Hacer memoria de la Historia de la Salvación no es aplicar de modo intransigente un punto de vista único y preciso de lo pasado, sino reconocer un pretérito en su acontecer y en la complejidad y verdad: la que surge de los precedentes históricos.
Sin ir más lejos, esta mirada retrospectiva es cristiana y la inspiración de la fe, siglos más tarde permanece indemne, aun cuando la secularización y la propagación de un enfoque agnóstico intente desvanecer de dónde procedemos y a qué cultura nos debemos; o a qué proyecto de vida históricamente estamos emparentados.
La fe cristiana que cuidadosamente nos ha sido revelada, no se disciplinó sobre el hombre con violencia, sino que fue fruto de la predicación apostólica que prematuramente, desde la última etapa del siglo I y la génesis del II, anunciaron sin complejos la Muerte y Resurrección de Cristo, el Hijo de Dios hecho carne y entregado al tormento de la Cruz para nuestra salvación.
Entre los primeros mensajeros del Evangelio de Jesús, resplandeció con luz propia Esteban (5-34 d. C.), joven colmado de fe y al que el Nuevo Testamento lo muestra como el heraldo del camino del Señor, defendiendo con convicción que Jesús es el Mesías prometido y anhelado por generaciones en el Pueblo elegido.
Y es que, apoyado en todo momento en las Sagradas Escrituras a la luz de lo acontecido conforme los designios divinos de Dios, Esteban, comprendió a la perfección, lo que habría de serle dado a Israel y la travesía que se contrasta desde Abraham hasta Jesucristo.
No obstante, la única fuente de información de primerísima mano y testigo fidelísimo sobre la vida y el episodio martirial de Esteban, queda refundido en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, abreviado, Hch, en los capítulos VI y VII, respectivamente, como uno de los elegidos más sensatos, prudentes, activos y llenos de compasión, llamado a ser incorporado al servicio del apostolado, para ocuparse en cuerpo y alma de la atención en las mesas, así como del socorro de los más pobres de la comunidad primitiva, que como reza en los Hch 6, 8: Esteban, “lleno de gracia y de poder, realizaba entre el pueblo grandes prodigios y señales”.
Aquellos primeros cristianos participaban de la comunión de bienes y compartían todo cuánto poseían con los más necesitados; y en épocas de zozobras, al igual que en vísperas de un acometimiento combativo, había muchas personas desplazadas que quedaban a merced de la beneficencia dispensada.
En los Hch se confirma que los helenistas, como por entonces se denominaba a los cristianos de lengua griega, creyeron que ellos y, fundamentalmente, las viudas que entre ellas se encontraban, se sentían discriminadas en las mesas públicas. Constatándose numerosos reproches y críticas en la repartición de la ayuda diaria, que en opinión nada desdeñable, aglutinaba más favoritismo a los que pertenecían a Israel, que propiamente a los desamparados y requeridos en calidad de forasteros.
Más adelante, cuando esta comunidad aumenta cuantitativamente de manera importante, los Apóstoles en su perseverancia por no descuidar la predicación, depositan la pastoral en manos de siete ministros de la caridad distinguidos como diáconos y cuya lista es encabezaba por Esteban, que se asocia al cargo derivado del verbo griego ‘administrar’, grado inferior al de sacerdote, auxiliando y asistiendo piadosamente a los desatendidos; siendo elegidos por voto popular y por ser hombres de buena conducta y de reconocida sabiduría y, subsiguientemente, ordenados por imposición de las manos.
Indiscutiblemente, dotado de la Palabra del Señor y ampliamente conocedor de las raíces escatológicas, Esteban, imitó el modelo de Cristo a quien amaba profundamente, hablando en público con fuerza y haciendo maravillas entre los asistentes.
“Entre los primeros mensajeros del Evangelio de Jesús, resplandeció con luz propia Esteban (5-34 d. C.), joven colmado de fe y el entorchado de los mártires al inaugurar el martirologio, porque abrió la senda de los demás mártires”
Tal es el impulso en su oratoria, que un número considerable de sacerdotes judíos se convirtieron a la nueva fe; si bien, conservaban los antiguos usos y normas de la Ley de Moisés o Ley mosaica.
