Opinión

El colapso de la involución que padece el Emirato Islámico de Afganistán





Tras la toma de poder de los talibanes en 2021 y después de una dilatada insurgencia, el contexto presente de los derechos humanos en Afganistán es crítico, fundamentalmente, para las mujeres que han quedado relegadas de la órbita pública y social. Asimismo, la terquedad del régimen talibán con un proceder autoritario y dogmático, más las arremetidas terroristas, la crisis económica y una situación de fluctuación ponen contra las cuerdas la seguridad del pueblo afgano. En atención a uno de los Informes del Relator Especial de Naciones Unidas sobre la realidad de los derechos humanos en Afganistán, el quebrantamiento sistemático de éstos, particularmente de las mujeres y niñas, se ha agudizado todavía más y las libertades públicas esenciales como la reunión y asociación pacífica, o la libertad de expresión, el derecho a la vida y la protección contra los malos tratos, se comprimen de manera acusada. En la esfera interna, la Dirección General de Inteligencia y el Ministerio de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio se han erigido en los principales instrumentos de represión social. También, los representantes han restablecido los suplicios de hudud y qisas, o séase, primero, los castigos más severos punibles incluso con la muerte y, segundo, el castigo de retribución en especie que sigue el principio del ‘ojo por ojo’, lo que desenmascara el regreso a las políticas implacables de 1990. Estas fórmulas violentas están dedicadas taxativamente a amputar las libertades de las comunidades, y muy especialmente, la figura de la mujer que queda apartada claramente de la educación secundaria o universitaria. A la par, se les imposibilita la amplia mayoría de las tareas retribuidas, incluso su encaje en organizaciones humanitarias, excepto en atención médica y educación, todo ello con derivaciones demoledoras. Por otro lado, el Informe de Naciones Unidas revela los excesos perpetrados contra los grupos étnicos Hazara, Shia, Sufi y Sik, así como la condición totalitaria del aparato del poder del régimen talibán que apenas posee tolerancia para la diferencia y digamos que ninguna para la disidencia con connotaciones auto excluyentes. Ni que decir tiene, que el liderazgo talibán, preferentemente pastún y con gran proyección del consejo religioso de Kandahar, con atribución para revocar las determinaciones del gabinete en Kabul, queda distante de cualquier tentativa de constituir un régimen inclusivo, donde al menos tengan algún protagonismo actores de cada una las minorías políticas, religiosas y étnicas; y, sobre ese fundamento político para salvaguardar la reconciliación social. Al mismo tiempo, los talibanes han dispuesto una serie de directrices represivas y de rigurosa censura contra los medios de comunicación y los más detractores con el régimen, en muchas circunstancias con técnicas atropelladas y despiadadas. Del mismo modo, la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) destacó en su Informe un sinfín de arrestos arbitrarios, torturas y ejecuciones sumarias de ex agentes de seguridad, incluyéndose personal de seguridad perteneciente al gobierno anterior o integrantes, así como seguidores del autodenominado Estado Islámico Provincia de Khorasan (ISKP). Otra variable interviniente que refleja el difícil escenario por el que transita Afganistán forma parte de la economía, que pendía primordialmente de la asistencia internacional para el desarrollo, en este momento se ha visto extremadamente afectada por las brechas de la asistencia económica de los donantes, lo que ha originado una crisis financiera que amenaza con llevar al país al derrumbe. Si bien, a lo largo de la historia se ha considerado a Afganistán como un estado inconsistente y agitado, acomodado estratégicamente entre las altiplanicies de Asia Central, la meseta de Irán y el valle del río Indo, más allá de la debilidad de su equilibrio interno por la aspereza de las múltiples etnias que residen en la región, por antonomasia, uno de los mayores componentes desestabilizadores que le ha amenazado históricamente han sido las intrusiones e intereses de otras potencias circundantes dentro de sus límites fronterizos.

"Esta es la imagen impactante de una tierra en el mismo corazón de Asia que en su día nos identificó a grandes rasgos la decadencia hegemónica de Estados Unidos, pero que sumido en una espiral de adversidades y sin signos aparentes de mitigarse, dice ser Afganistán"

