CONMEMORAMOS esta semana, la humanidad en general y los cristianos en particular, el nacimiento, hace más de veinte siglos, de Jesús de Nazaret, niño que naciera en un humilde establo de Belén y que, años más tarde, durante su juventud, nos transmitiera a todos los seres humanos su revolucionario mensaje de paz y de fraternidad.
Dice la tradición cristiana que, en la noche de su nacimiento, los ángeles en el cielo cantaban un estribillo que decía “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Cabría interpretar, del análisis de este estribillo, que la paz, que todos deseamos, no es un regalo que se nos otorgue de manera gratuita, sino que se espera de nosotros, para poder recibirlo, una previa disposición de buena voluntad.
Son días éstos en los que, aún aquellos que no participan de la creencia militante en el mensaje de este niño, cuyo nacimiento, los cristianos, no sólo conmemoramos, sino que, incluso, celebramos, transmiten mensajes de buenos sentimientos y buenos propósitos para, de ser posible, contagiar los deseos de paz y buen entendimiento en el entorno próximo de todos. No sólo en la lejanía sino también en nuestras inmediaciones.
Sirvan estas líneas para, desde ellas, transmitir los mejores deseos a todos los seres humanos, cristianos o no, de paz y prosperidad. Encabezo las mismas con el saludo franciscano con el que Francisco de Asís envió a sus colaboradores a predicar el mensaje de Jesús por todo el mundo. Cuando éstos le preguntaron en qué dirección tenían que partir y qué tenían que decir, él les envió en todas direcciones y les dijo que comenzaran sus predicaciones con estas palabras: “Paz y bien”. No he conocido cultura ni modo de entender la vida en el que la manifestación de este deseo no sea bien recibido.
No obstante, no es menos cierto que, a pesar de ser un deseo universalmente bien recibido, no es, precisamente, la realidad en la que viven inmersos la mayor parte de los seres humanos. Existen unos 60 conflictos abiertos en el mundo de diferente intensidad y provocados por diferentes causas.
Si el año pasado, por estas fechas, lamentábamos la existencia de un conflicto terrible, agudizado en la europea Ucrania, como consecuencia de la invasión de la misma por parte de las Fuerzas Armadas de Rusia, hoy, mientras que este conflicto permanece activo, lamentamos la existencia de otro conflicto abierto recientemente, el pasado mes de octubre, no hace aún tres meses; éste, precisamente en las proximidades de la tierra en la que naciera Jesús de Nazaret, en la franja de Gaza, entre Israel y Hamas con brutales consecuencias para los habitantes de esa parte del mundo.
La comunidad internacional clama por un alto el fuego en este nuevo conflicto y por una reducción de las causas que dieron lugar a su comienzo, en esta etapa, ya que el conflicto, propiamente dicho, lleva abierto casi tres cuartos de siglo, desde la descolonización británica de Palestina, tras la Segunda Guerra Mundial y el nacimiento del estado de Israel.
Como observadores externos de estos conflictos, cabe preguntarnos, en estas fechas navideñas en las que, como digo, todos los seres humanos, cristianos o no, parecemos especialmente sensibles a la diseminación de los mejores deseos de paz y bien, cuál es nuestra postura personal ante los mismos y cuál es nuestra aportación para que lleguen a su fin o se resuelvan de manera satisfactoria las causas que dieron motivo a su comienzo. Es para ello necesario, en mi opinión, mirar las actuaciones de unos y otros de una manera, a la vez, crítica pero desapasionada, que nos permita anteponer la recuperación de la paz (de una paz justa) a cualquier otra consideración u objetivo.
Puede venirnos bien para este análisis personal de nuestras posibles aportaciones una reflexión, también de San Francisco de Asís, en forma de oración, en la que él proponía disposiciones anímicas para ser instrumentos de paz. La oración dice así:
“Oh, Señor, hazme un instrumento de Tu Paz.
Donde hay odio, que lleve yo el Amor.
Donde haya ofensa, que lleve yo el Perdón.
Donde haya discordia, que lleve yo la Unión.
Donde haya duda, que lleve yo la Fe.
Donde haya error, que lleve yo la Verdad.
Donde haya desesperación, que lleve yo la Alegría.
Donde haya tinieblas, que lleve yo la Luz.
Oh, Maestro, haced que yo no busque tanto
ser consolado, como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.
Porque es:
Dando, que se recibe;
Perdonando, que se es perdonado;
Muriendo, que se resucita a la Vida Eterna”.
Fue San Francisco de Asís también el que introdujo entre los cristianos la costumbre de representar el nacimiento de Jesús de Nazaret, el Niño Jesús, mediante la confección de los tradicionales nacimientos o belenes, representación escultórica, de mayor o menor envergadura o de mayor o menor valor artístico, de aquella escena de la historia de la humanidad, que es, en sí misma, una evocación a la paz y al bien.
Es mucho, por lo tanto, lo que todos y cada uno de nosotros podemos hacer para la consecución de ese fin, que todos consideramos deseable, de la paz entre los seres humanos. Más que esperar a ver qué hacen los demás y quejarnos de que no hagan lo que esperamos de ellos, tomemos la iniciativa y seamos nosotros los auténticos promotores en nuestro entorno de auténticos ambientes de paz, concordia y armonía entre nosotros. De poco sirve expresar con vehemencia nuestros deseos de que los problemas sobre los que tenemos poca capacidad de influencia se resuelvan por parte de actores lejanos, si nosotros no contribuimos a la generación de la paz en nuestras inmediaciones mediante la manifestación genuina y las actuaciones consecuentes de los universalmente reconocidos deseos de paz y bien.