas de su 81º aniversario, aquellas palabras suenan menos a plan de gobierno y más a literatura fantástica de despacho.
El gobierno de la promesa eterna
Hay mandatarios que gobiernan con leyes. Imbroda gobierna con letanías. Lo suyo no es la gestión: es la sugestión. Su verdadera vocación parece ser la de poeta civil, no alcalde real. Sus discursos no se redactan: se entonan. Sus promesas no buscan cumplirse: buscan conmover. Aquel día de investidura no desplegó un programa político, sino un poema presupuestario leído entre suspiros de esperanza.
Desde entonces, ha hecho del arte de prometer su único ministerio. Promete y desaparece, como un juglar que abandona la plaza tras encender la chispa del deseo colectivo.
¿Resultados? Pocos, si es que alguno. El gran proyecto del Cuartel de Santiago, con sus viviendas sociales, su parque y su complejo deportivo, reposa en el barro administrativo. La prometida reforma del IPSI, que iba a acercarnos al IVA europeo, ya tiene categoría de fósil legislativo. Las 30.000 plazas aéreas bonificadas nunca levantaron el vuelo. La aduana comercial con Marruecos sigue cerrada, como si esperara un milagro diplomático. Y ese “estatus europeo” de Melilla, tantas veces invocado, duerme el sueño burocrático en alguna carpeta olvidada del Ministerio de Exteriores.
Mientras tanto, la realidad sigue filtrándose por las grietas: el agua no llega con regularidad, los Planes de Empleo naufragan entre papeles, los autobuses envejecen a golpe de avería, y los funcionarios acumulan agravios como si fuesen méritos. No hay avances, solo aplazamientos.
Y Melilla, en lugar de caminar hacia el futuro, vuelve a encerrarse en sus contradicciones, como una ciudad que gira en círculos sin mapa ni brújula.
El teatro del poder
Pero que no se diga que el presidente ha estado inactivo. No. Si algo domina con maestría es el ritual, el acto solemne, la ceremonia vacía. Imbroda ha perfeccionado un arte ancestral: cortar cintas sin inaugurar nada. Su fuerte no es ejecutar proyectos, sino anunciar estudios para posibles anteproyectos que algún día podrían convertirse en realidad (si Dios lo quiere y los presupuestos lo permiten).
Melilla lleva dos años asistiendo a un teatro sin función: jornadas, simposios, ruedas de prensa, conferencias sobre el porvenir, aniversarios de vírgenes, homenajes a efemérides, festivales de cultura que no transforman nada.
Y entre acto y acto, la melodía. Siempre la melodía.
“Me sobra la gente”: la banda sonora del vacío
En mayo, el presidente sorprendió con una producción inesperada: un videoclip. Una rumba. Un homenaje a los veranos andaluces, grabado junto a su sobrino. El título, sin embargo, dejó a más de uno boquiabierto: Me sobra la gente.
¿Qué quería decirnos? ¿Era una ironía velada? ¿Una confesión involuntaria? ¿Una metáfora sobre la incomodidad que produce el pueblo cuando deja de aplaudir y empieza a preguntar?
Porque si algo parece sobrar en su gestión, señor presidente, es precisamente esa gente molesta que interpela. Esa ciudadanía que exige cuentas, que no se conforma con titulares ni con fotos de grupo. Esa prensa que no se calla. Ese joven que busca futuro. Ese anciano que reclama justicia.
A todos ellos, usted les dedica una melodía de evasión: “en medio del bullicio social… me sobra la gente”.
No es una canción. Es una declaración de intenciones.
Una ciudad que envejece, un gobierno que canta
Mientras usted canta, la ciudad espera. El campus universitario no llega. El centro tecnológico es aún una idea. Las viviendas sociales, una promesa que se deshace en trámites. La reforma fiscal, un espejismo. Y los vuelos nocturnos, tan anunciados, siguen siendo nocturnos… porque nunca despegan.
La ciudad se estanca, pero su entorno florece. Como si la primavera se hubiera instalado solo en el jardín de los suyos. Consultorías, contratos públicos, cargos de confianza: la red imbrodista prospera con la eficacia de una empresa familiar bien aceitada.
Y mientras tanto, los ciudadanos reciben solo el eco: el eco de una melodía, el rumor de una promesa, el estribillo de una gestión que suena, pero no actúa.
Cumpleaños feliz, ciudad estancada
Mañana apagará usted 81 velas. Un cumpleaños redondo para un mandato circular: muchas vueltas, pocos pasos. Con usted, las promesas incumplidas ya podrían votar. Y sin embargo, ahí sigue, como si el tiempo no pesara y la responsabilidad no obligara.
Gobierna usted como quien celebra una verbena perpetua. Con guitarra en mano y el boletín oficial en blanco. Ha hecho del incumplimiento un método. De la evasión, una estética. De la promesa, una forma de permanencia.
Por eso, desde esta humilde tribuna, le rendimos nuestro más sonoro homenaje. Porque nadie ha cantado tanto sin decir nada. Porque su legado, más que político, será musical. Porque si alguna revolución ha liderado, ha sido la del estribillo sin hechos.
Epílogo: “Y me sobra la gente…”
No se preocupe si mañana nadie le canta el “cumpleaños feliz”. Le proponemos algo más apropiado, más acorde con su estilo:
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Me sobra la gente que pregunta por el agua,
Me sobra la gente que exige el autobús,
Me sobra el estudiante que sueña universidad,
Y el funcionario que pide lo que prometí de luz.
Me sobra la prensa que señala el desempleo,
Me sobra el joven que reclama promoción,
Me sobra el anciano que aún cree en la justicia…
¡Qué fácil es gobernar con una canción!
🎶
Feliz cumpleaños, don Juan José Imbroda.
No sabemos si será este su último mandato, pero sí sabemos algo: será recordado como el más musical… y el más estéril. Porque entre la promesa y el verso, ahí quedó Melilla, esperando.