Opinión

El avance rojigualdo ante la insaciable e inexpugnable rebeldía bereber

Cabalgaban aquellos trechos tortuosos de septiembre de 1921, en los que, una y otra vez, los cañones de las ‘Fuerzas Tribales Rifeñas’ no dejaban de desbocarse. En paralelo, se acumulaban unidades peninsulares, materiales y municiones para emprender las operaciones de reconquista, que más bien, estaban deseosas de resarcir los agravios recibidos y dar cristiana sepultura a cuantos cuerpos permanecían insepultos devorados por el sol de justicia africano, en una guerra que sin complejos manejaba la complicidad de la persuasión, intimación y represión.

Por aquel entonces, los soldados hispanos salvaguardaban la línea avanzada de la Zona Oriental de Melilla, en una sucesión de pequeñas posiciones fortificadas llamadas ‘blocaos’, que, a su vez, quedaban guarnecidas por un pelotón o sección, valorando su alcance de cara a la estrategia y por entero aisladas, en lo que atañe a un área que parecía estar dispuesta a caer en las insensateces de la condenación.

Entre tanto, estos hombres dispuestos de voluntad, arrojo y gallardía, se comunicaban de día a través del heliógrafo y en horas nocturnas con estelas lumínicas emitidas por lámparas de campaña modelo ‘magín’. Obviamente, dadas las coyunturas caprichosas de las oleadas indígenas, siempre amoldadas a sus habilidades y artimañas que le hacían ser amo y acreedoras de la iniciativa guerrera con sus planes proverbiales de hostigamiento, la edificación de estos blocaos no podían ser más básica: en su frontal, una casamata de sacos terreros entibados para impedir derrumbes y reforzados por alambradas de metro y medio de elevación y, en algunos contextos, la puesta en escena de un sencillo blindaje con troncos, ramas, etc.

En ocasiones, con una cubierta excesivamente deleznable, figuraba una lámina ondulada de cinc, que, en breve era suprimida por sus huéspedes eventuales, con motivo de las altas temperaturas que al recalentarse en las horas punta del día, castigaban a más no poder con los rayos abrasadores a plomo dirigidos al interior del minúsculo habitáculo.

Con estos mimbres, a raíz del ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921), emergió un sentimiento propio y de necesidad inmediata orientado a realizar innovaciones y mejoras, demandando otras armas, técnicas y destrezas. Para ello, se impuso una estratagema de desgaste y destrucción de objetivos civiles y militares, contra el primer foco independentista en la región y uno de los ejércitos modernos más precoces del universo musulmán: los rifeños.

En cierto modo, era inexcusable permutar en el ideal operativo aplicado hasta ese momento, ante una resistencia nativa traducida en un pragmatismo militar sin precedentes: la ‘guerra de guerrillas’.

Porque, la configuración castrense norteafricana, estuvo empeñada de combatientes derivados de la ‘Primera Guerra Mundial’ y de los desertores o licenciados de las ‘Tropas Coloniales Indígenas’ de procedencia francesa y española, que disponían de algún adiestramiento y vertebraron las harcas rifeñas.

Tal es así, que la evidencia de la metamorfosis en la organización de la resistencia anticolonial se distingue en las formas de hacer la guerra, tanto en el plano estratégico, como en la conexión de las ofensivas en flancos, prácticas de distracción, repliegues, etc., como a ras de la táctica, con especial resonancia en el manejo de la lucha defensiva y el levantamiento de trincheras y fortificaciones. E indiscutiblemente, la tenencia de una importante cantidad de enseres e instrumentos bélicos, llámense: ametralladoras, fusiles de retrocarga, granadas, dinamita o alambre de espino, que voltearon el desenvolvimiento de la acción individual y colectiva.

“¡Esa era la contraseña codiciada por los rifeños!, que desenfundaran las gumías como una daga algo encorvada, tocando a degüello, mutilando y destripando a su libre albedrío. ¡Jamás, en la historia de la guerra y en medio de lo irracional, se causó tanta ignominia!”