Pero, por encima de todo, Esteban, estaba dispuesto a exponer según el Maestro, que la vieja Ley había sido invalidada. Por lo que no era de extrañar, que insistentemente aludiera a Jesús y los profetas para avalar su creencia, fundamentando que los hábitos externos y los ritos sagrados vetustos, adquirían menos trascendencia que el espíritu. Amén, que el templo podía destruirse, como en el pasado lo fuera, sin que la verdadera y eterna religión padeciera quebranto alguno.
Adelantándome a lo que a posteriori justificaré, por sus enseñanzas se inoculó el aborrecimiento en varias sinagogas, hasta acusársele de blasfemo con el consiguiente castigo de la lapidación, cuando abiertamente les proclamó los cielos abiertos y a Jesucristo reinante junto al trono de Dios.
Sin embargo, tan inmensa como era la eficacia de su sabiduría y el espíritu con que hablaba, aun así, no sometió a los espíritus inmundos de los rebeldes, porque para éstos, el atrevimiento de su mensaje pronto se erigió en un enemigo irreparable.
Obviamente, las Sagradas Escrituras son tan razonablemente antibiografistas, que de ninguno de sus protagonistas, incluyéndose a Jesús, no nos dice ni una sola pincelada que no sea rigurosamente en función de lo que se vaya a narrar sobre él. Y Esteban, no podía ser una excepción, a pesar del alcance que adquirieron los sucesos afines a la primera iglesia; únicamente, se verifica el curso excepcional de su martirio y los subsiguientes desenlaces, que paulatinamente se desencadenaron con el enfoque puesto en la persecución de los cristianos.
Su nombre, Esteban, en griego ‘Stephanos’, significa ‘corona’ y está relacionado con las actividades que habría de desempeñar en la Iglesia primigenia de Jerusalén tanto él, como sus compañeros Felipe, conocido como ‘el Evangelista’, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás.
Los años anteriores a la designación de servidor como diácono quedan en el anonimato, con la premisa que al ser su nombre de origen griego, se sugiere que fuese helenista. O séase, uno de otros tantos judíos que nacieron o vivieron fuera de las fronteras de Palestina, hasta caer en la influencia de la cultura helénica, cuya lengua nativa pertenecía al griego.
Después, el ministerio parece materializarlo básicamente entre el colectivo de los conversos helenistas, con los que de principio los Apóstoles estaban menos familiarizados. El matiz con la oposición obstinada a la que Esteban hubo de hacer frente en las sinagogas de los ‘Libertos’, ‘Cirineos’, ‘Alejandrinos’ y los que procedían de ‘Cilicia’ y ‘Asia Menor’, indica que normalmente catequizaba y adoctrinaba entre los judíos helenistas.
Con estos indicios iniciales, la Iglesia católica apostólica romana nos invita ardientemente a reflexionar y paladear con recto sentido, la riqueza de la vivencia real e intensa en los días santos de la Octava de Navidad, contemplando la semblanza de San Esteban, como el protomártir de la Iglesia.
En este marco, ‘mártir’, tiene su cimiento etimológico en ‘testigo’, ya se trate de una demostración en la vertiente histórica, jurídica o religiosa. Pero, en la praxis construida por la tradición cristiana, el nombre de mártir se utiliza exclusivamente al que ofrece su testimonio en sangre.
En el caso particular de Esteban, su martirio viene precedido de una represalia auspiciada por el arrebato y la envidia, ante quien a los ojos de Dios, era mejor intérprete del Pueblo con una argumentación más sólida.
Recuérdese al respecto, que en la Iglesia el martirio toma otra dimensión que Jesús nos desvela: es la reproducción íntegra de Cristo, porque la participación concluía en su obra de salvación: “El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán”, indica el Evangelio de San Juan 15,20. De este modo, el martirio de Esteban, rememora intensamente la Pasión de Jesucristo, hasta desentrañar el primer ensanchamiento de la Iglesia y la conversión de Pablo de Tarso.
Sin ir más lejos, la mística de la Historia de Israel de boca de Esteban, apremió a sus contendientes a la renuncia de su teología oficial. Cuando en realidad no existieron pruebas suficientes que lo desmontasen, la única escapatoria que dejó al descubierto eran la pugna y maldad enmascaradas con complicidad, hasta acabar con su vida.
