Los antagonismos en términos de política exterior entre los Estados Unidos de América y la Federación de Rusia, es una cuestión de especial calado dentro de los objetivos internacionales del siglo XXI, hallándonos ante una especie de remodelación del clima de la ‘Guerra Fría’ (1947-1991) que tuvimos durante el siglo pasado. Si bien, parece que aún aglutina un largo destello de escepticismos.
Lo cierto es, que las rigideces entre ambos estados han vivido una escalada de tiras y aflojas, interpretadas en hechos constatados como la supuesta conspiración o interferencia en las ‘Elecciones Presidenciales’ de 2016 o un nuevo frente bélico; o el esparcimiento en las redes de noticias falsas conocidas con el anglicismo ‘fake news’, como arma política y emblema de desbarajuste en las democracias occidentales.
Es sabido, que las relaciones entre Washington y Moscú siempre han sido dificultosas, sobre todo, en el siglo XX. A ello hay que sumar la política exterior conducida por Vladímir Vladímirovich Putin (1952-68 años), que no la lleva de manera tan superficial como se estima. Y es que, desde la conclusión de la pugna política, económica, social, ideológica, militar e informativa emprendida tras la consumación de la ‘Segunda Guerra Mundial’ (1-IX-1939/2/IX-1945), entre el ‘Bloque Occidental’ encabezado por EEUU y el ‘Bloque del Este’ liderado por la Unión Soviética, las sucesivas administraciones norteamericanas llegadas, no han estado a la altura de las circunstancias para hacer valer el momento histórico y, tal vez, de tender la mano a una Rusia que pretende escabullirse de las desidias y estereotipos ideológicos, y que paradójicamente pueden divisarse como lemas intrínsecos de su identidad.
En su lugar, por parte de EEUU y los demás actores occidentales, el escenario se dilucidó en la indagación de un debilitamiento de Rusia, tanto en conceptos económicos, apuntalando un capitalismo considerablemente frágil y dependiente del exterior, como políticos, procurando conservar la supremacía ideológica a nivel mundial y extendiendo la Organización del Tratado del Atlántico Norte, por su acrónimo, OTAN.
La demostración más incuestionable de este planteamiento, supeditado a una refracción simplificadora de vencedores y vencidos en la Guerra Fría, y el impulso bipartidista en el horizonte internacional, son las vicisitudes acontecidas tanto en Kosovo como en Ucrania, con una obstrucción manifiestamente occidental en los guiones de esos estados que enmarañarían el mapamundi, proporcionando carta blanca a Rusia para hostigar sin censuras sus intereses económicos y estratégicos, así como retornar a predisposiciones nostálgicas, siendo el mejor diplomático de éstas el propio Putin.
Pero, sin duda, la irrupción de Donald John Trump (1946-75 años) a la Presidencia estadounidense con su eslogan “Make America Great Again”, traducido “Haz América grande otra vez”, o “Que América vuelva a ser grande”, abreviado, MAGA, y su modo específico de proceder no ya sólo en su mandato, sino en lo referente a la política exterior, inició innumerables debates en torno a si las relaciones entre Estados Unidos y Rusia tomarían a otra senda. Sobre todo, en lo que atañe a las acusaciones de presumibles interferencias de la inteligencia rusa en la Campaña Electoral de Trump.
La cadena de ceses y dimisiones de miembros cercanos al magnate no se atenuarían en su gestión. Aunque la Casa Blanca desmintiera el complot ruso, la tempestad política no concluiría en sus cuatro años como Presidente, tanto por los nexos cómplices con Rusia, como por su “impeachment” o proceso de destitución o juicio político.
“Hoy, EEUU y Rusia se aprestan a librar otro pulso con los retos que aún tienen por delante, tras abordar algunas propuestas críticas disfrazadas en debates integrales, cuyos efectos o secuelas, se irán viendo si ejercen peso superlativo en su idiosincrasia diplomática”
Con lo cual, el contexto no dejaría de enredarse por las declaraciones persistentes de Trump, que en las redes sociales insistía en catalogar dichos asuntos como una “caza de brujas” hacia su persona.
Sin embargo, ha existido mayor sintonía subjetiva entre Trump y Putin, que su antecesor en la Casa Blanca, Barack Hussein Obama (1961-59 años) y el actual, Joe Biden (1942-78 años). Pero, a ras de la política exterior, esta afirmación es irrebatible, ya que el período de Obama se inaugura en 2009 con el establecimiento del denominado “Russian Reset”, en el que se intenta activar de cero los roces peyorativos acumulados.
