Me encanta Italia. Su pintura, sus poetas, su idioma, su historia, sus calles. Mi luna de miel fue por todo el país, desde Milán hasta Pompeya, en unos días lluviosos, como suelen ser los noviembres italianos. Meses después regresamos a mi amada Florencia, en un julio canicular y bajo un resplandeciente sol que parecía competir con las maravillas que albergaba la Galería Uffizi. Pero si hay una imagen que se me quedó grabada para siempre fue un paseo nocturno por el Ponte Vecchio, con las aguas del río Arno salpicadas por la pequeña luz de cientos de luciérnagas revoloteando. El Ponte Vecchio, además de ser tan mágico y bello, tiene una gran historia. Importante arteria comercial, hogar de joyeros y orfebres, pasarela para artistas callejeros, el puente de piedra más antiguo de Europa ha sufrido durante siglos las crecidas del río y los embates de las guerras. Pero ahí está. Ahí sigue. Resistiendo. Y en mi recuerdo, iluminado por unos seres tan pequeños. Aunque imborrable para mí, aquella imagen tuvo lugar hace ya muchos años, cuando nadie podía entonces imaginar lo que iba a ocurrir en marzo de 2020.
Somos una sociedad que desaprende
El sábado 14 de marzo el presidente de nuestra nación compareció para comunicar la declaración de Estado de Alarma con el fin de hacer frente a la emergencia sanitaria por la COVID-19. Tres días antes, el director de la OMS decretó el estado de pandemia. La palabra pandemia viene del griego pan, “todo”, y de demos, “pueblo, comunidad”. Estábamos, pues, bajo el yugo de una enfermedad mundial, pero que, paradójicamente, no iba a afectar a todo el mundo por igual. La COVID-19, esa extraña enfermedad que había comenzado en un país muy lejano a finales de 2019 pero que ya tenía virulentamente asediada a nuestra vecina Italia a principios de marzo, fue a la vez causa y consecuencia del cierre de nuestras escuelas. En Melilla, la medida preventiva se tomó en el mediodía del jueves 12 de marzo. Luego vinieron las largas semanas de confinamiento, el tedioso aislamiento, el miedo avasallador y un pegajoso pigmento de tristeza que vino a coincidir con ese cielo plomizo, aplastante y encapotado que solemos sufrir en Melilla por nuestro tiránico levante. Hoy parece que nadie recuerda bien aquellos grisáceos días, a tenor de la inconsciencia con que se comportan muchos melillenses.
El salto de la disciplina ejercida por papá Estado a la responsabilidad individual de los libres ciudadanos ha sido un salto al vacío. Ya se intuía durante las fases de desescalada, con el incumplimiento más o menos minoritario de las normas de seguridad (¿me creerán si les digo que me llegué a cruzar con un antiguo compañero jubilado paseando en las franjas horarias que no le estaban permitidas?; ¿coinciden conmigo en que se rompieron bastantes veces la distancia de seguridad y el número de personas reunidas?; ¿es necesario repetir la preocupante ausencia de mascarillas incluso antes de que llegara la “nueva normalidad”?). Pero después, en estos dos meses de julio y agosto, gran parte de la ciudadanía melillense ha venido a demostrar la teoría del psicólogo y neurocientífico Harris Cooper (2010): que desaprendemos en verano. Ha habido un incumplimiento vergonzoso de las recomendaciones sanitarias. Ha habido una insolidaridad escandalosa. Ha faltado, también debemos decirlo, mucha más firmeza en la vigilancia de esas normas y mayor contundencia por parte de quienes deben tomar impopulares pero perentorias decisiones por el bien de la ciudad. La sociedad melillense merece un suspenso.
La lección más importante
Pero, sobre todo, ha faltado una contundente, persuasiva y reiterada campaña de concienciación para jóvenes y no tan jóvenes, para menores y familias, para empresas y consumidores, para fiesteros y transeúntes. Han sobrado normas inservibles, tumbadas bochornosamente por los juzgados, y ha faltado más pedagogía. Porque ha quedado patente en Melilla que la estrategia de ordenar, imponer y sancionar no ha funcionado. A la ciudadanía hay que (re)educarla con criterio y sensatez para que pueda tomar buenas y sabias decisiones libremente. Para que así pueda entender las normas y cumplirlas motu proprio, y no por miedo a ser multados. Para que no desaprenda. Pero este verano hemos desaprendido porque nos ha faltado educación.
