Hasta los prolegómenos del siglo XX, cada una de las tentativas de penetración europea en Marruecos quedaron frustradas. Desde 1830, Francia controló Argelia y a partir de 1881 el Protectorado de Túnez; pero, era un grito a voces que ni Gran Bretaña, Alemania y España estaban por la labor que los franceses hiciesen lo mismo con Marruecos. Al unísono, los ingleses movían los hilos para internacionalizar Tánger y así preservar Gibraltar.
Lo cierto es, que Marruecos era un estado pobre y en buena medida desértico, abrupto y con una urbe socialmente polarizada. El poder recaía en el Sultán, cuyo mando debía ser refrendado por los ulemas; término que literalmente significa “los que tienen conocimiento” o “los que saben”, como consejo de hombres doctos y religiosos de Fez y Marrakech, las capitales del Norte y Sur del país.
Habitualmente, la población contemplaba la autoridad espiritual del Sultán, en parte, valga la redundancia, la autoridad política. Ya en 1900, el Sultán gobernaba dos franjas específicas: las incluidas entre Tánger, Fez y Rabat; y Rabat, Marrakech y Mogador. O lo que es igual, el 20% del territorio y el denominado ‘Blad el-Majzen’ o zona del Gobierno, frente al ‘Blad es-Siba’ o zona rebelde. Ni que decir tiene, que la presencia del Ejército Real doblegaba cualquier comarca.
España, mientras tuvo a su disposición el continente americano, no se interesó demasiado por Marruecos. En otras palabras: África solo era atrayente en cuestiones relacionadas con la inspección de la piratería y la seguridad de las plazas españolas.
Con el reinado de Su Majestad la Reina Isabel II (1830-1904) se pretendió enmendar la plana con una estrategia de influencia, en forma de expediciones militares al Océano Pacífico, a la Cochinchina o México. En la última etapa del siglo XVIII, España controlaba Ceuta, Melilla, Vélez de la Gomera y Alhucemas, y en el siglo XIX se incorporaron las Islas Chafarinas: Isla del Congreso, Isabel II y Rey Francisco.
Una vez catapultados los asentamientos americanos y perder el protagonismo como imperio ultramarino, España observaba a Marruecos con otros ojos, pero en aquellos instantes las extensiones africanas estaban en el punto de mira del colonialismo europeo y, obviamente, los hispanos se plantearon un enfoque discreto para no encrespar o desencadenar las iras de otras potencias al alza.
España, era más bien considerada en el tablero internacional como un actor de segundo orden, porque no imponía ningún tipo de aspiración o derecho sobre las superficies al otro lado del Estrecho de Gibraltar, frente a la balanza contraria de Francia, Alemania o Gran Bretaña.
Es justo y obligado recordar, que el 1 de marzo de 1779, España y Marruecos refrendaron un compromiso en Mequinez que abrió las puertas a una política comercial y de buena vecindad. Ambas naciones aceptaron directrices comerciales, libertad de navegación y derecho de pesca española en aguas marroquíes.
Sin embargo, a lo largo y ancho del siglo XVIII e inicios del XIX, comenzaron a aflorar algunas fricciones. Tómense como ejemplos, los hechos surgidos en el año 1856, cuando corsarios magrebíes capturaron el falucho ‘San Joaquín’. El Gobierno de Leopoldo O´Donnell y Jorís (1809-1867) envió una flota a Tánger y el Sultán se comprometió a compensarlo con dos mil duros de desagravio. Posteriormente, en 1859, España reclamó la entrega de terrenos colindantes a Melilla para afianzar su defensa. En tanto, que el Sultán admitió únicamente que se agrandaran los términos de este enclave y, en su efecto, el 24 de agosto se legalizó el Tratado en Tetuán.
Ese mismo año, en los límites fronterizos de la Guarnición de Ceuta, se dispuso el reemplazamiento de los antiguos postes y casetas de plancha por una pequeña construcción fortificada conocida como ‘Santa Clara’; ahora, decorada con las armas de España y mejor dispuesta a las condiciones de vida de quienes debían ocuparla.
Pocas jornadas distaron para que esta obra indignara a la ‘Cabila de los Anyeras’, que al no ver satisfechos sus reproches, desbarataron la edificación todavía sin finalizar y destrozaron el escudo español. Inmediatamente, el Gobernador de Ceuta, don Ramón Gómez Pulido (1811-1875), instó al Caíd del correctivo a los causantes, pero éste argumentó que la agresión había sido obra de los anyeras. Con lo cual, se apoyó en que él no tenía ninguna responsabilidad sobre lo acaecido.