Además, se combinó la adaptación de metodologías del combate autóctono o, al menos, una asimilación en los procedimientos occidentales. Me explico: el hostigamiento enraizado de pequeñas partidas de guerrilleros aislados y en constante movilidad, se armonizaron con la adopción enconada de posiciones contempladas como vitales y el bloqueo o sitio de las empalizadas.

También, el despliegue en los métodos de resistencia armada de los rifeños ante las potencias coloniales, empujó al lado español que adoptara determinadas fórmulas indicativas que desentrañaba empotrarse en una espiral de violencia proveniente de bombardeos indiscriminados, o resarcimientos, mediante la razia como herramienta punitiva preponderante en la demarcación insurgente o el manejo de gases asfixiantes.

Ni que decir tiene, que detrás de estas variables intervinientes se concatenaron la mezcolanza de factores, como la percepción convulsionada del contendiente y de las pericias que éste materializaba, los niveles de violencia que empleaba el contingente español, o el fiasco de una colonización parsimoniosa, improductiva y sin apenas apoyo en la opinión pública.

A todo ello, no ha de inmiscuirse, la enorme complejidad geomorfológica claramente inhóspita y con falta de rutas o atajos de penetración, yuxtapuesto a la severidad climatológica y la carencia de recursos hídricos estables, hacían que las acometidas en el Protectorado estribasen en el componente estacional, puesto que una amplia mayoría de sectores montañosos eran infranqueables en el ciclo de temporales y nevadas, con el inconveniente de atravesar itinerarios encenagados.

Ahora, de lo que se trataba era segmentar las fuerzas, cristalizar avances disponiendo de blocaos dispersos y a duras penas enlazados, efectuar acometimientos esporádicos, etc. Asimismo, se proyectó el automatismo de las unidades móviles interrelacionadas, llamadas a establecerse en un terreno como el indicado y acometiendo por los flancos hasta envolver al adversario.

Y, es que, en la memoria de la época, perduraban escenas amargas, como el hedor de los cadáveres de hombres y bestias, que indescriptiblemente jalonaban algunos de los recorridos más quebrados, pudriéndose al calor y en los que no quedaba otra que taponarse la nariz con algodón impregnado en yodo. Amén, que el rival escaldado y vigilante a sus pretensiones, impedía que se excavaran zanjas para enterrarlos; como tampoco se disponía de material para incinerarlos. Si bien, se sospechaba que, en caso de materializarse alguna inhumación, el humo los delatase con un posible asalto.

Pero, con anterioridad a los antecedentes puntualizados y días después del ‘Desastre de Annual’, uno de estos blocaos denominado ‘Dar Hamed’, emplazado entre la Segunda Caseta designada el Atalayón y Sidi Ahmed el Hadj, o séase, en las faldas del monte Gurugú, resaltaba por ser el peor de los situados en este enclave territorial, pero de capital trascendencia para la salvaguardia de Melilla, así como para la protección y seguridad de las unidades que habían de emprender la marcha para los relevos de las guarniciones y cubrir las avanzadillas, envolviendo el frente del barranco de Sidi-Musa y afianzando la travesía de la carretera de Nador.

De ahí, que este punto neurálgico se erigiera en uno de los objetivos preferentes de los moros rebeldes, que continuaron su implacable progresión a sangre fría, degollando a base de gumía a todo contrincante que encontraba a su paso.

A resultas de todo ello, catalogar como ‘blocao’ este efímero espacio defensivo como ‘Dar Hamed’, iba a ser demasiado generoso, dado que las referencias constatadas lo muestran como un conjunto de piedras y sacos terreros con aspilleras o troneras, rematado por unos simples tablones y una alambrada que lo ciega.

A ello ha de añadirse, la cuantificación de individuos fallecidos a lo largo y ancho de los meses de su custodia, así como las infames circunstancias por las que hubieron de desfilar para preservar su conservación, lo encumbraron para que se ganase un curioso apelativo: el ‘blocao de la muerte’ o ‘blocao malo’.

