Como Carlos Baeza (Melilla, 1962) escribió en su libro ‘La ciudad de las cúpulas’, “uno es de donde se enamora”. En su caso, parece claro de dónde es. Nació en casa de sus padres en un lugar simbólico, como se demostró posteriormente, pues vino al mundo en la calle Gran Capitán, en concreto en el dormitorio donde pasó su más tierna infancia y que daba a la calle García Cabrelles, justo enfrente –a unos 12 metros, calcula- de la Mezquita Central.
Guarda “unos fantásticos recuerdos” de aquella época, en la que, además de asomarse a la ventana y ver la mezquita, podía escuchar con claridad el sonido del muecín llamando al rezo. Es algo que Carlos asegura que tiene grabado en su “memoria virtual”. No es extraño, pues su libro es, en realidad, asegura, una visión metafórica y poética de su idea de la ciudad y en él hace alusión a tantos recuerdos, como el Rastro, el mercado ambulante, la venta de pescado y de higos chumbos, a través también de los sonidos y de los olores. La Mezquita Central se convirtió para él en algo “muy personal y emocional”, como ha reflejado en varias de sus obras.
Con un padre empleado de banca, una madre ama de casa “fantástica, estupenda y muy entregada a la familia” y tres hermanos, otra imagen de su infancia que le viene a la memoria es el colegio La Salle-El Carmen, con 40 alumnos en clase, algo inconcebible hoy en día, pero que entonces era así. La señorita Ana fue su primera mentora, puesto que, ya en párvulos, cuando Carlos tenía cuatro años, descubrió en él sus dotes como artista y su facilidad para el dibujo. De hecho, solía pasearlo por las clases “como quien enseña a un fenómeno de circo” para mostrar el buen desempeño de su alumno. Carlos siempre ha tenido a la señorita Ana como uno de sus “pilares motivacionales” en su vocación de artista.
Siempre lo elegían a él para decorar la clase o para pintar en la pizarra en los concursos de adornos navideños. Aún recuerda Carlos con orgullo que ganaron más de una vez el premio a la clase mejor decorada.
Además de unos estupendos recuerdos, conserva muy buenos amigos. De hecho, su mejor amigo, periodista, Enrique Pérez Mateo, con quien fue compañero de piso más tarde en Madrid, durante su época universitaria, proviene de la época de párvulos.
Pese a todo, no era Carlos el típico niño al uso, porque, aunque sí jugaba a la pelota con sus compañeros durante los recreos, había ocasiones en que le gustaba apartarse y quedarse dibujando en clase o en la biblioteca. Como él dice, le podían más el dibujo y la expresión artística que los típicos juegos de niños.
Nunca estuvo quieto. La familia se trasladó, cuando él tenía nueve años, a una casa en la calle Antonio Falcón, detrás de la Comandancia General de Melilla (Comgemel), mientras les construían el chalé en la carretera de Farhana. Allí salía a lo que llamaban ‘el caminillo’, que era la cancela que daba al terreno de sus padres, y más allá no había nada: ni los bloques de Lo Güeno ni los chalés. De su casa hacia el sur, hacia el monte Gurugú, no había nada. Todo era campo y Carlos salía de excursión en bicicleta con sus primos, quienes vivían al lado. “Los veranos eran azules, como la serie, y todo el día estaba en bañador y en el campo. No había absolutamente nada”, describe.
Aunque tuviera sus amigos, viviendo allí su padre tenía que recoger a Carlos y a sus hermanos en coche del colegio, porque “en aquella época vivir en la carretera de Farhana era vivir en el extrarradio”. De hecho, recuerda que, cuando querían bajar al centro, decían “voy a Melilla” como si el lugar estuviera muy lejano. Su infancia, dice, fue “como vivir en la burbuja del chalé, casi como vivir en el campo, un poco asalvajados” y a esa burbuja iban amigos, pero no hacían la vida de sus compañeros que vivían en el centro.
Pese a que él estaba a gusto en La Salle, a los 11 años sus padres optaron por una enseñanza laica y “no tan elitista como la de La Salle” y, en 1976, aunque en principio iba a ir al IES Leopoldo Queipo, al vivir donde vivía entró en la primera promoción que inauguró el IES Enrique Nieto.
Allí tuvo la suerte de que el instituto se abrió con 120 alumnos solamente, lo que, “en un inmueble sobredimensionado” para tan poca cantidad de estudiantes, sirvió para realizar “un tipo de enseñanza especial”. El primer director del centro, José María Antón, sembró en Carlos el gusto por el teatro y las artes escénicas, y allí fue decorador del grupo Concorde.
Además, se hacían actividades que no se llevaban a cabo en La Salle, como excursiones los sábados a Marruecos cuando no había valla y se podía pasar fácilmente.