San Lucas, puntualiza que los principales rivales de Esteban se concretaban en los judíos de la diáspora, que habitualmente solían frecuentar la sinagoga de los ‘Libertos’, posiblemente, antiguos presos del Imperio de Roma; y no es descartable, los esclavos con las condenas liberadas por el amparo benevolente de algún romano, que les permitía recuperar la libertad.
En esta tesitura, los judíos ortodoxos no admitían bajo ningún concepto, la interpretación cristiana de las Sagradas Escrituras, porque en la exégesis judía mantenían el criterio de su propia identidad. Con lo cual, valga la redundancia, el entendimiento de las Escrituras propuesto por Esteban, imponía hacer de Cristo el centro y contenido, acorde a lo que Jesús resucitado aludió a los discípulos de Emaús, quién partiendo de Moisés, distinguido en la tradición judía como ‘Moshe Rabbenu’ y de los profetas, les interpretó lo que se refería a Él en las Escrituras.
Gradualmente, se emprendió una conspiración que acorraló a Esteban, haciendo comparecer testigos ficticios hasta empujarlo ante el Tribunal Supremo, el Sanedrín, donde lo procesaron ilegítimamente por declarar blasfemias contra Dios y Moisés.
De golpe y deprisa, lo acecharon hasta dar con él en una de las callejuelas estrechas de Jerusalén, con el propósito de dañar la imagen de los cristianos que daban mucho que hablar, porque con sus gestos sencillos y formas de desenvolverse, atraían como un imán a las gentes. Sin soslayarse, que los sacerdotes daban voz, que el comportamiento de Esteban era una ignominia desconcertante, sobre todo, para quiénes andaban desorientados con sus palabras.
Llegado el instante de increparlo por su fe en el Crucificado; de cara ante el Sanedrín comenzó un diálogo que más que solicitar protección personal por lo que estaba en juego, con pelos y señales, era una ilustración que se tornó de lo común antiguo para alcanzar la salvación realizada por Jesucristo, que es lo nuevo.
A la vista de los congregados, no quedaba duda de la imputación, ahora más pronunciada por inquietar a la afluencia, más la rudeza de los ancianos y escribas que estaban llameantes con los primeros informes de la predicación de los Apóstoles. Como era de prever, Esteban fue prendido por decir “que Jesús, ese Nazoreo, destruirá este Lugar y cambiará las costumbres que Moisés nos ha transmitido”.
Para sorpresa y desconcierto de los que habrían de juzgarlo, la réplica de Esteban se sustanció en una extensa proclamación de las misericordias de Dios al Pueblo de Israel durante su prolongado caminar, y del desagradecimiento hasta el tiempo presente con el que Israel había respondido a estas misericordias.
Incuestionablemente, esta alocución refundía demasiados argumentos incómodos para los judíos, pero la recriminación definitiva de traicionar y asesinar al Justo, cuya venida habían profetizado con anterioridad los profetas y en este momento de boca de Esteban, indujo a la irritación de una audiencia constituida no por jueces, sino por traidores. Ni mucho menos, las frases de Esteban apelaban a un hombre figuradamente extraño, porque se expresaba con un lenguaje llano, pero la sintonía del emisor y oyente, no podía transferirse al estar en ondas totalmente confrontadas.
Con una predicación cimentada en la voluntad de Dios y probando la verdad con hechos concretos, aquello no podía ser tolerado y resistido por personas sugestionadas en la efervescencia del enrocamiento y acaloradas con la reprobación más atroz.
La similitud del juicio que sentencia a Esteban a la muerte con el veredicto digerido por Jesús, se asienta en idéntico guion al amañarse supuestos alegatos condenando a los dos: “Presentaron entonces testigos falsos que declararon: Este hombre no para de hablar en contra del Lugar Santo y de la Ley”.
Es sabido, que la inculpación de reniego contra el templo y la Ley de Moisés, aparejaba la pena de lapidación. Esta correlación comprende su singular esplendor, al perpetuarse la estela del profeta Daniel sobre la venida del Hijo del hombre en las nubes, atestiguado por Esteban en los segundos conclusivos de la agonía: “estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios”.