Los trechos avanzaban y los anyeras persistían en su afán de acoso en toda regla a la clase obrera y soldados, lo que impulsó al Gobernador a solicitar al cónsul de España en Tánger, don Blasco del Valle, que a la mayor celeridad mediara para clarificar los altercados.
Cómo era de esperar, éste reclamó al Delegado del Sultán, el Jatib, la reparación del escudo y el saludo correspondiente de las tropas; igualmente, apremió la entrega a España de los autores del atentado, en el que supuestamente habían intervenido doce hombres que debían ser condenados; como la de realizar cuántos trabajos considerase pertinentes dentro de su demarcación, así como las medidas adecuadas para impedir la reiteración de dichos episodios.
En esta disyuntiva, el cónsul confirió al Majzen o Gobierno un plazo de diez días para contestar, intervalo puntual en el que se ocasionó el fallecimiento del Sultán Muley Abderrahman (1778-1859). Circunstancia, en los que España prolongó la espera hasta en dos ocasiones. Entretanto, su hijo, Mohamed IV (1803-1873) tomaría las riendas, pero no obedeció el mandato transmitido por su predecesor. En otro orden de cosas, porque la objeción ofrecida por Marruecos cabría apuntalarla como dudosa e incierta.
El Majzen, que antiguamente designaba al Estado, procuró que los anyeras claudicaran en sus ataques; pero, a fin de cuentas no lo logró. El Jatib exploró la intervención del cónsul británico en Tánger W. Drummond Hay, que recientemente acababa de suscribir un convenio británico-marroquí.
Drummond, le recomendó la entrega de los cabileños promotores de la acción, implicándose a interceder por ellos en Madrid. Pero, a toda costa, la ‘Cabila de los Anyeras’ alardearon para que el Majzen se inclinase por ellos, y éste contestó a España que se encargaría de dar su merecido a los culpables.
Definitivamente, el 22 de octubre, ante la actitud de desplante y provocación, o séase, una semana más tarde que se extinguiese el ultimátum dado, las Cortes Españolas declaraban la Guerra a Marruecos (22-X-1859/26-IV-1860).
Con el devenir de los acontecimientos los criterios y valoraciones sobre este lance eran disonantes: entre los contemporáneos, se sostuvo que la lógica ayudaba a España para salvaguardar su dominio. Pronto, numerosos historiadores razonaron que el conflicto en sí, era una argucia del Presidente del Gobierno, jugando al despiste con las rigideces internas hacia una empresa exterior.
Sucintamente, en noviembre se daría por activado el desembarco de las tropas en Ceuta. Si bien, hay que considerarlo como una fase acompasada por la severidad climatológica y en los que gradualmente se adecuó un campamento en el Serrallo.
De esta manera, el 1 de enero de 1860 se emprendió el avance. Ni mucho menos fue una operación manejable para fuerzas convencionales que no estaban provistas lo adecuadamente, ni instruidas para contrarrestar a las cabilas rifeñas expertas y duchas en la guerra de guerrillas. La primera ofensiva se desarrolló en los altos y el valle de los Castillejos, de ahí su nombre, ‘Batalla de Castillejos’ (1-I-1860), emplazado a unos cinco kilómetros al Sur de Ceuta; más adelante, tras siete días de intensas luchas, se libró la ‘Batalla de Tetuán’ (4-II-1860).
En la primera, el contingente hispano estuvo a punto de ser vencido, rehaciéndose por la comparecencia de las tropas del General Zabala y Gallardo (1842-1897) y su apoyo al flanco; amén, de la flota que mantenía a las fuerzas enemigas apartadas de la costa y la interposición resuelta por el General Juan Prim y Prats (1814-1870).
Finalmente, el ejército español penetró en Tetuán el 6 de febrero, aunque ya había sido arrasada por los cabileños. La toma de este territorio no podía prolongarse en exceso: las bajas considerables por una epidemia de cólera recrudecida por las escaseces contraídas, confluyeron en un escenario infernal.
