Presumo –porque puedo– de ser amigo de don Eduardo Morillas. Sí, sí, el pintor que vive en la calle de Ledesma con su adorada Francis en la calle de Ledesma, aquella que desemboca en la plaza de una heroína poco conocida en su tierra, Doña Adriana, la mujer del oficial almacenista que cayó fulminado en el Sitio del Sultán y que asumió las labores y responsabilidades de su difunto, masacrado esposo. Eduardo nada tiene que ver con aquellos episodios del siglo XVIII.
La vida artística del señor Morillas nace cuando se asocia a otro de los grandes, don Victorio Manchón, viajaron a tierras madrileñas y Victorio se quedó por aquellos páramos para desembocar en Asturias y Eduardo regresó a Melilla para firmar una creativa trayectoria con los pinceles en ristre.
El pintor desciende cada día desde el primer castillo de Melilla, primer recinto, –“siempre soñé con vivir en Melilla la Vieja”–, dice y se marcha al ‘Barrio de los Pintores’, flanqueado por Querol y Duquesa de la Victoria. Marcha a la calle Fortuny para trabajar en la casa que poblaron Juan Guerrero Zamora y su familia. Allí tiene taller, cocina, lienzos, caballetes y mini-exposición. Pero, sobre todo, tiene cariño. Eduardo celebra la llegada de los amigos con una cervecita, un zumo o un cigarrillo –él no fuma pero lo consiente– indulgente para celebrar un alto artístico en el camino del curioso.
Está muy cerca de la plaza de toros. Es que el señor Morillas es taurino por antonomasia. Cada Corpus, agarra el todo terreno desde su Ojíjar residencial –temporalmente– para desembocar en el coso taurino granadino. Nunca va ligero de equipaje porque siempre, siempre, lleva una libreta, un lapicero y una digital para captar detalles. La colección de carboncillos ‘en directo’del pintor melillense no tiene precio. Es tremenda. También lleva los episodios taurinos a la acuarela. Mi casa es grandísima exposición de la vertiente taurina de don Eduardo Morillas.
Con este pintor se llega a saber qué significa la inspiración artística. En una de sus últimas muestras, celebrada en el Club Marítimo, la temática era exclusiva: Flores, pero flores modestas, como él. Claro, sus amigos, sabedores de la riqueza de sus marinas en acuarela y sus manchas semi-abstractas, nos preguntábamos “¿qué le pasa a Eduardo, que está pintando flores?”. El maestro de pinceles tiene en la provincia granadina un chalecito –también tan modesto como él y Francis– con muchas flores y decidió: “Jamás he pintado flores, ahora voy a hacer una exposición basada en flores”. Hombre de poca debilidad y muchísimo entusiasmo, lo consiguió.
Y luego está el factor humano. Es una delicia sentarse en un banco del ‘Pueblo’ con Morillas y un magisterio gratis que te forma en la historia de Melilla y de sus gentes. Cuando habla de aquella privilegiada hornada de melillenses cultos: Miguel Fernández, uno de ellos, de esas tertulias que se celebraban en casa de Miguel o en su semi-ático de Fortuny, se te ponen los pelos de punta. La cultura estaba viva y pasaba de rincón a rincón del inmueble y, siempre bajo la vigilancia de un buen vaso de güisqui, un olor a distinción humeaba en las estancias de ese bello rincón de calles ensoleradas. Y todo era improvisado, según te pillara el cuerpo o las seseras.
Ha sido docente fundador de la Escuela ‘Tierno Galván’, antes Escuela de Dibujo del Ayuntamiento de Melilla y hoy sigue enseñando. ¿Qué enseña fuera del centro?: Humanismo, amistad, ternura y vida. El señor Morillas ha dejado de ser profesor de todos para convertirse en catedrático de unos pocos que tenemos la inmensurable fortuna de compartir con el maestro minutos y amistad. Olé mi pintor, olé Eduardo Morillas.