Ante las evidencias constatadas, no es preciso acudir a las fuentes documentales para verificar que la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945) se convirtió en el punto de inflexión global del siglo XX. Entre los años aciagos de 1939 y 1945, respectivamente, el Viejo Continente experimentó la pugna de dos grandes alianzas: primero, las potencias del Eje, con Alemania, Italia y Japón como principales actores y segundo, los aliados, con Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Rusia, entre otros. Mientras el ascenso galopante del nazismo y el fascismo eran imparables.
Desde el preludio de los tambores de guerra con la invasión de la Alemania nazi (1/IX/1939) enfocada a anexionarse el territorio polaco, conocido como ‘Caso Blanco’ y los subsiguientes acometimientos desplegados hasta el ‘Día de la Victoria’, tuvieron lugar acciones demoledoras como la Batalla de Dunkerque (26-V-1940/4-VI-1940), Stalingrado (17-VII-1942/2-II-1943), Iwo Jima (19-II-1945/26-III-1945) o Berlín (16-IV-1945/2-V-1945), por citar algunas, así como crímenes masivos como el Holocausto perpetrado contra los judíos o el Bombardeo de Hiroshima (6/VIII/1945) y Nagasaki (8/VIII/1945). Y detrás de este destello infernal de agonía quedaron ejecutores directos en primerísima persona como Churchill (1874-1965), Stalin (1878-1953), Hitler (1889-1945), Mussolini (1883-1945), Goebbels (1897-1945), etc.
El resultado destructivo y a su vez catastrófico, no podía ser otro. Según diversas cuantificaciones la pérdida en vidas humanas se tradujeron en cifras arrolladoras entre los 50 y 70 millones de individuos, al tiempo que Europa quedó despedazada en dos bloques antagónicos.
He aquí el más cruento conflicto bélico con sus aristas incisivas del que se cumplen ochenta años de su finalización (9/V/1945) tras la firma de la capitulación alemana en Berlín, entre los mariscales Keitel (1882-1946) y Zhúkov (1896-1974). Y lo que a posteriori estaría por llegar, la llamada Guerra Fría (12-III-1947/3-XII-1989), un enfrentamiento político, económico, social, ideológico, militar y propagandístico que sobrevino durante varias décadas a esta tragedia entre dos bloques principales: Occidental y Oriental, liderados por los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Adelantándome a lo que desgranaré en varios textos, entre las causas y digamos que las heridas sin curar de esta conflagración, habría que resaltar el cierre en falso de la Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918), con un tratado de paz denigrante para Alemania y el renombre del fascismo en Italia, Alemania y Japón y el telón de fondo de la crisis económica que resultó al ‘Crack Bursátil’ (24/X/1929), también conocido como el ‘Jueves negro’ o ‘Crac de la Bolsa’, con una caída abrupta y devastadora de la Bolsa de Valores de Nueva York, hasta desencadenar la ‘Gran Depresión’. Ni que decir tiene que la guerra se extinguió con el triunfo de las potencias aliadas y la plasmación de las Naciones Unidas, así como la erupción de Estados Unidos y la Unión Soviética como las superpotencias del momento.
Dicho esto, años más tarde, las generaciones venideras deberían caer en la cuenta de lo insólito que resulta la cortina de humo de lo ignorado. Ahora y bajo la plena luminiscencia que ofrece la retrospectiva del pasado, es posible contemplar las luces y sombras de la antesala atronadora de la Segunda Guerra Mundial, pero unos años antes imperaba un convencimiento poco más o menos, absoluto, de que habría paz en el mundo. Esa aspiración extendida por la amplia mayoría los pueblos de la Tierra podría haberse perfilado si se hubiese perdurado en las certezas adecuadas y empleado el sentido común con una sensatez moderada. Lo cierto es que la expresión “la guerra para acabar la guerra”, se encontraba en los labios de todos y se habían tomado medidas para llevarla a término.
De hecho, el presidente Wilson (1856-1924), desempeñando la autoridad en Estados Unidos, inoculó en las mentes la significación de una Sociedad de Naciones. Las guarniciones aliadas envolvían el Rin y sus cabezas de puente irrumpían hasta lo más recóndito de una Alemania a pecho descubierto, vencida y debilitada. Entretanto, los paladines de las potencias ganadoras deliberaban el futuro de París. Y frente a ellos se tendía un plano de Europa que casi podían reestructurar a su capricho. Tras cincuenta y dos meses de inestabilidad, tenían a su merced a la coalición teutona y ninguno de sus miembros podía ser rebelde a sus propósitos.