La consecuencia es sabida: Rusia se vale de esta coyuntura para reforzarse a sí misma, rehaciéndose militarmente y acrecentando su protagonismo en el panorama internacional; enfatizándose las sanciones por la anexión de Crimea y un no regreso en condiciones de una mejora entre las fricciones de los dos países.
En la era Trump, a pesar de lo aparecido en los medios de comunicación, no se quiso revertir la situación a este arranque que contra corriente, había moldeado la Administración Obama sin éxito. El andamiaje con Putin se mantiene a una cota bajísima, pudiéndose equiparar con una etapa de la Guerra Fría.
Por ende, el rol de EEUU y Rusia perdura en la competitividad, mostrando el empaque de intereses, valores y políticas de seguridad nacional cada vez más discordantes. Circunstancias puntuales que a corto plazo atascan cualquier atisbo de aproximación de americanos y rusos, así como de Rusia con las democracias occidentales. En otras palabras: la política exterior americana responde a una dinámica con precedentes punteados en lo que muchos historiadores han reconocido el ‘Siglo de las Guerras’, no incumbiendo en el Presidente que esté al mando de la Casa Blanca.
Mientras, en el tablero geoestratégico y en un entorno de post Guerra Fría, Putin se empecina en redimir la posición de Rusia. Más en concreto, al venirse abajo el creíble acercamiento tras la ‘Caída del Muro de Berlín’ (9/XI/1989) y los años sucesivos, en los que se ha visto intimidado y ha querido rescatar lo retrospectivo como potencia mundial para no quedar postergado a un mero actor regional.
Obviamente, para que Estados Unidos y el espacio occidental no sean quiénes impriman las reglas de juego.
Aun ponderando en el binomio Trump-Putin, alegóricamente fructífero y no tan estrecho como haya podido estimarse, con forcejeos concéntricos explorando una conexión más predecible, Biden, persiste en esta dinámica de rivalidad y confrontación que no replica a una medida particular, como lo fue en el caso de Trump, sino a una causa integral definida desde hace décadas y de la que es impensable que dé marcha atrás.
Es preciso incidir, que la Guerra Fría esparcida desde el colofón de la Segunda Guerra Mundial hasta el desmoronamiento de la URSS, las dos superpotencias con armas nucleares no se enfrentaron directamente, pero sí que lo hicieron de forma indirecta en múltiples conflictos sucedáneos, en el marco de una estructura bipolar con el recurso de la amenaza y la exhibición de fuerzas.
Toda vez, que en el instante de tantearse los credenciales de las potencias regionales y otros actores con distintos menesteres de influencia y autonomía, esta atmósfera heredaría otras galimatías.
Con estas connotaciones preliminares, entendiendo que la química entre EEUU y Rusia está marcada por puntos de fricción y desencuentros y nunca han resultado lo más adecuados, el 16/VI/2021, Biden y Putin emprendieron en Ginebra un cara a cara, en los que se remó en varias direcciones para acercar posturas, pero las desaprobaciones embarnizadas se resisten a quedar empañadas.
Pese a que las expectativas de cosechar acuerdos inmediatos sentasen las bases de una nueva relación, e incluso evitando un mayor deterioro que bajase las tensiones intercontinentales, en apariencia, se han confirmado signos incuestionables de no agraviar al oponente, como ha ocurrido con Biden, afirmando que su homólogo es un adversario “digno, brillante y duro”, que más que elogios, suponen la capacidad para confrontar a un contendiente de calibre parecido.
Adelantándome a lo que fundamentaré en esta y otra disertación, EEUU, se atina entre la fractura interna dejada por su predecesor Trump y el forcejeo con la República Popular China, dando un fuerte vuelco progresista y recalentando la economía para generar empleo. Conjuntamente, petrifica el trazado bilateral con el gigante asiático y encarama las líneas rojas congeladas con Rusia.
He aquí el vivo retrato de dos colosos en llamas, prestos a un desafío disfrazado.
Partiendo que en tiempos acaecidos Rusia afrontó una seria derrota diplomática en Naciones Unidas, la Asamblea General impugnó una Resolución impulsada por Moscú, para crear un pronunciamiento político que salvaguardara el ‘Tratado de Eliminación de Misiles de Corto y Medio Alcance’, por sus siglas, INF, firmado en Washington el 8/XII/1987 y ratificado por el Congreso estadounidense el 27/V/1988, que condujo en 1991 a la exclusión de los misiles con rango operativo entre 500 a 5.500 kilómetros.
Entre tanto, Estados Unidos denunció este instrumento al juzgar que Rusia no cumplía con sus deberes, emprendiendo progresos balísticos que vulneraban el Tratado. Además, Washington, contemplaba que era el momento propicio para remodelar el INF, teniendo en cuenta el avance de los arsenales de misiles crucero.