Y ahora que debemos llevar una estricta disciplina higiénico-sanitaria en nuestras escuelas (como en todos los países que han procedido al inicio del curso, como debería regirse por sentido común), ponemos el grito en el cielo. Desde la histeria interesada ideológicamente hasta el miedo sincero de unos pocos responsables, pasando por el pánico de quienes han contribuido a la irresponsabilidad. Y se tiene pánico y miedo porque la importante lección que habíamos aprendido durante el confinamiento la hemos desaprendido. También es verdad que hay quienes han utilizado sus distintos púlpitos audiovisuales para parasitar en esos miedos, en vez de usarlos para concienciar responsablemente a la población. No han ayudado en nada, no se engañen. Supongo que el tiempo nos irá informando de su grado de culpabilidad.
Melilla, que había aprendido poco, ha desaprendido. Y ahora nos toca a los docentes educar a su ciudadanía más joven en la lección más importante: el aprecio por la vida propia y el respeto a la vida ajena. La lección más importante y la más difícil de entender, por lo que vemos. Aunque, afortunadamente quienes sí somos docentes, quienes sí estaremos dentro de las aulas, quienes sí nos formamos y nos preocupamos por la educación, tenemos esa capacidad para enseñar la gran lección. Tenemos la capacidad para (re)educar. Somos capaces de enseñar las lecciones vitales de salud y seguridad. Pero la responsabilidad moral, legal y social, esa que se debió proteger tanto por autoridades públicas como por individuos singulares, esa no nos corresponde a los docentes. Como tampoco vigilar qué ocurre fuera de nuestros centros, en las calles y en cada casa. Tengo la inquietante impresión de que este curso académico tendremos también que explicar los conceptos dentro/fuera y el significado de la palabra “redada” para no caer más en el catetismo demagógico.
El cierre de las escuelas y su impacto en la educación
La teoría del desaprendizaje parte de la premisa de que el alumnado de rentas medias reduce hasta un tercio su aprendizaje anual, mientras que el alumnado de rentas más bajas lo reduce a la mitad. Es decir, que lo enseñado en 9 meses es perdido en 2 para estos sectores desfavorecidos. El cierre de las escuelas por la pandemia puede llegar a tener un efecto incluso más devastador que el desaprendizaje veraniego. Según la Fundación COTEC para la Innovación como Motor de Desarrollo (2020), el impacto del cierre de las escuelas es mayor en alumnado de edades más tempranas, lo que tendrá graves consecuencias sobre la equidad del sistema educativo. El impacto que ha tenido el cierre de las escuelas en nuestra ciudad requiere de un estudio denso, riguroso, con perspectiva múltiple e interinstitucional; que contemple todas las aristas sociales, que sea científico y humanístico, cuantitativo y cualitativo; y, por supuesto, que cuente con el respaldo y el compromiso de las administraciones educativas. Debemos hacerlo.
La pandemia, que es mundial, no afecta por igual a todo el mundo. Como señala UNICEF en su informe “COVID-19: proteger la salud en las aulas” (2020), el cierre de las escuelas por la pandemia ha provocado una gran brecha en el principio básico de la equidad: diferencias en el ritmo de aprendizaje, desigualdad educativa por brecha digital, gestión emocional desequilibrada, preferencia por la finalización del curso, currículos sin completar, etc. Bajo el Estado de Alarma nos centramos más en la acción inmediata y en las brechas visibles, pero no estábamos en disposición de ver el abismo invisible al que muchos ahora no saben responder: el mundo entero ha cambiado y la educación, por tanto, ha de cambiar con él. El brote epidémico tiene múltiples impactos sobre la educación: absentismo escolar (por miedo de las familias a llevar a sus hijos, presión sobre adolescentes para que ayuden en casa), estrés y ansiedad en el alumnado, abandono escolar, bajas médicas del profesorado, impacto emocional en el personal docente, sobrecarga de trabajo, problemas de conciliación... La Fundación ANAR ha llamado la atención del significativo incremento de violencia y maltrato infantil durante el confinamiento. Los docentes y equipos de orientación de las escuelas permiten la detección de este tipo de casos y activar los protocolos pertinentes. Con las escuelas cerradas, esta acción resulta muy complicada, quedando este alumnado desprotegido. En su último documento, “COVID-19: reimaginar la educación”, UNICEF recomienda que debemos aceptar la situación de emergencia educativa y que, por muy duras que sean las circunstancias, la educación no puede detenerse porque forma parte del proceso de recuperación de los países y de las personas en condiciones más vulnerables. Tenemos que proteger el derecho a la educación garantizando al mismo tiempo el derecho a la salud. Porque la educación, pese a todas sus limitaciones y carencias, es un puente que puede salvar brechas sociales. Es un puente que salva a nuestro alumnado.