Por otro lado, Alemania, la punta de lanza y el principal promotor de la agresión, juzgada como la raíz nuclear de la hecatombe que arrasó el planeta, quedaba reducida a la compostura de los conquistadores, inestables tras tanto sufrimiento padecido.
"He aquí el más cruento conflicto bélico con sus aristas incisivas del que se cumplen ochenta años de su finalización"
Al mismo tiempo, ésta había sido una conflagración más de pueblos que de gobiernos. Todo el brío preciso de los principales países desembocó en furia y aniquilación: los dirigentes congregados en la capital francesa llegaron influidos por resacas visiblemente enfurecidas. Atrás quedaban jornadas incógnitas de Tratados en los que mandatarios junto a diplomáticos, tanto victoriosos como derrotados, realizaban consideraciones afables y tratables y al margen del redoble y la agitación de la democracia, podían rehabilitar métodos partiendo unas bases en las que todos parecían encajar. Mientras tanto, los pueblos impulsivos por su consternación y las lecturas masivas infundidas se sumaban en masa para reclamar el máximo castigo.
La República Francesa, por el derecho conseguido tanto por sus voluntades como por las mermas ocasionadas, llevaba la dirección. Con corta diferencia, cerca de un millón y medio de franceses sucumbieron salvaguardando la superficie contra el invasor. Trece provincias aguantaron la extremada servidumbre prusiana durante cuatro interminables años y amplios territorios quedaron desolados o deshechos en los combates de los ejércitos.
Y es que para valorar en su justa medida el escenario precedente a la antesala de la Segunda Guerra Mundial, es indispensable echar un vistazo a las constantes vitales de algunos estados tras el paso tenebroso de la Gran Guerra, tomando como ejemplo Francia.
En aquellos trechos inmemoriales no existía prácticamente familia que no añorase a difunto alguno o guareciera a algún impedido. A los franceses que lucharon les parecía casi una utopía que su país saliese invicto de esta guerra. Si bien, perpetuaban la conflagración preventiva que Bismarck (1815-1898) pretendió emprender en 1875; o la despiadada amenaza que apremió a renunciar a Delcassé (1852-1923) en 1905; al igual que trepidaron con la intimidación marroquí en 1906; o con el forcejeo bosnio (1908) y la crisis de Agadir (1911).
Los alegatos del káiser que proclamaban “puños cubiertos de malla y de brillantes corazas”, probablemente se desairaran en Estados Unidos e Inglaterra, pero en el corazón de los franceses palpitaba una amarga realidad. Permanecieron diversos años sobrecogidos por las armas germanas y después de pagar el precio con su sangre, se había terminado aquella carga dilatada y ciertamente, por fin habría paz y seguridad. De ahí, que el pueblo reclamase frenéticamente: “¡Nunca más!”.
Pero el destino estaba henchido de un sinfín de presentimientos. Aquella urbe correspondía a menos de dos tercios de la alemana y a pesar de todo persistía inmutable. En contraste de la población alemana que continuaba aumentando. En una década o menos, la riada de mozos en edad militar cuantificaba el doble que su similar en Francia. Alemania había combatido con una sola mano y poco le faltó para vencer. Los más entendidos distinguían las veces en que fluctuó el resultado de la Gran Guerra y los incidentes y eventualidades que hicieron voltear la balanza detestable. Luego, cabría preguntarse: ¿Existía alguna posibilidad de que más adelante los aliados volvieran a surgir a millones sobre los campos de batalla de Francia o en el Este?
Por aquel entonces, Rusia se hallaba trémula y en decadencia, tan cambiada que ya no conservaba similitud alguna de su pasado e Italia podría estar a contracorriente. Majestuosas mareas u océanos retraían del continente europeo a Gran Bretaña y Estados Unidos. El Imperio Británico daba la sensación de estar fusionado por unos vínculos que únicamente abrazaban a sus ciudadanos.
Exhaustos y diezmados desesperadamente, pero como patrones incuestionables del contexto presente, los galos vislumbraban el devenir con gratitud estupefacta y tenso pavor. Habría que ver dónde quedaba esa supuesta seguridad, sin la que lo que se había adquirido hasta ahora parecía inservible, incluso en medio de la satisfacción por la victoria, aquello resultaba intolerable. Lo esencial a toda costa recaía en la propia seguridad y por cualquier vía, por inexorable que ello resultase.