Especialmente, el volumen adoptado por China, o la República de la India, a la que le acompañó el Estado de Israel, la República Islámica de Irán, la República Islámica de Pakistán o la República Popular Democrática de Corea, comúnmente llamada Corea del Norte.
Por aquel entonces, el desenlace de la votación resumido en 46 papeletas en contra, por 43 a favor y 78 abstenciones, demostraron en Naciones Unidas las muchas debilidades y pocas fortalezas diplomáticas de EEUU y Rusia. La incontestable abstención que paralizó el acogimiento de la Resolución por dos tercios, podría descifrarse como una superación para la estrategia norteamericana y un aviso de navegantes en aplicar su criterio por sólo tres votos.
Sin ir más lejos, ese minúsculo margen explica las dificultades e inconvenientes diplomáticos que actualmente se concatenan en el círculo multilateral, porque el producto de la votación rehabilita las alianzas de la Guerra Fría.
Naturalmente, el tema gana interés y una profunda reflexión.
Primero, una comparación inicial procurada por las abstenciones, hace preconcebir que mayoritariamente los estados no emitieron su voto por el mérito o las carencias de los argumentos de fondo que proyectaba la Resolución, sino para impedir quedar empotrados en una u otra visión. Y segundo, el porte de exceso en el pragmatismo es de por sí, un presagio preocupante a la credibilidad del multilateralismo.
El tópico oscurecido y los vaivenes que estas materias representan para la Seguridad Internacional, hubiese requerido de una actuación más solidaria y comprometida.
Concurren pruebas técnicas suficientes para estar al corriente de primerísima mano, que el ‘Tratado INF’ necesitaba un reajuste. Porque, exclusivamente Estados Unidos y Rusia no se atinan en el barco de los desarrollos tecnológicos que exigen la exploración de esta herramienta, sino que el paisaje global autentica que el prisma bilateral se había quedado obsoleto a la realidad presente.
La hechura de fuerzas en Europa, Medio Oriente y otras zonas de Asia como la Península de Corea, o la lucidez extraída por China, sugiere resolver la ambigüedad de los misiles de corto y mediano alcance con vistas más amplias. El universo de hoy, ya no es el que se describe en 1987. Como del mismo modo, la punta de lanza de ahora no se comprime al dominio y el músculo europeo, o el litigio no es uno que incumbe meramente a Washington y Moscú.
De lo que se desprende, que de no haberse legitimado la Resolución, quizás, quedasen a su libre albedrío los quebrantamientos redundantes del Acuerdo, empeorando la compensación de los ímpetus tendentes en el Viejo Continente.
Por tres votos aquello no sucedió, una franja excesivamente reducida en un entresijo peliagudo para la protección y garantía de los derechos fundamentales de las personas. De alguna manera, el proceso de votación en Naciones Unidas, manifiesta a todas luces que la estabilidad pende de un hilo.
Aparcando un trecho del pasado que no ha de soslayarse de este análisis, mínimos denominadores comunes y reproches cruzados, pero con un tímido fulgor de confianza, habrían de surgir en el curso reinante, con la incierta recuperación en los lazos de EEUU y Rusia, que se antojan improbables.
Este es el balance sucinto que recientemente han mantenido ambos presidentes, en una tentativa de recomponer algunas afinidades que no transmiten buenas sensaciones.
Al menos, los dos han coincidido en valorar la cumbre con muestras provechosas.
Por un lado, Putin, la ha descrito como “constructiva y pragmática”, declarando que ve una “chispa de esperanza” para la rehabilitación de la amistad. Y por otro, Biden, ha precisado que el fin no era la confianza, sino la atención de los “propios intereses”, reiterando que existe “una perspectiva genuina sobre una mejora significativa” de las relaciones.
A nadie le pilla de sorpresa, el no esperar acuerdos significativos en un encuentro eclipsado por sanciones económicas, expulsiones de diplomáticos y servicios consulares e incontables tramos de discordia, cómo los cibersecuestros y ciberataques contra los intereses norteamericanos que Washington imputa al Kremlin. Sin inmiscuir, el respeto de los derechos humanos en lo que concierne al político Alekséi Anatólievich Navalny (1976-44 años), considerado como el principal opositor de Putin; o las armas nucleares, los teatros operacionales de Ucrania, Bielorrusia y Siria; y cómo no, los presos: Rusia tiene detenido a los ex marines Paul Whelan, por espionaje y a Trevor Reed, por un presunto asalto a un oficial de policía.
Dándose por acabada la reunión, los dos líderes han formulado un breve comunicado conjunto, recalcando la responsabilidad de abrir “un diálogo sobre la estabilidad estratégica que fije las bases para el futuro control de armas y medidas de reducción de riesgos”.