Desde su comienzo como nación políticamente independiente en 1747 y con unos frontispicios que no fueron concluyentemente instituidos hasta mediados del siglo XX, diversos imperios han pretendido coger las riendas de Afganistán al contemplarlo un territorio crucial en sus políticas expansionistas. Buen ejemplo de ello lo evidencia la pugna sostenida entre Gran Bretaña y Rusia en una competición por el dominio regional distinguido como ‘el Gran Juego’. En esta dirección, la conmoción y las inestabilidades que han acentuado el entorno de Afganistán en los últimos tiempos, dan la sensación de conservar más relación con estas penetraciones foráneas y sus resultados, que con la propia naturaleza del pueblo afgano o los muchos desencuentros y colisiones entre los diversos grupos étnicos que lo constituyen. Con todo, supuestamente lejos de cualquier atracción expansionista propia, la irrupción de las fuerzas norteamericanas en Afganistán en el año 2001 acontecía en el marco del combate de Washington contra el terrorismo. El régimen talibán que había llegado al poder en 1996 se hallaba ofreciendo amparo al entonces líder de Al-Qaeda y principal responsable del atentado del 11S, Osama bin Laden (1957-2011). Por ello, desde aquel instante y en el intervalo de las siguientes dos décadas, las tropas estadounidenses se establecieron en el país para concentrar sus esfuerzos en la lucha contra los talibanes y el grupo terrorista Dáesh. Durante estos veinte años, Estados Unidos consignó más de 80.000 millones de dólares al conflicto de Afganistán, siendo testigo del nombramiento democrático de tres presidentes de la transición política desde el Emirato hacia la República Islámica de Afganistán, y como no, de un progreso escalonado en la salvaguardia de las libertades y los derechos humanos. Sin embargo, de acuerdo con el pacto conseguido por el ex presidente Donald Trump (1946-76 años) en 2020, el 30/VIII/2021, partía desde el aeropuerto de Kabul el último avión C-17 norteamericano que aún quedaba. Todo ello, a cambio del compromiso de que ningún grupo terrorista maniobraría y actuaría nuevamente en Afganistán, poniendo el punto de mira en el grupo Al-Qaeda. Desde entonces, la cadena de acaecimientos que reportaron a los talibanes a lo más alto se precipitó y en cuestión de pocas semanas, los delegados y las fuerzas de seguridad afganas desprovistas y desconcertadas por motivos de la corrupción y los altercados internos, cedieron ante la acometida del grupo islamista ultraconservador. Muy pronto, otro Gobierno de corte íntegramente islámico radical ya se había incrustado hasta reinstaurarse el Emirato Islámico de Afganistán al que las fuerzas estadounidenses pusieron fin en 2001. Pese a que los apremios internacionales requirieron a los talibanes la plasmación de un equipo de Gobierno inclusivo en el que se sumasen las mujeres y los representantes de otros grupos étnicos no pastún, la etnia a la que corresponden los talibanes y la más significativa dentro del espacio afgano, el Ejecutivo restituido quedó al margen de llevar a término las encomiendas convenidas. Así, a pesar de que este Ejecutivo intentó fraguar un cuadro más progresista y moderado que sus antecesores en el régimen de 1996, lo cierto es que la ratificación de su circunscrita del islam, la prescripción de la Sharía y las persistentes acusaciones sobre transgresiones de los derechos humanos, a la vista de todos no ofrecían ningún rastro de ese hipotético cambio. Esto ha inducido a que Afganistán haya tenido que contrarrestar diversas sanciones aplicadas tanto unilateralmente como de forma combinada, en materia económica, política y diplomática. Un correctivo que procuraba exigir a los talibanes a no incumplir los derechos y libertades de las mujeres y los niños y las niñas, como de las minorías. Y en la vertiente enfrentada, las autoridades talibanes han reprochado la decadencia de la crisis humanitaria a los actores occidentales. En nuestros días, Afganistán ocupa el peldaño de los principales estados emisores de refugiados con más de 2,8 millones de individuos desalojados fuera de sus divisorias, mayoritariamente, en la República Islámica de Irán, República de la India, República Islámica de Pakistán y República de Tayikistán y otros 3 millones dentro de la región. Por si esto no fuese suficiente, la actividad infantil y la venta de niñas a matrimonios acordados para garantizar la supervivencia, así como la comercialización de bebés de menos de seis meses que afiancen el sostén del resto de los descendientes, se ha convertido en operaciones repetidas entre las familias afganas. Con estos antecedentes preliminares, el entresijo que aprisiona a Afganistán se sustenta en varios ingredientes externos; entre algunos, el punto y final de la ayuda Occidental, las limitaciones externas sobre el Banco Central de Afganistán (DAB) o la crisis de liquidez masiva. Pero, igualmente, la continua sequía, así como la subida del importe de los alimentos, el combustible o la caída de los sueldos. Y es que, con más del 97% del conjunto poblacional muy por debajo del umbral de la pobreza, los afganos se sienten forzados a medidas descorazonadas como la venta de órganos o el matrimonio de niñas por dote para compensar la carencia de alimentos básicos. Sin inmiscuir, la violencia, la corrupción endémica y los conflictos armados que han arrasado las infraestructuras principales. En el recinto de la seguridad, la disidencia del Frente de Resistencia Nacional (NRF) y otros grupos de oposición al régimen talibán es deleznable y no cuenta con el respaldo tribal. En contraste, la dirección talibán afronta importantes obstáculos para reprimir la campaña de terror, con acometidas del ISKP contra colegios y mezquitas que ambiciona desencadenar una guerra sectaria en Afganistán, desmembrar a los talibanes e imposibilitar los recursos económicos