Las palabras de David Martín López, secretario de sede de la PAU en Melilla y profesor universitario, dejan entrever algo más que un balance logístico. Tras una breve entrevista concedida a esta casa, habla de una comprensión profunda del momento que viven los estudiantes, de la función de la educación en una sociedad diversa, y del valor simbólico de estas pruebas que marcan el cierre de una etapa y el comienzo de otra.
En medio del ruido habitual de los pasillos, entre nervios, olvidos y calculadoras sin batería, lo que se percibe es humanidad. Esfuerzo. Juventud que busca abrirse paso. La PAU no es solo un examen; es una prueba de resistencia emocional, de madurez en construcción, de sueños que aún no tienen forma definitiva.
David señala un detalle que pasa desapercibido pero que encierra una gran verdad: en un mismo aula coinciden materias dispares, perfiles distintos, intereses que aparentemente no se tocan. Y, sin embargo, conviven. Esa coexistencia de saberes y personas refleja algo esencial: el conocimiento no es un compartimento estanco, sino una red en la que todo se conecta.
En una sociedad que cambia, también cambia la relación con los caminos educativos. La caída en el número de matriculados en la PAU no es una derrota, sino una señal de transformación. La Formación Profesional, tradicionalmente marginada, comienza a ocupar el lugar que merece, no como alternativa menor, sino como opción válida y digna. David lo dice con claridad: los dos caminos no se excluyen, se complementan.
Melilla, con su riqueza cultural y su arquitectura modernista, sirve de marco perfecto para esta escena. Una ciudad en la frontera entre mundos, que también representa esa intersección entre lo que fuimos y lo que seremos. La educación, como bien recuerda David, no solo transmite contenidos, sino que forma ciudadanos capaces de convivir, de pensar, de respetar.
Porque al final, más allá del resultado, lo que realmente queda es lo aprendido en el camino. Y en eso, esta PAU parece haber cumplido su función con creces.