A lo largo de la historia no exenta de dificultades, los esfuerzos por la vacunación siempre han acompañado al hombre, quien ha pretendido por todos los medios hallar protección real contra un sinfín de enfermedades que arrasaban pueblos enteros.
Es, sin lugar a dudas, la mediación más significativa de la Salud Pública sobre estas afecciones, después de la provisión de agua potable a la población, fundamentalmente en países en desarrollo, en los que se considera que cada año fallecen cerca de tres millones de niños como consecuencia de los padecimientos inmunoprevenibles.
Tal vez, el azote epidemiológico del SARS-CoV-2 que actualmente sostenemos y continuamos combatiendo en las diversas facetas de la vida, haya precipitado la concienciación del hombre del siglo XXI, abocado en su intento de no verse desbordado por los efectos desencadenantes de una pandemia que parece no dar tregua.
A pesar de todo, el comienzo de la inmunización permite beneficios incuestionables. Sin ir más lejos, se economiza en el costo de los tratamientos; además, de simplificarse la incidencia de otros padecimientos contagiosos, y evidentemente existe un descenso en la cuantificación de la mortandad. Luego, la vacunación, una palabra que por activa y por pasiva se repite incesantemente en los trechos que transitamos, forma parte de uno de los mayores logros de la Salud Pública mundial.
Según la Organización Mundial de la Salud, abreviado, OMS, “una vacuna es cualquier preparación destinada a generar inmunidad contra una enfermedad estimulando la producción de anticuerpos”.
Tómense como ejemplos, la suspensión de microorganismos muertos o amortiguados, o productos o derivados de microorganismos. El procedimiento más tradicional para administrar las vacunas es la inyección, aunque algunas se disponen con un vaporizador nasal u oral.
Ni que decir tiene, que las vacunas son la fórmula más segura de prevenir millones de casos de enfermedad, discapacidad o muerte. Gracias a ellas, se han erradicado entre otras, la viruela, la rabia, el cólera, el tétano, la difteria, la peste, la tuberculosis, el tifus, la poliomielitis, el sarampión, las paperas, la rubeola, la meningitis, la hepatitis A y B o la gripe. Sin soslayarse, las vacunas contra tóxicos, como venenos de serpiente o alérgenos como el polen.
“Las vacunas son la fórmula más segura de prevenir millones de casos de enfermedad, discapacidad o muerte. Gracias a ellas, se han eliminado la viruela, la rabia, el cólera, el tétano, la difteria, la peste, la tuberculosis, el tifus, la poliomielitis, el sarampión, las paperas, la rubeola, la meningitis, la hepatitis A y B o la gripe”
Con estos breves matices, como punto de partida de la investigación para la elaboración de una vacuna, los científicos comenzaron a ingeniar medicinas que repercutían en toda regla como se confirmó con la vacuna de la tuberculosis en 1921, apartando y atenuando la bacteria dentro de un laboratorio.
Posteriormente, resultaron otras vacunas como del sarampión, 1963; paperas, 1967; o rubeola, 1969, que, poco a poco, se completaron para ser capaces de lidiar las mutaciones naturales de estas enfermedades.
Pronto, resultó la versión oral, lo que allanaba su empleo para los individuos que residían en zonas distantes y no disponían de un cuerpo médico profesional para proveerles dicha medicina. Sobraría mencionar, que los progresos en las inoculaciones han sido viables por la innovación, la tecnología en la medicina y las voluntades denodados de hombres y mujeres en el anonimato, por promover y llevar a cabo las campañas de vacunación. Hoy por hoy, los científicos han conseguido desenvolver una técnica que extrae en RNA o el ADN de los patógenos para inyectarlos al cuerpo humano. Así, material genético hace posible que las células elaboren proteína para educar al sistema inmune.
Con lo cual, antes de hacer un recorrido sucinto por los orígenes de las vacunas, es preciso incidir que las cicatrices invisibles que nos ha dejado el COVID-19, no cesará la praxis de proteger a las personas de cuantas enfermedades infecciosas confluyan, como una acción apremiante y obligatoria, porque el descubrimiento científico incumbe salvar miles de vidas, e incluso eliminar males para siempre.
Los virus se las ingenian para convivir con el ser humano y eso es una cuestión que no puede variar, pero la ciencia se adecua constantemente, indagando los mínimos resquicios de mejora e innovando para prevenirnos como lo lleva haciendo desde hace muchísimos años.