externos. A pesar de ello, el régimen encara extensos retos que hacen arriesgar la estabilidad, incluso la viabilidad. El aumento exponencial de la represión contra las mujeres, las minorías y los críticos políticos, la dureza de los criterios de los talibanes más radicales de Kandahar, así como el retraimiento internacional y la inexistencia de apoyo externo, podría desembocar en una posición aún más espinosa. Una situación que empeora por la ineficacia de oponerse al chantaje yihadista de la que la urbe afgana es la principal sacrificada. Hoy, Afganistán ha de competir ante cambios grandilocuentes y digamos que para mal, tras la vuelta al poder de los talibanes. Indudablemente fuera de los focos informativos y quedando en un segundo plano por la invasión rusa en Ucrania. Pero, por mucho que se preste la máxima atención a lo que sobreviene en tierras ucranianas, Afganistán está experimentando una crisis de dimensiones colosales. El desmoronamiento del gobierno afgano y el caótico repliegue de las tropas norteamericanas, han tenido efectos catastróficos para un estado que ya se encontraba sumido en un trance. La privación de la ayuda humanitaria por parte de la Comunidad Internacional a modo de castigo al Gobierno talibán, fusionado a la complejidad reinante, la sequía, el hambre y el terremoto del 22/VI/2022 que causó el fallecimiento de más de un millar de personas, han recrudecido una crisis humanitaria en toda regla. A resultas de todo ello, tal como exponen diversas organizaciones que se afanan sobre el terreno, el vacío de una respuesta colectiva a esta crisis argumenta una desatención que abruma aún más a Afganistán. Llegados a este punto, las vicisitudes derivadas en Afganistán tras la reaparición de los talibanes son considerables. Una muestra de ello es el Producto Interior Bruto per cápita que se amplió en las últimas dos décadas, pero las proyecciones del Banco Mundial desde 2020 son calamitosas. A pesar del incremento de la ayuda humanitaria internacional, la economía afgana se ha desmoronado y la mayoría de los hogares no reciben los ingresos convenientes para satisfacer las necesidades básicas. Las dificultades económicas que devastan el país es la punta de lanza del conflicto y de la desdicha. La economía se ha visto fuertemente contraída, la producción y los ingresos se han empequeñecido drásticamente. Lo más previsible es que el paro roce el 40% y algunas perspectivas muestran a todas luces que las tasas de pobreza pueden alcanzar el 97%. En otras palabras: desde hace poco más de un año se ha generado una intensificación en el retroceso en Afganistán, que ya se venía produciendo desde la invasión soviética en 1979. Toda vez, que se constatan muchos más cambios en Afganistán que el gobierno de los talibanes ha desbocado. Retrocediendo un año y doce meses más tarde de que las tropas de Estados Unidos arribaran en Afganistán, según datos proporcionados por UNICEF, la mortandad materna se situaba en 1.600 defunciones por cada 100.000 habitantes. Y en procesamiento de datos efectuados por la ONU, en 2020, el saldo decreció a 638 muertes. Una mejoría que aunque insuficiente, se está revirtiendo con la presencia de los talibanes. Naciones Unidas ha alertado de que el conjunto poblacional de Afganistán sufre emanación o malnutrición aguda, denunciando que la cuantificación de individuos que padece hambre se ha elevado de 14 a 23 millones. Conjuntamente, esta realidad está a punto de resultar en una crisis postergada. Lo que sería deplorable porque Afganistán está junto con los estados del Cuerno de África y del Sahel, a un paso de la peor situación de inseguridad alimentaria posible. En cierta manera existen otras prioridades en las que se pone la atención, porque la atención mediática está en otro lugar y ello se hace notar, originándose una reacción inadecuada al hambre extremo que soportan los afganos. Recuérdese al respecto, que Médicos Sin Fronteras ya había prevenido de que el enfriamiento de fondos de ayuda internacional estaba menoscabando arduamente el sistema de salud, que por otro lado ya llevaba tiempo bastante atenuado y plagado de fisuras. Por otra parte, tras etapas de menor transmisión de sarampión, el advenimiento de los talibanes al poder no ha hecho más que agigantar las cifras con un brote que comenzó a reavivarse en los inicios de 2021. Para ser más preciso en lo fundamentado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha señalado que desde enero de 2021 hasta 2022 se han contabilizado más de 48.000 afectados de sarampión y han perdido la vida 250 personas. Tan sólo en el año 2022 se habían ocasionado más de 18.000 infecciones y 142 niños perecían por esta enfermedad viral. La OMS no ha tardado en apuntar que existen varios motivos que llevaron a estas condiciones deplorables. Entre algunas, la enorme cantidad de desplazados internos que escapaban de la violencia por las hostilidades entre la guerrilla talibán y el ejército de Estados Unidos incidió en la exigua cobertura vacunal. Asimismo, la alta tasa de malnutrición, el limitado acceso a los servicios médicos y los impedimentos de la población rural para adquirir una mínima atención médica. Dentro de este entramado por momentos irresoluto, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) ha alertado de la proliferación de matrimonios infantiles, una predisposición que se recrudeció fruto de la crisis epidemiológica. Como recalca el Informe de la ONG, el escenario es tan desalentador que a cambio de una dote, algunas familias no les queda otra que ofrecer sus hijas a los veinte días de nacer a futuros esposos. Esta organización refiere puntualmente que el 28% de las mujeres de entre 15 y 49 años, respectivamente, se han casado antes de cumplir los 18 años. Con anterioridad del retorno de los talibanes, la edad mínima para contraer matrimonio correspondía a los 16 años.