El documento comienza exponiendo: “Reafirmamos el principio que una guerra nuclear no se puede ganar y no se tiene que combatir”, insistiendo que “incluso en períodos de tensión”, han justificado ser competentes para prosperar en “objetivos compartidos de asegurar la predictibilidad en la esfera estratégica, reduciendo el riesgo de conflictos armados y la amenaza de la guerra nuclear”.
A la par, meses más tarde que dejaran sus puestos en medio de la crisis diplomática, Putin, ha matizado que ha alcanzado un acuerdo para el retorno de sus respectivos embajadores a Washington y Moscú. En paralelo y contrariamente a las fuertes divergencias observadas, se ha tratado el área de la ciberseguridad, enfocada en la protección de la infraestructura computacional y todo lo vinculado con la misma, en la destreza de identificar y eliminar vulnerabilidades.
Biden, no ha titubeado a la hora de hacer llegar a Putin una declaración de intenciones con dieciséis sectores críticos, y la premisa de apostillar este tipo de movimientos, advirtiendo que responderá si se producen otras agresiones cibernéticas. Argumento que el líder ruso no ha tardado en perfilar, arguyendo que Estados Unidos es el país de origen de los ciberataques que padece Rusia.
En consecuencia, después de la Segunda Guerra Mundial quedaron dos cabos sueltos, cada uno tuvo como ancla el desenvolvimiento económico y el potencial militar, junto a una explosión armamentística realmente inquietante. En dichos contornos, Occidente estuvo dirigido por EEUU quién contribuyó con más capital a la OTAN y se erigió en el valedor y guardián del planeta, con el comunismo y el amago autocrático dictatorial llamando a la puerta.
“Entendiendo que la química entre EEUU y Rusia está marcada por puntos de fricción y desencuentros, Biden y Putin emprendieron en Ginebra un cara a cara para acercar posturas, pero las desaprobaciones embarnizadas se resisten a quedar empañadas”
En aquella órbita, EEUU se mantuvo en un encaje antagónico hacia Rusia. Amén, valga la redundancia, que prosigue el ideal que si estás a favor de Rusia, estás en contra de Estados Unidos e inversamente.
Digamos, que con sus excepciones y cuestionamientos, los estadounidenses encarnan al capitalismo, los valores democráticos y las libertades.
Pero, en la trama más contigua, Rusia, contrajo acciones premeditadas ante lo que fraguó Occidente. Recuérdese el entramado de la ‘Guerra de Siria’, en la que EEUU determinó liquidar a Bashar al-Ásad (1965-55 años), con la retórica de Rusia y China emplazando a que nadie interfiriese en la misma, al ser un conflicto civil y con un contrincante al que urge interceptar: el Estado Islámico de Irak y el Levante, también conocido como Estado Islámico de Irak y Siria o EIIL, autodenominado Califato Islámico.
Además, desde la ‘Caída del Muro de Berlín’ y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, Occidente ganó terreno y ensanchó su régimen de gobierno, lo que en inglés se conoce cómo ‘encroachment’ o ‘invasión’ que empezó a atraer a Rusia.
Con las protestas antigubernamentales en 2011 detonó la ‘Guerra Civil Siria’, y el Kremlin tanteó que si Estados Unidos se entrometía en otros territorios ajenos, ellos asimismo lo harían en Ucrania respaldando a los rebeldes prorusos. Precisamente, esta es la contienda que encasilla la quiebra de Putin con Obama y Biden.
El primero, juzgó las actividades de Rusia en Ucrania como un atropello y acordó castigarlo, oprimiéndolo económica y diplomáticamente. Posteriormente, vino Trump, imperando una imagen que Estados Unidos invertiría su talante con respecto a Rusia, quien tuvo la voluntad de aliviar o revolver ciertas sanciones, pero el Congreso no lo permitió. Con la recalada de Biden, se enviaron indicaciones a la Administración soviética, previniéndoles que las cosas se invertirían con la posibilidad de diálogo, en tanto estuviesen dispuestos a dejar de forzar a Ucrania y no se involucrasen en otros escenarios conocidos.
Últimamente y vía notificaciones informales, los estadounidenses les refirieron a los rusos la viabilidad de fijar mesas de interlocución, deslizándose ese resquicio, al igual que con Irán, con quien podría concretar un pacto nuclear.
A día de hoy, EEUU y Rusia nuevamente se aprestan a librar otro pulso con los retos que aún tienen por delante, tras abordar algunas propuestas críticas disfrazadas en debates integrales, cuyos efectos o secuelas, se irán viendo gradualmente si ejercen peso superlativo en la idiosincrasia diplomática de Washington y Moscú, que está por venir.