Las brechas digitales
Ahora, la brecha digital es “tendencia”: todo quisque habla de ella. Qué tendrá la brecha que a todo el mundo fascina y a todo el mundo enamora. Pero la hoy tan nombrada brecha digital y su relación con las situaciones de exclusión y pobreza no sería reconocida política y estatalmente hasta que en 2013 fue incluida en el Plan Nacional de Acción para la Inclusión Social 2013-2016, dedicándole solo un corto espacio (págs. 72-74 del documento). Asimismo, la Estrategia Nacional de Prevención y Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social 2019-2023 también contempla actuaciones destinadas a la dotación de recursos tecnológicos y el fomento de las competencias digitales. Como dice un buen amigo mío, esto que parece tan bonito en un papel al final se queda todo en un “paluego”. Pero la COVID-19 vino a sacar las vergüenzas de nuestro sistema educativo nacional, nutridas durante muchísimos años y por gobiernos de todos los colores. En Melilla, concretamente, lo que todo el mundo ya sabe y que se ha convertido en trillada perorata de grupúsculos rivales (que, en un alarde de escasa imaginación y nula empatía, tampoco contribuyen aportando solución alguna): ratios elevadas, infraestructuras insuficientes, fracaso escolar, lentitud burocrática, y todo el rollo que le sigue. Pero la ahora archiconocida brecha digital, ignorada hasta el momento, hizo su aparición estelar en plena pandemia (¡tachán!) cual diva hollywoodiense en alfombra roja. Porque la COVID-19, y esto tenemos que admitirlo sí o sí, ha sacado también nuestras vergüenzas digitales a flote, no solo las que competen a los poderes públicos, sino a su vez las de los sujetos individuales, quienes íbamos dejando todas estas cosas tan importantes para después, para cuando se pueda, para más adelante, esto es, pá luego.
Existen muchos estudios acerca de la brecha digital y sería imposible poder citarlos todos aquí. Tampoco hay unanimidad en cuanto a su definición, aunque se intuye más o menos lo que es. Se trata de la separación o diferencia entre personas en el acceso y utilización de los recursos tecnológicos, quedando excluida de la sociedad (y sus ventajas) la población con rentas más bajas. Sin embargo, para entender bien el problema, debemos distinguir tres brechas digitales (Fernández Enguita, 2016):
Brecha de acceso: no solo implica tener o no conexión a Internet; también depende del número de dispositivos electrónicos en casa y la disponibilidad de los mismos por distintos miembros de una familia; esta brecha depende del nivel socioeconómico;
Brecha de uso: no todo el alumnado y sus familias están familiarizados con el manejo y aprovechamiento de los recursos digitales, una desigualdad debida a causas culturales y socioeconómicas;
Brecha escolar: también llamada brecha previsible, “la que podría haberse evitado”, la que afecta a las habilidades y capacidades del profesorado para adecuar e integrar los recursos digitales en el aprendizaje.
Según el Informe PISA 2018, la tenencia de dispositivos por parte del profesorado era muy elevada (entre 55% y 75%), en detrimento del desarrollo de sus habilidades y capacidades tecnológicas (entre 35% y 50%). Todo esto indica que una mayor dotación, distribución y gestión de recursos tecnológicos es muy necesaria, pero no es condición suficiente para mitigar la brecha digital (Gortazar y Moreno, 2020). Porque lo que tenemos en España (y, sobre todo, en Melilla), no es una brecha, sino un desgarro descomunal. Antes del estallido COVID, la encuesta realizada por la Comisión Europea sobre las TIC en educación (Second Survey of Schools: ICT in Education, 2019), concluía que la dotación de equipamientos digitales en los centros europeos (y españoles) estaba siendo elevada, pero al mismo tiempo subrayaba que en nuestro país el aprovechamiento y buen uso de los mismos es muy limitada. Según el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE), es preciso que el profesorado confíe en estas herramientas y reciba la formación adecuada, al igual que el alumnado, en competencias digitales, y que los centros apuesten por entornos virtuales de aprendizaje.
Alfabetización digital en tiempos COVID
La brecha escolar ya no es solo una cuestión económica. Parece que aún no se comprende que los dispositivos y recursos digitales no son meras herramientas invitadas a la fiesta educativa. La adopción integral asusta porque no solo modifica el ecosistema educativo, sino que lo altera por completo. Pese al avance tecnológico generalizado, aún hay una notable resistencia por el esfuerzo que supone el cambio (Fernández Enguita, 2016). Pero así ha sido siempre: Sócrates (vía Platón) se oponía a la escritura; escribas y copistas recelaron de la imprenta; los defensores del plumín criticaron al bolígrafo y el rotring. La tiza se asustó del CD. Se procedió a la digitalización de lo que ya teníamos (libros de textos, diccionarios en línea, webs escolares, correos electrónicos). Pero el aprendizaje virtual (multimedia y transmedia) aún no ha conquistado plenamente el ecosistema educativo. Nos resistimos a los cambios, por miedo y desconocimiento.