Haciendo un alto en el camino, dejo caer a criterio de lector aquella situación de enarbolar la tan apremiante seguridad, es similar a los tiempos que corren en el siglo XXI con la invasión de Ucrania y otros teatros hostiles en los que corren ríos de sangre inmerso en el bramido de la guerra, donde la palestra internacional se vuelve cada vez más espinosa, las naciones de Europa son objeto de presión paulatina para que vigoricen su capacidad defensiva con el aumento del presupuesto en Defensa.
Reanudando la secuencia anterior, la jornada del armisticio las tropas alemanas se encaminaron en orden a su país, pero requirió que desde aquel momento los límites fronterizos con Francia se reasentase hasta el río Rin.
Quizás, Alemania podía perder las armas o hacer ciscos su engranaje militar, desguarnecer sus reductos, quedar enfrascada en la penuria, imponérsele a sufragar incontables compensaciones y ser despojo de una espiral de disputas internas. Pero esto se habría consumado una vez transcurridos diez o veinte años. Y a la sazón, retornaría a encumbrarse la voluntad inquebrantable de la Alemania nacionalsocialista o Tercer Reich y reaparecería el fuego inextinguible de la Prusia agresiva.
Pero el Rin, ese reguero espacioso, hondo y presuroso reforzado y custodiado por la milicia francesa, se traduciría en una empalizada y escudo tras los cuales este país conviviría durante generaciones. En cambio, otras eran las impresiones del universo de lengua inglesa y sin cuya ayuda, Francia habría perecido catastróficamente. Pese a los preceptos geográficos del Tratado de Versalles (28/VI/1919), Alemania quedó indemne y mantuvo el componente étnico más homogéneo de Europa. Curiosamente, cuando le concretaron a Foch (1851-1929), en calidad de Mariscal y Comandante en Jefe de los Ejércitos Aliados que el Tratado de Paz estaba suscrito, afirmó con cordura augurando lo que estaría por llegar: “Esto no es una paz, sino un armisticio para veinte años”.
Las prescripciones económicas del Tratado eran tan malévolas e irracionales que a sabiendas quedarían en agua de borrajas. Castigaban a Alemania a liquidar unos desagravios insólitos. Estos mandatos eran una expresión del enfurecimiento y seña de los ganadores, pero igualmente entrañaban que sus pueblos no caían en la cuenta de que ningún estado, ni mucho menos una comunidad derrotada, estaba en condiciones de solventar una carga que subsanase las valías incalculables de aquella guerra.
En paralelo, las masas permanecían abstraídas en el oscurantismo de las pormenorizaciones económicas y sus líderes en su pretensión por lograr sus ínfulas, no se atrevían a desencantarlas con alguna información fuera de tono. Así, los rotativos mostraban y subrayaban las valoraciones más destacadas. En pocas ocasiones se irguieron para exponer que los pagos sólo pueden costearse con servicios o a través del transporte físico de mercancías que atreviesen los límites territoriales. O tal vez, por navíos que enfilen los mares o cuando las mercancías arriben a sus regiones de destino desalojen a la industria local, a excepción de aquellas sociedades intervenidas con rigurosidad. A la hora de la verdad, la única manera de despojar a un estado vencido es llevarse los bienes muebles que correspondan y una parte de sus individuos convertirlos en cautivos transitorios o permanentes.
Pero los beneficios derivados de este modo no reservan relación alguna con el precio de la guerra. Ninguno de los sujetos que ocupaban deberes notables no tuvieron el pulso apropiado o la integridad de cara al ramalazo del resentimiento, para dar a entender al electorado las amargas arrogancias.
A este tenor, los aliados envalentonados no ocultaban su deseo de exprimir al máximo a Alemania “como un limón”. Lo que tuvo su repercusión en la bonanza de la aldea global y en el temperamento de la raza alemana que sucintamente abordaré en los siguientes textos. Y sin lugar a dudas, la pócima que progresivamente daría el pistoletazo de la Segunda Guerra Mundial.
No obstante, estas disposiciones jamás se llevaron a término. Mientras las potencias triunfales se ajustaron en torno a mil millones de libras esterlinas en pertenencias germanas, pocos años más tarde le facilitaron más de mil quinientos millones. Principalmente, Estados Unidos y Gran Bretaña.
De este modo, Alemania rescató antes de lo sospechado los despojos de la guerra. Conjuntamente, como esta ficticia magnificencia iba asistida por el lamento espontáneo de las metrópolis infortunadas y apesadumbradas por los actores vencedores que harían contribuir a Alemania “hasta el último céntimo”, no cabía aguardar ni agradecimiento como tampoco benevolencia.