En el IES Enrique Nieto terminó de construir un pilar fundamental en su vida como es su vocación por lo artístico gracias tanto a José María Antón y su hijo Chema como a Eduardo Morillas, a quien tuvo de profesor. Hoy en día su principal referente es Antonio López, a quien califica como "el pintor vivo más cotizado mundialmente y maestro de todos los realistas actuales". También durante esos años adquirió el gusto por escribir y por la literatura.
Cuando acabó el instituto, Carlos tuvo “una pequeña duda” sobre si estudiar Arquitectura o Bellas Artes. Dentro de las artes, la arquitectura, así como el dibujo técnico, es otra disciplina que siempre le ha apasionado. De hecho, más tarde trabajó como profesor de Geometría Descriptiva y también como diseñador/decorador.
El caso es que al final se decidió por Bellas Artes. Corría el año 1979 y rechazó estudiar la carrera en Sevilla porque la parecía “demasiado academicista en cuanto al programa”. Un año después ingresó en la Universidad Complutense de Madrid. Buscaba algo “más innovador” y además “las manifestaciones de la ultraderecha convivían con movimientos ‘punkies’ y con la Movida Madrileña. Si se tenía que ir de Melilla, estaba claro, quería hacerlo a Madrid.
Cuando acabó la carrera, en 1986, regresó a Melilla, una ciudad en la que los cambios no habían sido sólo “físicos”, sino que coincidió con la época de las manifestaciones por los derechos de los musulmanes comandadas Aomar Dudú. Había pasado ya el intento de golpe de Estado de Tejero y se estaba acabando la Transición.
“La sociedad había cambiado y parecía que salía de una especie de letargo”, cuenta Carlos, quien piensa que anteriormente en la ciudad autónoma se vivía en una “monotonía social” y daba la impresión de que todos los días eran iguales.
Ya de vuelta, al principio Carlos trató de vivir de su pintura, su arte o la plástica, pero no le resultó sencillo y optó por aparcar los pinceles y dedicarse al diseño. Realizó el logotipo del Hospital Comarcal y los del V Centenario y trabajó en la decoración del Bunker Bank, “un lugar mítico de la movida melillense”, o La Cervecería. Asimismo, colaboró con el actual presidente de la Autoridad Portuaria, Manuel Ángel Quevedo, en su estudio de arquitectura, por ejemplo, en la remodelación del puerto deportivo.
Esa época terminó cuando Carlos conoció a su mujer y, con el empuje de su cuñada, probó suerte en la enseñanza, que también le atraía, y pronto se la abrieron las puertas de la Escuela de Artes Aplicadas, lo que hoy es el Miguel Marmolejo. Al año siguiente se sacó las oposiciones para Secundaria y en 1989 volvió al IES Enrique Nieto, donde, durante 34 años –hasta que se jubiló el año pasado-, fue el jefe del departamento de Dibujo y Artes Plásticas.
Melilla en color sepia
Aunque a Carlos le resulta difícil escoger entre la Melilla de entonces y la de ahora, pero, si se tuviera que quedar con una, sería la Melilla que intenta plasmar en sus obras. De hecho, recuerda que ‘La ciudad de las cúpulas’ no es sino “una especie de álbum de fotografías antiguas que intentan transportarte a esa Melilla” que él añora. Se trata de una Melilla, dice, que se “ha robado, o vetado, a la ciudadanía”. Era también, anota, “una Melilla decadente que quizás no querríamos ahora que tenemos una Melilla cómoda, con buenos servicios y que te ofrece más expectativas”. Visto así, parecería que habría que elegir la ciudad actual por su “pujanza”, pero él siente a veces que ese progreso le ha quitado el encanto a la ciudad que él añora, “una Melilla que vivía como aletargada, donde no había problemas”, donde los escaparates de la Avenida Juan Carlos I Rey no estaban copados por franquicias.
“Era esa otra Melilla que añoro, una Melilla desconocida y misteriosa”, insiste, si bien admite que “la memoria nos lleva a recordar que los tiempos pasados siempre fueron mejores y probablemente no lo fueron”.
Sin embargo, Carlos tiene esa idea de una Melilla en color sepia como en sus obras. Como en aquellos años cuando, concluye, “pasar a Marruecos era pasar la frontera hacia otros paisajes y hacia la convivencia con otra cultura, que tenía un encanto que ahora se nos ha vetado”.
Como prueba de su amor por la ciudad y de lo que ha hecho por ella, además de su obra, queda la Medalla de Oro de la Ciudad, que le fue concedida en 2022, un reconocimiento que Carlos, como buen melillense, se siente “muy orgulloso y agradecido”.