Sin pretender ser excesivo en las pormenorizaciones, datos, detalles e identificaciones en las fechas que en ocasiones se hacen esenciales para una más óptima exégesis y orden cronológico, los antecedentes más lejanos que se constatan atañen al año 430 a. C., cuando el historiador y militar ateniense Tucídides (460-396 a. C.), advirtió la aparición de inmunidad natural en víctimas de la plaga que devastaba Atenas en la Guerra del Peloponeso (431-404 a. C.) .
Habrían de sucederse varias épocas, cuando en el siglo VII algunos budistas indios bebían veneno de serpiente con la finalidad de alcanzar la inmunidad.
Ya, desde el siglo X, también denominado el ‘Siglo de Hierro’, los habitantes chinos se adiestraban en la variolización, con el propósito de inocular el virus de la viruela de un contagiado a una persona susceptible, sometiendo las pústulas variolosas y el almizcle a un proceso de ahumado con la intención de reducir su malignidad.
Del mismo modo, los primeros textos concernientes a la vacunación proceden del siglo XI y pertenecen a pasajes de la literatura china, como la receta de la viruela es adjudicada a una monja budista que desempeñó el talento de la inoculación antivariólica con enfermos que sufrían la dolencia.
Así, las primeras sospechas de vacunación estuvieron emparentadas con el conocimiento de la variolización, o manejo de profilaxis que quiere decir conservación de la enfermedad. O lo que es igual, la infiltración de pus seco de pústulas de viruela en la piel de los afectados, en una tentativa desesperada por sortear este sufrimiento mortal.
En el siglo XVIII la variolización era imprescindible, porque la viruela aniquiló a más de 400.000 personas en el Viejo Continente, y en América la infección vino en las embarcaciones de esclavos llegadas de África, exterminando tribus autóctonas completas. A mediados de esta misma centuria, el profesor de materia médica en la Universidad de Edimburgo, en Escocia, don Francis Home (1719-1813), materializó algunos ensayos de inmunización contra el sarampión.
Toda vez, que don Edward Jenner (1749-1823), imprimiría un nuevo rumbo en la inmunización, conociéndose como el promotor de la inmunología. En concreto, en 1768, siendo aún discente de medicina, Jenner tuvo conocimiento que una aldeana del condado de Berkeley, proponía que no podía padecer la enfermedad al quedar contaminada por la viruela de ganado vacuno.
Jenner, tras culminar su graduación se consagró en cuerpo y alma a la investigación de la vacunación y ya, el 14/V/1796, inoculó al niño llamado James Phipps, con la linfa de una pústula de viruela conseguida de la ordeñadora Sara Nelmes, que con anterioridad había contraído la enfermedad.
“Para bien o para mal, no llueve al gusto de todos y es incongruente que se contradiga este menester de la Salud Pública, erradicando enfermedades infecciosas por cualesquiera de los límites de la cartografía internacional”
Consecutivamente y al objeto de verificar la validez de la vacunación, inyectó al mismo niño con virus de viruela humana y éste jamás quedó enfermo. Como no podía ser de otra manera, sus frutos estudiados se divulgaron en 1798 y en menos de diez años, esta vacunación se había generalizado por el planeta. No obstante, la vertiente contradictoria de esta novedad científica subyace, en que no todas las enfermedades humanas tenían un animal semejante que diese inmunidad sin producir perjuicio.
A la par, valga la redundancia, algunas de estas enfermedades que pasaban de animales a humanos eran mortíferas.
A posteriori, los empeños se centralizaron en investigar con virus y bacterias letales, para ir adaptando el sistema inmune a los entresijos víricos que lo condenaba a ser dominado por su elevada potencialidad purulenta.
En esta tesitura, los expertos se inclinaron por aislar los virus de enfermedades ya familiarizadas, procurando experimentar que estas no se creaban espontáneamente en el cuerpo humano, sino más bien, había patógenos que se introducían en el cuerpo y causaban la alteración.
En las postrimerías del siglo XIX se cristalizaron importantes hallazgos en el campo de la microbiología e inmunología. Una prueba lo constituyen las revelaciones del químico, físico, matemático y bacteriólogo don Louis Pasteur (1822-1895), al desenmascarar en 1885 la vacuna antirrábica humana, siendo el niño Joseph Meister el primer humano protegido contra la rabia.
En el año anteriormente mencionado, el médico y bacteriólogo don Jaime Ferrán y Clúa (1851-1929), nos sorprende con una vacuna anticolérica que es probada en la epidemia de Alicante con resultados favorables. Alcanzado el año 1887, Beumer y Peiper, emprenden la tarea de concluir los primeros sondeos empíricos de una vacuna contra la fiebre tifoidea. Tan sólo un año más tarde, 1889, Chantemasse y Vidal, ponen su granito de arena con otras aplicaciones en la misma vacuna, pero con la diferenciación que ésta estaba integrada de bacilos muertos y no vivos.