Como es sabido, el dietario historiográfico evaluará cada una de estas acciones de caóticas, ya que ayudaron a forjar tanto el disparate marcial como el caldo de cultivo económico para desembocar en ciclón ofensivo. Toda una explotación desastrosa de despropósitos y en cuya ejecución se desaprovecharon esfuerzos acompañados de no pocas bondades. Sin inmiscuir de este análisis de la realidad, el horizonte de lo que habría de acecharse en el destierro de la Gran Guerra, con los veintiún años transitados de aparente calma hasta saltar por los aires con el surgimiento de la Segunda Guerra Mundial: el desafío sutil de Alemania y Rusia, reavivadas.
Me explico: muchos países no fueron capaces de manejar convenientemente una efectividad común con primicias comerciales y de seguridad, como tampoco el dinamismo y resolución ineludibles como para sostenerse al margen del influjo de Alemania o Rusia. Realmente estas razas querían apartarse de la configuración federal o imperial e incentivar sus avideces se contemplaba una política liberal.
A ello hay que añadir que persistió la desmembración del Sureste de Europa, con la resultante amplificación de Prusia y el Reich, que aunque extenuado y punteado por la guerra, subrayo este matiz, perduró invulnerable y empalagoso en su recinto. A ninguno de los pueblos que componían el Imperio de los Habsburgo, alcanzar la independencia les representó circular por los martirios que los teólogos y poetas acaparaban a los censurados.
Los vencedores aplicaron a los alemanes los ideales de los estados liberales de Occidente. Los eximieron del peso del Servicio Militar Obligatorio y del menester de conservar armamento pesado. Asimismo, les impusieron los préstamos norteamericanos, aunque no poseían crédito. Al igual que se dispuso en Weimar (ciudad a orillas del río Ilm y al pie de la montaña Ettersberg de Alemania) una Constitución democrática, en atención a las últimas modificaciones. Tras desalojar a los emperadores, designaron a personas intrascendentes. Y al cobijo de este frágil esqueleto, bullían los ímpetus de la todopoderosa batida (Alemania).
"Mientras el fascismo emergió del comunismo, el nazismo se desenvolvió como pez en el agua a partir del fascismo"
La ofuscación de los ciudadanos americanos con relación a la monarquía, hacía notorio al imperio vencido que como régimen tendría mejor tratamiento de los aliados. La discreción habría complementado y fortalecido la República de Weimar con un soberano constitucional en la persona de un nieto del káiser. La totalidad de los mecanismos llamémosles, musculosos y militares que hubiesen respaldado una posible monarquía constitucional habrían acatado y salvaguardado los pasos democráticos, pero en este momento quedaron indispuestos.
Weimar, a sus espaldas enfundando los emblemas y aprobaciones liberales, era mirada como un decálogo del adversario y no desenterró la honestidad y esperanza del pueblo germano. Durante un período procuraron agarrarse a sus imaginarios, pero gradualmente se desataron forcejeos opresores hasta intensificarse el pleno vacío de la apatía, entrando en acción un fanático monstruoso y erigirse en el germen de las inquinas más depravadas que carcomieron la dignidad del ser humano: Hitler.
Mientras, al otro lado del Atlántico, acto seguido del auge republicano predominaba el aislacionismo. O lo que es igual: Europa habría de cargar su dejadez con el sacrificio de enormes dificultades. Tal es así, que de la noche a la mañana se superpusieron aranceles para imposibilitar el acceso de productos, como fórmula de suplir las deudas.
En la Conferencia de Washington (12-XI-1921/6-II-1922) Estados Unidos planteó diversas hojas de ruta para el desarme naval. En tanto, la administración británica y norteamericana actuaron en base a limitar los buques de línea en desplazamiento, pero no en número. Y con una argumentación se analizó que sería picaresco desarmar al derrotado, si los ganadores no se desasían igualmente de sus armas.
El dedo delator angloamericano señalaba a Francia, desposeída del margen del Rin y del patrocinio del Tratado, por continuar, aunque fuera en proporción disminuida, con un ejército nacional asentado en el Servicio Militar Obligatorio. Por ende, Estados Unidos advirtió a Gran Bretaña que la prolongación de su alianza con Japón, que éstos últimos cuidaban minuciosamente, dibujaría un serio contratiempo para los lazos entre ambas naciones. De manera, que ésta llegó a su punto y final.