Teniendo en cuenta la situación pandémica nacional (y local) y las directrices dadas por la administración educativa, es urgente establecer un puente que salve esta brecha. No basta solo con que los centros educativos elaboren un plan B (enseñanza virtual para casos de alumnado en cuarentena) y un plan C (enseñanza virtual para situación de confinamiento y cierre de escuela). La UNESCO, en su documento “Marco para la reapertura de las escuelas” (2020), propone el modelo combinado de aprendizaje con horarios parciales y aprendizaje virtual complementario porque nos prepara para situaciones de emergencia. Necesitamos incorporar un Plan de Alfabetización Digital que, al menos este año, vaya en paralelo con el Plan de Contingencia de los centros y en consonancia con la priorización curricular. En mi opinión, todas las materias, planes y proyectos de los centros deberían ahora supeditarse al “tema COVID” y a la alfabetización digital. Las administraciones, por su parte, deben fomentar más la formación de competencias digitales del profesorado, que es de lo que más carecen si nos fiamos de los informes oficiales. Cuando escucho las peticiones de dispositivos electrónicos para docentes, me invade una tremenda vergüenza ajena. Quienes necesitan ahora mismo todos los recursos son el alumnado y sus familias. No cabe debate en esto. Asimismo, considero prioritario que las familias, a través de las AMPAS, reciban también formación, orientación y apoyo en habilidades digitales, en colaboración con los consejos escolares y respaldadas por las administración educativas. Solo así podremos construir un puente. Un puente resistente para Melilla.
La educación es un puente
Porque la educación es un puente. Tiene el valor de la compensación social. Aunque haya momentos de confinamiento temporales y parciales (medida tomada por muchos países), la educación debe continuar porque sirve como marco protector para infantes y adolescentes. Una escuela abierta es, además de centro de aprendizaje, un lugar de intercambio social, de enriquecimiento cultural y de juego, de protección y apoyo. Una escuela abierta, y cito a UNICEF, es “un punto de coordinación y liderazgo de la comunidad”. Melilla: toma nota. Pero obviamente esto implica una planificación excepcional. Las distintas fuentes que he consultado este verano (europeas, estadounidenses y alguna asiática), todas aconsejan la presencialidad (Loeb, 2020), al menos en un formato mixto o combinado (Darling-Hammond, 2020; Levinson, 2020; Low y Tam, 2020; Melnick, 2020; Trujillo, 2020). Así no solo se garantiza la reducción de ratios y la distancia de seguridad, con la consiguiente reducción de riesgo de transmisión (Viner, 2020), sino que permite también una evaluación diagnóstica y un ajuste curricular más específico, a la par que se crea un marco adecuado para el desarrollo de las competencias digitales. Como reportan Melnick y Darling-Hammon (2020), en su estudio sobre medidas de salud y seguridad en China, Taiwán, Dinamarca, Noruega y Singapur, hay tres pautas fundamentales para la reapertura segura de escuelas en el contexto de la pandemia: higiene y limpieza, distancia de seguridad las medidas higiénico-sanitarias y educación combinada o semipresencial (física y virtual). Y en esos países, cuando ha habido contagios, porque los ha habido, ha sido clave la rápida reacción de cierres temporales y la respuesta educativa digital.
Porque tenemos que asumir que el riesgo cero es una quimera. Y tenemos que asumir que este curso académico se va a caracterizar por periodos de cierres y reaperturas intermitentes, como está ocurriendo en todo el mundo. Pensar que eso en Melilla no va a suceder es una postura irresponsable, insensata e inmadura. De nosotros y nosotras depende comportarnos como una sociedad con la madurez que necesita nuestro alumnado, niñas, niños y adolescentes. Porque sin la colaboración de todas las partes será muy difícil que nuestro puente, la educación, siga en pie como lo ha conseguido el Ponte Vecchio, que ha resistido embates y golpes durante siglos. Así que ya es hora de que unos tomen en sus despachos las decisiones que les corresponden y que otros aprendan ya la lección más importante en sus casas. Y cuanto antes, mejor.
Mientras tanto, los docentes -y así nos veo-, como pequeñas e insignificantes luciérnagas, estaremos iluminando nuestro puente para que nuestro alumnado pueda cruzarlo con el menor número de brechas que esté en nuestras manos.