En 1892, intervalo en que se produce una de las cinco grandes pandemias de cólera que asolaba Asia y Europa, el bacteriólogo don Waldemar Mordechai Wolff Haffkine (1860-1930) utilizó vacunas contra el cólera y confeccionó la primera contra la peste bubónica. No es hasta 1896, cuando Fraenkel, Beumer, Peiper y Wrigth, estrenan la primera vacunación antitifoídica con propósitos profilácticos.
Robert Heinrich Hermann Koch (1843-1910), estimado como el padre de la microbiología, logró descifrar las bacterias de la tuberculosis y el cólera, hallando los vínculos de éstas con el padecimiento que provocaba en las personas. Indistintamente, llegó a la conclusión que los humanos precisan de bacterias para el correcto funcionamiento del organismo.
Conjuntamente al detectar estas bacterias, averiguó que estaban capacitadas para subsistir en el exterior, lógica por la que aconsejó la esterilización con calor de los instrumentales y enseres quirúrgicos. Gradualmente, iría abriendo brecha en las observaciones de los organismos promotores de la neumonía, la difteria, la gonorrea, la lepra, el tétano y la sífilis.
En los prolegómenos del siglo XX, la inactivación química de la toxina de la difteria y de otras toxinas bacterianas, arrastró a la ampliación de los primeros toxoides: difteria y tétanos. Sin embargo, la edad de oro de la vacunación surgió en 1949 con el perfeccionamiento del cultivo celular.
Hugh y Maitland, optimizaron vacunas en cultivos estériles de riñón de pollo. Subsiguientemente, otros científicos optaron por el cultivo de virus en células humanas, para ello se valieron de fibroblastos cultivados de la piel y el tejido muscular de lactantes, que habían muerto recientemente al nacer. Por este método se obtuvo el cultivo del poliovirus tipo II en uno de células humanas. Asimismo, en este período salieron varias prescripciones como leyes, decretos u órdenes enfocadas a implementar la vacunación contra la viruela. Pero, de ningún modo, llegó a ser implícita su imposición, por lo que no se extrajeron coberturas apropiadas de inoculación.
Con la Ley de Bases de Sanidad, en 1944 se determinó la obligatoriedad de la vacunación contra la viruela y la difteria en España, alcanzándose su descarte en 1954, como aconteció con la viruela; a excepción, de un brote sobrevenido en 1961 en la capital del Reino por un caso importado desde la India.
Años después, en la XXXIII Asamblea Mundial de la Salud celebrada el 8/V/1980 en Ginebra, administrativamente, se hizo oficial la erradicación de la enfermedad por parte de la OMS, con la aparición del último caso de viruela en 1977.
Es necesario reiterar en esta narración, que en los preámbulos de las muchas averiguaciones, los automatismos propios y la puesta en escena de las vacunas, así como su fabricación y control, la evolución era íntegramente artesanal. Porque aún, no se hacían procedimientos estandarizados para patentizar la pureza de las semillas bacterianas empleadas. De ahí, que no siempre se consignasen experimentos rigurosos de esterilidad y con menos asiduidad se efectuasen pruebas de potencia en animales.
Visto y no visto, no todo recaería en luces, también afloraron sombras: la falta de precaución y previsión trajo consigo accidentes de enorme calado, como el producido en 1902 con una de las vacunas de la peste bubónica dispuesta por don Waldemar Mondecar Wolff, que emponzoñó e indujo a la muerte por tétano a diecinueve personas en la India.
Otro de los adelantos de la vacunación incurriría en 1922 con el descubrimiento de la vacuna contra la tuberculosis, ‘BCG’, que debe su nombre a los baluartes don León Charles Albert Calmette (1863-1933), médico, micólogo, bacteriólogo e inmunólogo y don Jean-Marie Camille Guérin (1872-1961), veterinario y biólogo.
Lo cierto es, que con estas vacunas se desencadenó uno de los mayores desastres en la historia de la seguridad vacunal. Me explico: en 1930 quedó la impronta de un amargo desenlace en la ciudad alemana de Lubeck, con el fallecimiento de setenta y cinco lactantes, tras ser vacunados con ‘BCG’ que escondía una cepa de ‘micobacterium tuberculosis’. En 1923, el veterinario y biólogo francés don Gaston Ramón (1886-1963), despliega la inmunización activa contra la difteria y ese mismo año, el médico y bacteriólogo don Thorvald John Marius Madsen (1870-1957), desvela la vacuna contra la tosferina.