Esta desaparición causó agitación en Japón descifrada como una desconsideración del mundo occidental hacia una potencia asiática. Así, se desmoronaron numerosos nexos que a la postre hubiesen redundado para la paz. Japón se aplacaba con la suerte de que el desplome de Alemania y Rusia lo habían encaramado, aunque momentáneamente, al tercer lugar como potencia naval.
A fin de cuentas, el acuerdo de Washington determinaba para Japón un número de fuerzas muchísimo menor en grandes buques que para los Estados Unidos y Gran Bretaña.
En otras palabras: cinco para cada uno de éstos, mientras que a Japón le atañían tres. La cuota determinada estuvo a la altura de su capacidad naval y financiera durante varios años, estando a la expectativa con mirada circunspecta cómo las dos principales potencias navales disminuían recíprocamente su capacidad por debajo de lo que les habían otorgado sus recursos, además de lo que taxativamente les imponían sus cumplimientos.
Alcanzada la acotación de la primera parte de esta disertación, tanto en Europa como en Asia, los aliados dominadores fueron estableciendo las condiciones que en nombre de la paz, acomodaron el sendero para reactivar la guerra que estaría por llegar. Y en medio del chismorreo de temas insistentes, comenzó a entreverse en Europa un nuevo fundamento de choque.
Si acaso, más temible que el imperialismo de los zares y los káiseres.
No hay que dejar en el tintero que en Rusia, la Guerra Civil (7-XI-1917/25-X-1922) se consumó con la dominación incondicional de la revolución bolchevique. Los ejércitos soviéticos que progresaron territorialmente para imponerse a Polonia fueron repelidos en la Batalla de Varsovia (13-25/VIII/1920), aunque Alemania e Italia estuvieron en el alambre de la propaganda y las maquinaciones comunistas. Incluso Hungría anduvo durante un período a merced del dictador comunista Béla Kun (1886-1938). Amén, que Foch avistó que “el bolchevismo no había atravesado nunca las fronteras de la victoria”, los cimientos de la civilización europea se sacudieron el polvo durante los primeros años de la posguerra.
Era un grito a voces que el fascismo era la mancha o el repecho del comunismo.
A la par que Hitler prestaba servicios en Múnich a los oficiales alemanes, incitando en soldados y obreros un aborrecimiento insaciable hacia los judíos y comunistas, a los que culpaba del revés alemán, otro trotamundos, Mussolini, consagraba a Italia un nuevo programa de gobierno que al tiempo que afirmaba que preservaría al pueblo italiano del comunismo, se confería a sí mismo las pócimas de un dictador en toda regla.
Y en versiones equidistantes, mientras el fascismo emergió del comunismo, el nazismo se desenvolvió como pez en el agua a partir del fascismo. Aquello era una confirmación de lo que se avecinaba: estos movimientos afines estaban predestinados a echar a pique al mundo en laberintos horrendos, aunque no se puede apuntar que años más tarde hayan concluido con su desintegración.
En pocos años y con los ramalazos afilados de la Segunda Guerra Mundial in crescendo, comenzaron a esfumarse los vínculos entre los hombres. Bajo la supremacía hitleriana a la que estuvieron doblegados, los alemanes perpetrarían crímenes que todavía no encuentran comparación, en grado y perversidad, con ninguno que haya eclipsado la historia universal. Las masacres sistemáticas de gran alcance tanto de hombres, como mujeres y niños en los campos de ejecución alemanes, sobrepasan por doquier, en horror a los exterminios improvisados.
Finalmente, habiéndome adentrado en un paisaje de destrucción y cataclismo moral como jamás había conocido el espectro de los siglos precedentes, se previeron y materializaron el asesinato premeditado de ciudades, poblados y aldeas. Y como no podía ser de otra manera, el apocalíptico modus operandi de bombardear desde el aire urbes indefensas dirigido por los alemanes, iba a ser cumplido y reproducido por veinte, por el empuje progresivo de los aliados, hasta la coronación del lanzamiento de las bombas atómicas.
Nota del autor: “Mucho se ha escrito y seguirá abordándose sobre los avatares que precipitaron la llamarada de la Segunda Guerra Mundial en el Octogésimo Aniversario de su finalización. El ejercicio que me asigné a la hora de hilvanar estos cuatro artículos con sus pinceladas indelebles, ha intentado reeditar las vicisitudes constatadas en uno de los más clamorosos abismos entre dos fórmulas llamadas a envilecer el terror: la preservación o no del recuerdo, sin soportar la incomodidad de transitar literalmente entre un mar de referencias y aclaraciones, sobre todo, las que atañen a la idiosincrasia militar”.
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