Las tribus nómadas desplegaron una eficiente campaña en la que no le perdieron la cara. El 23 de marzo, los rifeños lanzaron un asalto sustanciado en la ‘Batalla de Wad-Ras’ (23-III-1860), con otro revés para las partidas del Sultán y decisiva para los logros hispanos. Dos días después, se entablaron las conversaciones de paz.
Sin lugar a dudas, la complejidad bélica desplegada en tierras africanas gozó de un notable renombre entre la ciudadanía; entre ellos, los voluntarios catalanes y vascos que se enrolaron a las filas enardecidos, porque aún no concurría el nacionalismo. Paralelamente, se engrandeció el entusiasmo de O´Donnell, Prim y Antonio José Teodoro Ros de Olano y Perpiñá (1808-1886), al erigirse en figuras ilustres.
Los cañones capturados en la ‘Batalla de Wad-Ras’ se fundieron en 1865 en la Real Fábrica de Artillería de Sevilla con operarios de esta misma ciudad y Trubia, extrayéndose los leones que actualmente adornan la entrada del Congreso de los Diputados: a la derecha, Hipómenes, y a la izquierda, Atalant.
Quién mejor puede reproducir lo retrospectivo de un pasado como el retratado en estas líneas es el pintor, acuarelista y grabador don Mariano Fortuny y Marsal (1838-1874), que concretó en un gran lienzo la ‘Batalla de Tetuán’, exponiendo a un Prim atrevido y batallador, sable en mano y doblegando al adversario; y a un O´Donnell, inquebrantable y seguro, conduciendo a la milicia con un bastón a la victoria.
Llegados hasta aquí, España no sacó partido de su triunfo. Primero, como inicialmente se ha referido, la estancia de España en Marruecos motivaba la desconfianza de franceses y británicos. Y segundo, el mantenimiento de un ejército de ocupación era impensable para los resquicios económicos del país. Del mismo modo, sobrevolaba una tendencia imperialista que respaldaba la efectiva ocupación de la zona.
Marruecos sospechaba, como era el caso de Argelia, que podría ser presa de las potencias occidentales. El Tratado se signó en Tetuán el día 26 de abril de 1860, por el que el Sultán admitía los límites exteriores de Ceuta y la posesión española de Santa Cruz de la Mar Pequeña, junto con una compensación de 400 millones de reales. Con el matiz, que hasta que no se liquidase en su integridad el desembolso, España retendría Tetuán que concluyentemente se cedió el 2 de mayo de 1862.
Para sufragar a España, Marruecos no tuvo otra alternativa que concertar un adelanto con Gran Bretaña, que de por sí entrañaría la renuncia de gran parte de sus ganancias aduaneras. Londres demandaba la rápida liquidación, porque presumía que España apostase por permanecer en el Norte de África.
El 20 de noviembre de 1861 se acordó un nuevo Tratado de Comercio, a la par que las cláusulas de libertades y derechos determinó la exoneración de impuestos españoles en Marruecos.
Una vez más, se convino la jurisdicción consular, o lo que es igual, el ciudadano español en Marruecos se regía por las prescripciones españolas, exceptuando los sumarios criminales, en que la justicia era practicada por el gobernador o cadí marroquí. No ha de soslayarse, que esta atribución consular derivó en múltiples desavenencias y atropellos.
En la misma línea, se consintieron los derechos de comercio y de pesca antes vistos. En definitiva, Marruecos no culminó el abono de la deuda acordada con España, pese a serle intervenida las aduanas de algunos puertos.
El pacto comercial otorgaba a España algunas prerrogativas que súbitamente quedaron revocadas, sencillamente, porque de la misma manera, Marruecos se lo reconoció a otros estados. En esta coyuntura, incrédulos, los comerciantes españoles vieron como otros negociantes europeos les despojaban del mercado.
Por el Tratado de Tánger de 26 de junio de 1862, se tipificaron los límites de Melilla y se asentó un espacio neutral que, hoy por hoy, está tomado por Marruecos. Poco a poco, la balanza se inclinó para el Viejo Continente que en demasía se sugestionó por Marruecos. Simultáneamente, el país alaouita se convirtió en una traba en el espectro internacional, el distinguido ‘drama marroquí’, movido por la decadencia de sus laberintos internos y la codicia europea, evidenciaron la rivalidad económica.