Era más que predicho: en cualquier milésima de segundo, el fuego enemigo con impronta rifeña, cañoneado y poderoso, era dueño y acreedor de aquellos montículos y recuestos, que en los altillos bordeaban el emplazamiento donde yacían las tropas españolas, preparadas para una dura lucha cuerpo a cuerpo y hasta el último soplo de vida.

Simultáneamente, las descargas cruzadas, virulentas y letales, complicaban, por no decir, poco más o menos, que inverosímil, algún conato de aproximación al fortín para el relevo de hombre a hombre, hasta el extremo de tener que arrastrarse por un tramo impracticable, salvaje, escabroso y despeñado, para deslizarse y contonearse por las depresiones y salir en la misma forma, diseminados a la carrera y con riesgo de ser inmediatamente fulminados.

Con lo cual, el entorno trazado en tierras africanas, reflejaba la paradoja de lo que verdaderamente ofrecían los planos, porque la expansión apresurada y lo conquistado hasta ese momento, no congeniaba lo suficiente para el ensamble simétrico de los blocaos y asentar un dibujo apropiado de agua en la franja, ante un competidor que aglutinaba en sus filas entre tres mil y seis mil componentes con fusiles adquiridos de contrabando a los franceses como el ‘lebel’; o substraídos, el ‘máuser español’; o comprados, el ‘remington norteamericano’.

Dicho esto, no son pocos los analistas e investigadores que coinciden en apuntar, que el General de División Manuel Fernández Silvestre (1871-1921), Comandante Jefe de la Plaza de Melilla, decidió reanudar de inmediato el avance del Ejército español; quizás, obsesionado por alcanzar cuanto antes Alhucemas, escudo e insignia del corazón rifeño donde residen las cabilas insurrectas. Para ello, amplificó el radio de suministro, estableciendo numerosos blocaos en reductos elevados demarcatorios con los términos de Beni Said y Beni Ulichek, visiblemente complicados de sostener y sin un mínimo resquicio de agua.

Luego, no le quedó más remedio que atomizar un ejército convencional y mucho más nutrido, pero, que de por sí, estaba mal equipado y abastecido, en un cordón de más de 140 fortines incomunicados, de los que estaba plenamente convencido que el ímpetu de la vanguardia desbarataría cualquier tentativa rifeña.

En otras palabras: la disposición de estos blocaos parecía aglutinar criterios políticos que, propiamente, militares o logísticos; digámosle, influenciados por las tribus proespañolas para su resguardo.

De este modo, los blocaos se hallan entre los 20 y 40 kilómetros según el territorio, con unas fuerzas desperdigadas que difícilmente contrarrestan un embate descentralizado, pero que lo pone en jaque. La mayoría lo constituyen doce y veinte hombres, que más adelante habrán de introducirse arena en la boca, al objeto de condicionar el estímulo de la salivación, o cavar concavidades para localizar la humedad de la tierra.

Ciñéndome sucintamente en la gesta desencadenada en los preámbulos de ‘Dar Hamed’ y todavía con el golpe anímico reciente de ‘Annual’, las jornadas que le precedieron se caracterizaron por los disparos de los pacos o francotiradores rifeños y el ascenso de la sombra rebelde en dirección a Melilla.

Así, uno por uno, los pequeñas recintos que abarcaban una vasta división cada vez más distante de la retaguardia, eran desarmados y abatidos por los bereberes. Y no es de sorprender, que cuando estos se lanzaron para desmantelarlo y no dejar piedra sobre piedra, los encomendados a su preservación fueran aquel grupo de hombres resueltos a consumar una odisea insalvable.

En el lance del 13/IX/1921, el destacamento legionario del blocao de ‘Dar Hamed’ recibió las consignas oportunas de reincorporarse rápidamente a su Bandera; su relevo, una sección reducida perteneciente a la ‘Brigada Disciplinaria’ de Melilla dirigida por el Teniente Fernández Ferrer. Al poco de iniciar su ruta, un avispero de rifeños encubiertos abrieron fuego sobre ellos.

