Con los años se intenta conservar lo mejor de un pasado a sabiendas que gran parte se ha perdido ya. El presente, nadie lo duda, es una transformación del pasado. De un pasado que dejó experiencias aprovechadas y otro tanto (quizás en mayor proporción) de vivencias orilladas y olvidadas, cuando no, de lecciones rechazadas.
El pasado vive en cada cual, pero repercute en el entorno. Se acarrean, desde la memoria, los sentimientos y las emociones; unas veces con tristeza, otras con alegría y con frecuencia con nostalgia y melancolía. Es el instructor que, a voz silente, orienta episodios del presente y, también, advierte de futuribles. Las personas cambian, aún con su porción de carácter irreductible, como cambian pueblos y ciudades, el cuerpo celular de un país.
Ciudades que “aprendieron a perder” parte de su esencia en favor de un progreso que ya se sabe está siempre en manos del vaivén del tiempo. Progreso, al fin y al cabo, al que no se la ha podido racionalizar por la fuerza de su empuje y que se asienta en una libertad a la que la economía, el comercio y el capricho de la especulación han sabido cogerle la medida.
La ciudad siempre está en proceso de transformación, es el trasiego de vida, pero debiera de estar conciliado con la necesidad de conservar. Ciudades con una legendaria identidad en sus cascos antiguos, el llamado centro, a pesar de correr el riego de morir de éxito, han propiciado la migración de sus habitantes indígenas, residentes de siempre, del comercio ancestral y, a fin de cuentas, de la guardería de esa esencia que, si no muerta, languidece.
En otros enclaves, aún con identidad plena, su localización compleja no fue muy tenida en cuenta a la hora de seguir razonando en el destello de algo que, por su naturaleza, tenía fecha de caducidad. Singularmente el status económico, que debió ser analizado en penumbra, en el sosiego del pensamiento y acción a largo plazo, algo en la política (Indistintamente su color y entendida desde la idea que gestiona las cosas más que las ambiciones y reparto de poder) difiere tan a menudo de la realidad y que, esta segunda, siempre se impone.
Nunca es tarde, aunque en casos como Melilla y Ceuta, se acercan, desde la intermitencia, como poco a la incertidumbre y opacidad persistentes. Siempre será más saludable, la claridad del destino, sea cual sea, que las tinieblas de un camino errático y sin rumbo.
¿Quién se reprime del hecho de echar la vista atrás?, y no para impedir seguir avanzando, sino porque hay lecciones del pretérito que conviene repasar de vez en cuando sin que por ello se tercie aquello que “todo pasado fue mejor”. Lo anterior no es cierto como total pese a que tantas situaciones se tienden a comparar en el tiempo y se justifique el deterioro, otras han mejorado, sin duda.
Al volver el pensamiento atrás, con respecto al pasado y su relación con el presente, hace más ruido lo bueno que lo malo. Siempre será más fácil sanar, o intentarlo, los errores de hoy que los de ayer, estos no tienen ya cura. El pasado sigue ahí, como enseñante, también como estuario de la tristeza por lo bueno vivido pero sobre todo como testigo de que se ha vivido. Conviene que la memoria sea objetiva, no selectiva