En la década de los treinta se generan dos acontecimientos significativos: primero, en 1932, Sawver, Kitchen y Lloyds, dan con la tecla en la vacuna contra la fiebre amarilla; y segundo, en 1937, Salk confecciona la vacuna antigripal inactivada, a lo que hay que sumarle que en 1954 afianza la vacuna antipoliomielítica inactivada.
Precisamente, nada más transcurrir un año desde la última producción, acaece otro infortunio recogido en los ‘Laboratorios Catter’ de los Estados Unidos. Al no estar ésta lo adecuadamente inactivada, motivó 169 casos de poliomielitis entre los inmunizados; sin inmiscuir, los 23 contactos de los vacunados y desgraciadamente las 5 defunciones.
Alcanzado el lapso de los sesenta y setenta, en 1966, Hilleman y sus coadjutores logran la vacuna antiparotidítica de virus vivos rebajados; al año siguiente, en 1967, Auslien, hace lo mismo con la vacuna del neumococo.
No iba ser menos Gotschlich, que en 1968 alumbra la vacuna ‘antimeningocóccica C’ y en 1971 la ‘antimeningocóccica A’. En 1970, David Smith desarrolla la vacuna contra el ‘haemophilus influenzae’ y pasados tres años, en 1973, se resuelve otro de los hallazgos trascendentes con la vacuna contra la varicela.
En 1976, Maupas y Hilleman, se lanzan a la conquista de la vacuna contra la ‘hepatitis B’; pero, uno de los éxitos cardinales de la medicina se clarificó en 1987, con la vacuna contra la ‘meningitis B y C’ por la doctora y científica doña Concepción de la Campa (1951-69 años).
Llegados al siglo XXI, tanto el VIH, como la tuberculosis y la malaria son las prioridades fundamentales en la hechura de las vacunas. Ampliándose el concepto de ‘vacunología reversa’, tras el estudio minucioso del genoma que, a la postre, se reubica en modelos animales y finalmente, al desarrollo de vacunas para provecho humano. La vacuna de ‘meningitis B’, en nuestros días en proceso de evaluación por la Agencia Europea de Medicamentos, por sus siglas en inglés, EMA, se ha perfeccionado adoptando la nueva estrategia.
De la misma manera, se atisban otras sendas en la gestión integral de la vacunación: vía intradérmica, nasal, vacunas comestibles o transcutánea en forma de parches. Otra línea de actuación futurible es el avance de vacunas terapéuticas, que implican el lazo de unión entre las vacunas preventivas y los tratamientos farmacológicos, frente a los padecimientos crónicos. Uno de los desafíos es desplegar una vacuna efectiva ante el SIDA, el virus de la inmunodeficiencia humana que causa la infección por VIH, la peor epidemia que afrontamos en los últimos tiempos.
En consecuencia, la vacunación junto con la potabilización de las aguas, es el remedio provisorio más eficiente para empequeñecer la morbimortalidad de numerosos males. Cuántas cotas se han escalado con las vacunas, simultáneamente, han promovido una sensación ficticia de ausencia de riesgo.
Todavía, con el efecto bumerán y el ascenso galopante del SARS-CoV-2, quizás, podría predisponernos al pesimismo, pero no podemos obviar, que con el buen hacer de la ciencia, disponemos de vacunas y profesionales expertos en este campo, como de sistemas que avalan la seguridad desde las primeras fases de la investigación, franqueando los procesos de regulación y autorización, hasta la vigilancia e investigación inmediata a la comercialización.
Para bien o para mal, no llueve al gusto de todos y es incongruente que se contradiga este menester de la Salud Pública, cuya eficacia se ha contrastado fehacientemente con infinidad de ganancias más que perjuicios, erradicando enfermedades infecciosas por cualesquiera de los límites de la cartografía internacional.
Tal y como se ha desgranado brevemente en la ‘Historia de la Vacunología’, a todas luces, se entreve un itinerario rocoso y abrupto por clarificar; no quedando inadvertidos los grupos antivacunas, que contribuyen con cientos por miles de mensajes desfavorables, adjudicando golpes de efectos erróneos y contraproducentes que no han sido probados por la comunidad científica.
A día de hoy, probablemente en los estados más desarrollados, por la reducción en la incidencia acumulada de las enfermedades prevenibles mediante la vacunación y el alcance de los programas de inmunización, prevalece una inexistente percepción de ausencia de riesgo.
Ahora, la inquietud de la persona sana se concentra en las derivaciones trágicas de las vacunas, debatiéndose en la conveniencia de hacer uso de ellas. Pero, de lo que no cabe duda, que con el descenso de las coberturas de vacunación, el resurgimiento de alguna u otras de las enfermedades infecciosas, el virus estará al acecho para proseguir en su incumbencia arrolladora de devorar al ser humano.