Excediéndose en acometividad y furia, el volcán de la fusilería nativa desde cotas dominantes se hizo más impetuoso, a la que le siguieron cargas incisivas de los cañones que desenmascaraba el talón de Aquiles de los vigilantes hispanos desbordados.

No obstante, venciendo el trance ocasional que conjeturaba soportar las cientos por miles de detonaciones indomables, el relevo se realizó durante la mañana equilibrando el desafío que no se detuvo ni con la irrupción de la oscuridad.

Instantáneamente, se generaron las primeras bajas entre los valedores empeñados en no renunciar a su empeño denodado, entre ellos, Fernández Ferrer, atrapado por la metralla.

Ya, en horas previas que contrastaban las auras del atardecer del 15/IX/1921, las harcas contuvieron las estampidas hasta servirse meramente de la artillería. Mientras, los heridos aumentaban y el mando considerando que la posición estaba en el alambre, notificó a la superioridad por el heliógrafo el curso de los acontecimientos y envió un enlace hasta la Segunda Caseta.

Recibida la petición de socorro en el Atalayón, la unidad más cercana presta a operar era el ‘Tercio de Extranjeros’ que un año antes, la había instaurado su valedor y promotor, José Millán-Astray y Terreros (1879-1954), que a posteriori, se denominó ‘Tercio de Marruecos’, después ‘Tercio’ y, finalmente, ‘La Legión’.

Sin titubear un sólo instante, el Teniente Eduardo Agulla Jiménez-Coronado, pidió autorización expresa para auxiliar el blocao de ‘Dar Hamed’, pero su designio se desechó por estimarse arriesgado desguarnecer su situación y catalogarse una misión suicida. Pero, por encima de todo, era inadmisible quedar a la expectativa y de brazos cruzados y, en su defecto, si la infamia e indecencia por la indolencia pesaba más, trasladarse cuanto antes a aquel infierno de manera espontánea.

Nada más suscitarse esa probabilidad, el Jefe de la Unidad se atinó con que la totalidad de sus subordinados enarbolaron su decisión y, con ello, optó prestamente por elegir exclusivamente a quince.

Pronto, en camino y caladas las bayonetas, los impertérritos legionarios superaron las barrancadas, vadeando y llegando al arma blanca ocuparon el blocao, acarreando consigo a dos maltrechos que lidiaban en el exterior, cuando sus bravos defensores agonizantes ofrendaban lo mejor de sí mismos entregando sus vidas.

Lo que a posteriori sucedió, por todos es conocido: el blocao quedó prácticamente sitiado, por lo que era inevitable fracturar el cerco y atacar a un contrario enfurecido, perceptiblemente superior en número y armamento. A pesar de todo, los legionarios lograron su propósito y franquearon los obstáculos.

En tanto, el resto de valerosos que esperanzados esperaban los refuerzos, perecieron conforme se les agotó la munición y los que permanecieron a pie enjuto, resistieron hasta pasar a cuchillo sin replegarse un solo ápice.

Nuevamente desplomándose la tenebrosidad de la noche, se hacía más impetuoso el fulgor de las andanadas: una de ellas, mortal, alcanzó a Fernández Ferrer, quedando al mando el Suboficial Cardoso, quien resultó malherido en el rostro.

Irremediablemente, alrededor de las 23:00 horas, un estruendo de artillería impacta en el blocao diezmado y destrozado, desmoronando una de las esquinas y con ello, fulminando a Cardoso y a otros tantos militares. En milésimas de segundos, recoge el listón el Cabo Sergio Vergara vinculado al ‘Batallón Disciplinario’, lesionado desde la jornada previa y que en minutos muere por un tiro.

Ahora y para admiración de España, es el Legionario de Primera, Suceso Terrero López, quien, a la desesperada, decidido maniobra en la defensa de ‘Dar Hamed’, frente a los abordajes rifeños bien parapetados que agreden con fiereza.