"Los dramas económicos, sociales, diplomáticos y climáticos que asolan este territorio, han librado la tormenta perfecta, debiendo de enfrentar una crisis humanitaria apremiante con un riesgo real de colapso sistémico en una carrera contrarreloj en el que el reto pasa por sobrevivir en el régimen talibán"

Sin embargo, como divulgó Save the Children en 2016 que tiene como objetivo consagrarse encarecidamente por los derechos de la niñez, ya se exigía a las niñas menores de ese límite de edad a casarse. Incluso antes de la oscilación política del gobierno de los talibanes, otras organizaciones ya habían reconocido cientos de matrimonios infantiles y algunos casos de venta de niños y niñas que tenían entre seis meses y 17 años. Además, como a la amplia mayoría de las jóvenes aún no se les consiente volver al colegio, la probabilidad de matrimonio infantil es todavía más permisible. A ello ha de unírsele el aspecto económico, considerablemente delicado como fondo del empobrecimiento de las familias que irremediablemente las induce a tomar decisiones inimaginables, como poner a los niños y niñas a desempeñar labores fuera de la casa o como ya se ha expuesto, casar a las niñas a una edad prematura. Los derechos de las mujeres y las niñas en Afganistán durante los cinco años que rigieron los talibanes antes de la intervención militar norteamericana, entre 1996 y 2001, fueron reprimidos. Por entonces, no podían salir de casa o estar en la calle solas, o realizar estudios, ganarse el pan con algún trabajo, intervenir en las decisiones de la comunidad política o algo tan simple como acudir por sí misma a una consulta médica. Pero, a partir de 2001, el contexto se alivió. Aunque no se confirme una orden que problematice asistir a clases de primaria, la propia clausura perjudica a las escuelas secundarias para niñas, sí que existe una maniobra ingeniosa para desincentivar que concurran. En los cursos donde se autoriza la educación para ambos sexos han de estar separados, por lo que hay muchas locales que no disponen de la infraestructura indispensable para cumplir este requerimiento. Fijémonos brevemente en los datos ofrecidos por el Banco Mundial, donde explicita que la incorporación de la mujer al mercado laboral creció desde el 15% en 2001 hasta constituir el 22% de la población activa en 2019. Pese a ello, esta tímida progresión se desvaneció en 2021 hasta estimaciones equivalentes a la de dos décadas atrás. Igualmente, la educación primaria para las niñas también pasó de inexistir al 85% en 2019. En consecuencia, los dramas económicos, sociales, diplomáticos y climáticos que, por doquier, asolan este territorio, han librado en Afganistán la tormenta perfecta, debiendo de enfrentar una crisis humanitaria apremiante y sin precedentes, con un riesgo real de colapso sistémico en una carrera contrarreloj en el que el reto pasa por sobrevivir en el régimen talibán. Además de costos inconcebibles, esta crisis humanitaria está invirtiendo muchas de los logros conseguidos de los últimos años, sobre todo, en lo que atañe a los derechos de las mujeres. De hecho, numerosos análisis empíricos demuestran que Afganistán es el peor lugar del planeta para ser mujer o niña, y el entorno se deteriora cada segundo desde que los talibanes se hicieron con el poder y prosiguen coartando sus derechos. La única solución factible es evitar dichos entorpecimientos con la seguridad de que ninguna porción de su población quede rezagada y ensamble sus fuerzas para franquear de la mejor manera posible la crisis y la catástrofe que los desborda. Esta es la imagen impactante de una tierra en el mismo corazón de Asia que en su día nos identificó a grandes rasgos la decadencia hegemónica de Estados Unidos, pero que sumido en una espiral de adversidades y sin signos aparentes de mitigarse, dice ser Afganistán.

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El Faro

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