Los ciudadanos conocen desde ayer los bienes que diputados y senadores han declarado poseer. Los hay manifiestamente ricos y sorprendentemente ‘pobres’. La exposición pública de sus propiedades y del dinero que guardan en cuentas bancarias sirve para alimentar la curiosidad de los lectores. No tiene más utilidad que ésa. No puede ser defendida como una apuesta por la claridad y la limpieza de la vida política porque esta iniciativa carece de valor por sí sola. No representa ningún impedimento para quien acepta corromperse, tan sólo es una pequeña dificultad de fácil solución con el asesoramiento adecuado.
Otra vez la clase política se ha quedado en un gesto que por sí solo no basta para aportar ninguna solución. No lava su imagen simplemente porque algunos datos difundidos resultan increíbles.
Bien distinto hubiera sido que ante determinadas declaraciones de propiedades y dineros, tan paupérrimas unas y tan boyantes otras, se hubiera abierto de oficio una investigación oficial para determinar la veracidad de los datos, la posible ocultación de ingresos, su procedencia o el desvío de capitales a cuentas de familiares o personas de confianza. Sin embargo, no parece que vayan a ir por ahí los tiros. Cuando surgieron las dudas sobre la sorprendente progresión que había experimentado el patrimonio de José Bono, las averiguaciones, aclaraciones y explicaciones no arrojaron ninguna luz. Más bien ocurrió lo contrario, todo quedó oculto tras un velo de sospecha. No se investigaron entonces los dineros y propiedades del presidente del Congreso y no se investigarán ahora las dudas que surgen con la publicación del patrimonio de algunas de sus señorías.