Para apoyar la Cumbre Social de Granada, organizada por colectivos sociales como alternativa a la que se ha llamado la Cumbre de la Alhambra, donde España estrena presidencia de la EU y reúne a 44 Jefes de Estado y de Gobierno (con su séquito de 1.000 participantes por delegación, más 3.000 periodistas y 1.000 personas de seguridad), he decidido opinar a través de una parábola sobre el Cambio Climático, por si en sus ratos de asueto, mientras buscan refrescarse para soportar el veranazo de San Miguel, ahí llevan la penitencia, tienen a bien leerla.
Algunos malintencionados dirán que al utilizar esta figura literaria, estoy convirtiendo a los ciudadanos que pelean por sus derechos, en devotos de una nueva religión, o miembros de una secta. Nada más lejos de la realidad, porque ante la emergencia climática, la desigualdad social, económica, la ausencia de libertad y justicia, y el sometimiento de las clases dirigentes al capital, no se pide un acto de fe, sino un respaldo a la comunidad científica que nos lleva avisando décadas de que, como cantan los granainos 091, “al borde del abismo nos han visto correr”.
Si me decido por la parábola es porque a Jesús le funcionó para hacerse entender a lo largo de la historia. Evidentemente, no soy él, ni mis palabras son tan certeras y revolucionarias como las suyas, lástima que las hayan prostituido. Pero vamos a lo que vamos, que con la Iglesia no quiero toparme hoy.
“Un ciudadano encorbatado, tras el triple carajillo mañanero, con la soberbia por bandera y ganas de reírse de los manifestantes contra el uso de combustibles fósiles, se acercó y les preguntó ¿y qué queréis, volver a los carros tirados por burros?
Uno de los jóvenes bajó su pancarta de “No hay planeta B” y le dijo: “Permítame que le hable de un niño tímido que creció pensando que el alcohol no debía ser malo, porque sus padres, en las fiestas familiares, lo bebían en abundancia y generaba un agradable ambiente de risas y felicidad. Tanto era así, que sus primeros sorbos se los ofreció su padre, tras una orgullosa sonrisa, como un rito de iniciación.
Sintiéndose el adulto que no era, cuando comenzó a salir con sus amigos, criados bajo las mismas experiencias, repitió el modelo y recurrió al alcohol para desinhibirse, disfrutar de la noche y la camaradería.
Creía que su verdadera personalidad era la que sobresalía en aquellos ratos en los que, con un vaso en la mano, se atrevía a hablar con las chicas, era más ingenioso y no se dejaba avasallar por los que en el instituto se burlaban de él. Convencido de ello, se confió a la copita de brandy para que le diese el empuje, la claridad y la fuerza que necesitaba en cada momento. Gracias al alcohol se declaró a su mujer, aprobó los exámenes de la carrera y superó las diferentes entrevistas de trabajo que lo encumbraron en su etapa profesional.
Cada dificultad la enfrentaba con una copita, cada éxito lo celebraba con otra, cada fracaso lo ahogaba en la penúltima. Sus amigos, su familia, le advirtieron, pero entre risas decía que gracias a él, y los impuestos legales al alcohol, el Estado podía seguir construyendo carreteras, hospitales y colegios. Además, añadía, que si fuese tan perjudicial, no estaría al alcance de todos ni sería tan fácil comprarlo.
No lo vio venir, y cuando se rompió un brazo, culpó al ayuntamiento por el socavón en la acera. Cuando se estrelló contra el coche del vecino, lo culpó por aparcarlo mal. Cuando golpeó a su mujer, la recriminó por no entender la presión a la que estaba sometido. Cuando sus hijas empezaron a mirarlo con miedo, pena y resignación, las acusó de estar manipuladas por su madre. Cuando se recuperó del infarto, desoyó al médico y lo redujo todo a la falta de ejercicio. Cuando lo echaron del trabajo, increpó a sus compañeros de ambicionar su puesto.
Siempre encontró una excusa, un parche, un culpable al que señalar. Dicen que su última noche, solo, arruinado y enfermo, tras el último trago, tuvo un segundo de lucidez mirando la botella “eres el origen de mis males, tú envenenaste mi mundo”.
Aquel niño, y los que lo sufrieron, fue una víctima de un sistema que se enriquece, nos explota y somete, sin importarle nada más. Luego nos acusa de incívicos, de mal ciudadanos y de no seguir sus sencillas reglas para evitar los problemas que su avaricia genera. No debes preocuparte, ellos se ocupan de todo, tú factura, pórtate bien y no rechistes.”
Aquel individuo no debió entender nada porque, mientras se marchaba menando el rabo y apretándose orgulloso la correa que lucía al cuello, siguió rebuznando sus proclamas a los manifestantes.