La corrupción va unida a la política, que es cuando la humanidad comenzó a pensar, desde que esta nació, como la injusticia. A quienes no les basta servir a los demás, gestionar sus intereses y ser reconocidos por ello con mayor o menor acierto, pero desde ese nivel superior donde se desarrollan y alientan vanidades o, simplemente, la vocación de prestar tiempo al bien necesario de la administración de la cosa pública, sucumben a los súcubos de la avaricia y reniegan de la honradez. Esta, la honradez, no es una cuestión de posibilidad, sino una elección.
Las piedras y los pecados, con eso de que la ausencia de los segundos provoque la presencia de las primeras, nunca se sincronizaron bien. En estos días del trueno, aunque realmente siempre, que ni son inéditos ni tampoco los últimos, vuelve a sentirse esa mala palpitación que es “legitimar” la presunta (y la que no lo es) corrupción por filiación ideológica, partidista o interés personal (o todo a la vez). Esto va de parte a parte por algunos y algunas de quienes en todo ámbito, local, autonómico o estatal, manejan decisiones y dinero público.
Hay quienes, también, en silencio, para no reavivar el recuerdo, lanzan a conmilitones (ellos o ellas), a azuzar el escarnio a los contrarios que se hayan en la estridencia del chapoteo de aguas negras. Otros u otras continúan pellizcando el pecunio de todos con relativo sigilo y la complicidad de parte de un sistema que no encuentra o no quiere encontrar la firmeza necesaria que evite en los más posible el oprobio de la gestión pública.
No hay un poder político con su control perfecto entre otras cosas porque la prensa y la verdad sufren también de cierta convulsión, como no hay un poder judicial de perfecto equilibrio; tampoco otras instituciones de profesionales no pueden gozar de la “insuperabilidad” en la corrección. Lo humano conlleva defectos, sin duda, pero sigue faltando voluntad legislativa y su aplicación para potenciar la contundencia frente a la depravación. Voluntad protectora y ajena a fines partidistas del momento, judicatura fortalecida en recursos humanos y técnicos aislada de influencias y orientación interesada y perversa, sin obstáculos que alimenten determinadas prescripciones o archivos de procedimientos con más que suficientes indicios contra la corrupción. Cuando se robe o malverse y se descubra, se devuelva y a tiempo razonablemente ágil.
El mundo está, en parte no pequeña, “en llamas” por una relativa perversión de episodios de guerra que, amparados por lo general en algunas razones que pudieron ser asumidas, termina por aborrecer lo humanitario, se aleja de la compasión y se acerca, cada día más, a la avaricia, supremacía y la descomposición. “La intolerancia, la estupidez y el fanatismo pueden combatirse por separado, pero cuando se juntan, no hay esperanza”, dijo Camus.
Ahora, lo bélico llevado los vítores de la esquizofrenia, compiten con ardor con los problemas internos de, por ejemplo, nuestro país, por una “violencia política sin cuartel” y los presuntos efluvios de su “mal proceder”, el de la política. Difícil es pensar que habría que habituarse a ello.
El hedor y su costumbre es la relativización de la ponzoña de las ratas y esto no es más que un aliciente al deterioro de la credibilidad en la imprescindible “res publica” y una injusta tendencia, pero lógica, a la creencia en que la corrupción es un desgraciado mal inevitable.