En la segunda mitad del siglo XIX, quedaba al descubierto la Gran Bretaña impacientada por las supuestas aspiraciones españolas por Marruecos y Tánger; principalmente, al surgir disputas fronterizas en torno a Ceuta y Melilla. Sin ir más lejos, España optó por demorar hasta 1934 el acomodo de Ifni, para evitar posibles pugnas con Gran Bretaña y Francia. En 1880 se celebró la Conferencia de Madrid y ante la falta de entendimiento entre galos y británicos, se acordó proseguir con la situación habida en Marruecos. Y por si fuese poco, España atenuada de cara a Europa, no interpuso ninguna de sus pretensiones, pero conservó el statu quo que de momento le permitió posponer la cuestión.
A pesar de todo, Marruecos estaba a merced de las pretensiones europeas.
Mientras en 1881 Francia se apoderó de Túnez, Italia no titubeó en aliarse con Austria y Alemania. Así, los galos amplificaron la divisoria argelina por el Sur de Marruecos. En 1884 y 1885, respectivamente, se llevó a cabo la Conferencia de Berlín en la que irremediablemente volvió a salir el trasfondo marroquí, pero cualquier ajuste planteado, debía ser sistemáticamente estudiado por las grandes potencias.
Ya, en 1887, hallándose en las últimas horas el Sultán Mulay Hassan, agonizando, España, en previsión de posibles conflictos y forcejeos en territorio marroquí, concentró barcos y tropas en el puerto de Tánger y Andalucía. Era palpable la amenaza de revueltas conducentes a una hipotética acometividad a nivel europeo.
En ese período preciso, España estaba presidida por el Gabinete Liberal del que era Ministro de Gobernación don Segismundo Moret y Prendergast (1838-1913), un impetuoso intervencionista, frente a don Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897), más precavido y moderado.
Alcanzado el año 1890, subió al trono el Kaiser Guillermo II (1859-1941) de Alemania y con ello, se dio por reactivada una política de rigidez permanente entre Gran Bretaña y Alemania por la hegemonía imperialista. Indiscutiblemente, Marruecos con su entorno estratégico en la vertiente mediterránea, se erigió en una pieza fundamental en las discrepancias terrestres africanas.
Indistintamente, los políticos españoles eran discretos y herméticos con la realidad que vivía Marruecos, pero intuían que terminaría en manos de algún dominio colonial. Recuérdese al respecto, que en 1887, se implementó una negociación entre España e Italia, al objeto de sostener el statu quo Mediterráneo: Italia, traspasó a España un pequeño sector en el Mar Rojo situado en la bahía de Anab, para albergar una base carbonífera con miras a la navegación y comunicación con Filipinas, que curiosamente jamás ocupó.
En otro orden de cosas, el Presidente del Consejo de Ministros don Práxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar (1825-1903), molesto con las artimañas diplomáticas de su Ministro Moret, acabaría retirándolo de la cartera de Estado. Entre 1900 y 1912, surgieron grupos de presión colonialistas que encomiaban la incursión en Marruecos. En este sentido, insistieron Centros Comerciales de Barcelona, Madrid y Tánger, tutelados por empresarios acérrimos a un encaje pacífico.
Con este talante, en 1907, se armonizaron diversos Congresos Africanistas como en Madrid, Zaragoza y Valencia, que desencadenaron en una efervescencia cristalizada con la creación en 1913 de la ‘Liga Africanista Española’: una sociedad dispuesta a forzar al Estado y a la opinión pública en lo que atañe a los intereses y derechos en África.
Consecuentemente, años más tarde de la ‘Guerra de África’, o ‘Primera Guerra de Marruecos’ o ‘Guerra Hispano-Marroquí’, se hizo visible la discordancia entre la tesis de una ‘penetración pacífica’, ‘pacifista mercantilista’ o ‘civilizadora’, en contraposición al empleo de las reglas de juego represoras ajustadas a la política colonial.
Los fracasos militares y su lógico desangre, o la adaptación parsimoniosa y la colonización efectiva; además, de la obstrucción religiosa y cultural del gremio rifeño y el exiguo alcance económico de la explotación, tanto del Protectorado como de Guinea y Fernando Poo, hilvanaron una profunda incertidumbre que llegaría hasta la Guerra Civil Española (17-VII-1936/1-IV-1939).
En un punto y coma, en poco más que media centuria, España anduvo del fervor patriótico fraguado con O’Donnell, a la desmoralización provocada por Manuel Fernández Silvestre (1871-1921).