Conjuntamente, semejantes palabras hubo de contestar Jesús al interrogatorio del Sumo Sacerdote: ¿Eres tú el Cristo, el hijo del Bendito? Y dijo Jesús: Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo”. Cuando Esteban fijó su mirada atentamente al cielo y descubrió la gloria de Dios, inmediatamente, se abalanzaron para apedrearlo hasta matarlo.
Curiosamente, la lapidación de Esteban no se refleja en la narración de los Hch como una práctica de fanatismo popular.
“La ejemplarización de San Esteban, mártir de la Palabra de Dios y su intercesión, nos ayuden a dar testimonio vivo de la fe, porque Cristo vino para ser testigo de la verdad”
Tal vez, tenía que ser valorado por los que lo llevaron a su culminación con el procedimiento de la Ley. Y ésta, según su aplicación ordinaria, requería que los procesados apedreados se ubicaran en una prominencia de la superficie, desde la cual y con las manos amarradas eran arrojados abajo. De suponer, que mientras estos preparativos se ajustaban a las reglas impuestas, llegaría el lapso en que Esteban se puso de rodillas e hizo la siguiente invocación: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.
En seguida, la crisis que trae consigo en los discípulos la concordancia en la gloria de Jesús, pone en discusión los méritos acumulados, hasta vislumbrarse la enorme fragilidad e inconsistencia del género humano.
Al hilo de lo anterior, los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago el Mayor, pretendieron ocupar los dos importantes puestos de estar a la derecha e izquierda de Cristo en su Reino, induciendo a la reacción suspicaz del resto de Apóstoles, como una clara referencia que desde los orígenes existieron innumerables fracturas.
Evidentemente, los antagonismos propios entre los discípulos han persistido en la Iglesia Apostólica en los tiempos, y únicamente, el signo del martirio ha agrupado a todos los elegidos en la fidelidad, observancia y cumplimiento en Cristo. El Evangelio con la asistencia del Espíritu Santo, es ciertamente el que socorre y remoza a la Iglesia para superar cuantos inconvenientes y contradicciones afloran, solucionando en favor de la misión lo que ha de corroborar al mandato divino de Jesucristo.
Como relata el texto del Evangelio de San Mateo 28, 19-20: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y el Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
El amor a Cristo corta de raíz las desmembraciones entre los hermanos, para afrontar la persecución y la muerte que pueden provocar los enemigos de la Palabra de Dios y acechadores de la Iglesia.
En consecuencia, el proceder de San Esteban reproduce la primera muerte por Cristo después de la Resurrección, resultando imprevisible, atropellada, resentida y vehemente. Apelativos que podrían pulimentarse con gloriosa, inocente, intachable y decidida en el Señor. El fallecimiento del protomártir avivó la consternación y el desasosiego en Jerusalén, con el resultante afán de abandono por parte de los cristianos, que por el miedo se desperdigaron por las afueras.
Entre los que se hallaban in situ certificando la defunción de Esteban, era un joven judío llamado Saulo, futuro Pablo y Apóstol de los gentiles: su conversión al cristianismo tendría lugar pocos meses más tarde.
Sobraría decir en estas líneas, que Esteban es el entorchado de los mártires al inaugurar el martirologio, porque abrió la senda de los demás mártires.
En él se consumó el sermón de Jesucristo, no había nada de sorprendente en su lapidación porque se encuadraba en lo previsto: “como corderos en medio de lobos…”, “os azotarán en las sinagogas…”, “el discípulo no está por encima de su Maestro, ni el siervo por encima de su Señor…”, “no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma…”, dichosos cuando os injurien y os persigan por causa de mi nombre…”, o “bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia…”.
De hecho, así despuntó el apostolado de los primeros enviados a predicar la Buena Nueva: “gozosos de haber sufrido por el nombre de Jesús”; pero, hasta entonces, no se había entregado la vida a cambio de la salvación por otros. Era visible que Jesús les había anunciado: “seréis mis testigos”. ¿Acaso, no encarna esto la palabra mártir?
Finalmente, la ejemplarización de San Esteban, mártir de la Palabra de Dios y su intercesión, nos ayuden a dar testimonio vivo de la fe, porque Cristo vino para ser testigo de la verdad.