Queda claro, que la provisión de armamento estaba mermada, el agua se extinguió y de un momento a otro el blocao quedaba a merced de los insurgentes.

Lógicamente, el protagonismo hispano se catapultaba y el ardor aguerrido se deshacía, lo que allanaba la encrucijada de arrimar a unos cien metros una pieza de artillería: su fogonazo en tiro directo, haría volar por los aires lo poco que perduraba de las arremetidas a manos de las harcas rifeñas, truncando el hálito de los hombres que, desde entonces, pasaron a formar parte de los soldados de todos los tiempos, forjando una leyenda en las páginas doradas de los Ejércitos de España.

Por ende, al igual que otras tragedias indescifrables, el ‘Desastre de Annual’ y la masacre de ‘Monte Arruit’ en los desfiladeros infructuosos de ‘Izummar’, ‘Ben Tieb’, ‘Dar Drius’, ‘El Betel’ y ‘Tistutin’, o el asedio de ‘Dar Hamed’ que nos legaría episodios para la gloria, parecen reivindicarnos el silencio con una profunda reflexión en su praxis, más que improperios y reproches. Como, del mismo modo, de recogimiento y respeto, en comparación a las lecciones morales, para los que se contemplaron agraviados por la derrota, interpretando que desquitarse las ofensas por la Patria, se transformó en un deber para con los caídos.

Cada uno de estos escenarios belicosos con sus acaecimientos, cicatrizan un viacrucis particular con la consiguiente pesadilla inefable para las ‘Fuerzas Expedicionarias Coloniales’, vapuleadas y, por momentos vejadas en aquellos barrancos y quebradas, por integrantes intratables ataviados con chilaba y acaudillados por el máximo exponente del nacionalismo rifeño, Abd el-Krim (1883-1963), que ni mucho menos amilanaba a sus huestes.

“Hechos como los aquí retratados, abren el pórtico de la sangre derramada generosamente y que dejan a expensas del lector, la constancia abrumadora del heroísmo materializado hasta las últimas consecuencias, como el ocurrido en el blocao de Dar Hamed”

Sin perder de vista, que el líder se tornó en una figura de notable relieve internacional, persuadiendo a sus hombres de las tentativas del ejército invasor: desposeyéndolos de sus haciendas y mujeres, o exigiéndoles a prescindir de la religión, hasta recordarles los preceptos del Corán en correlación a la ‘Guerra Santa’.

El aguijón enquistado de ‘Annual’, evidenció la rotunda frustración de las políticas establecidas, porque las cabilas de retaguardia consideradas leales e insobornables, se soliviantaron ante la contingencia del botín.

No cabe duda, que Silvestre y sus secuaces se sintieron engañados por los ofrecimientos de fidelidad de los caídes del Rif, tributando un precio muy caro por la convicción depositada en los extensos círculos de conversaciones para rubricar los pactos. Su esfuerzo sería improductivo y me atrevería a decir que baldío, sobrellevando los asedios al fragor del despiadado bochorno marroquí, sin aguadas, ahogados por el olor de los difuntos expuestos a los buitres carroñeros, racionando los proyectiles y acribillados por sus propios cañones desatendidos.

¡Esa era la contraseña codiciada por los rifeños!, que desenfundaran las gumías como una daga algo encorvada, tocando a degüello, mutilando y destripando a su libre albedrío. ¡Jamás, en la historia de la guerra y en medio de lo irracional, se causó tanta ignominia!

Y en las resonancias y reverberaciones de cada una de las acciones relatadas, aún están lejos de apagarse los ecos de uno de los más graves reveses militares de la España Contemporánea, con incuestionables fábulas de la atrocidad marroquí y la incapacidad de las ‘Fuerzas Coloniales Hispanas’, cuando no ha de soslayarse, hechos como los retratados que abren el pórtico de la sangre derramada generosamente y que dejan a expensas del lector, la constancia abrumadora del heroísmo materializado hasta las últimas consecuencias, como el ocurrido en el blocao de ‘Dar Hamed’.

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