“La ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener ‘vocación política’” (Weber, sobre ética pública).
Había una vez un pequeño pueblo a orillas del Mediterráneo, cuyos habitantes querían ser felices. Todos los días se
levantaban para ir a su trabajo con la ilusión de volver a sus casas cada tarde para compartir con su familia y amigos la alegría de vivir.
Un día se levantaron y descubrieron que sus anhelos no se podían cumplir, porque los representantes a los que habían elegido hacían lo contrario de lo que habían prometido. Pero no hicieron nada, pasaban del poder y, elecciones tras elecciones, siempre gobernaban los mismos. “Todos son iguales. Que hagan lo que quieran, mientras a nosotros no nos afecte…”, decían.
Así durante un largo período este pueblo fue desarrollando su intrahistoria sin más preocupación. Un día reflexionaron sobre sus representantes y vieron que el partido gubernamental se había convertido en una sociedad limitada, al igual que la oposición en otra sociedad limitada. Los dirigentes de ambas formaciones llevaban tanto tiempo en el poder que se sentían los dueños y señores de la vida de los ciudadanos. Sus formaciones políticas eran el fiel reflejo de sus personalidades controladoras. Sus ausencias supondrían el caos y la destrucción de sus partidos. Sin ellos, el mundo circunscrito a sus ideas no tendría futuro. El transcurrir del tiempo no iba con ellos, porque se sentían inmortales, poderosos, hacedores de los destinos de los demás.
Un día un grupo de vecinos se reunió para tomar café en la soleada plaza del pueblo, bajo un inmenso palmeral. A uno se le ocurrió hablar de política y los demás se contrariaron, porque ellos nada más hablaban del Real Madrid. Pero poco a poco la tertulia de todos los días fue cambiando de signo. Empezaron a tomar conciencia que la política en su pueblo no era tan saludable como parecía.
Una mañana gris de otoño, tras la elecciones del día anterior. Uno se preguntó: “¿Os parece bien que hayamos participado algo más del 50 %, y que de ese porcentaje casi el 20 % haya sido emitido por correo, en un pueblo tan pequeño?”. La pregunta no obtuvo respuesta, por el momento.
Después de unos días, don Emilio, un viejo profesor de literatura de todos ellos, dijo: “Elías –un comerciante de ropa de la avenida de toda la vida– tu pregunta del otro día me ha hecho reflexionar e investigar. Ya sabía yo que tu pregunta no era inocente y que encerraba en su interior una doble moral. Porque tras arduas investigaciones comparativas de procesos electorales, concluí que el voto por correo ha venido siendo determinante en el resultado electoral”.
Domingo, comerciante de bebidas espirituosas: “Es verdad. A mí me han dicho que daban 60 euros por cada voto y había en correos gente con bolsas llenas de votos y que miembros de diferentes partidos discutían acaloradamente. Hasta tuvo que intervenir la policía. La compra de la voluntad de los electores es la mayor corrupción en democracia”.
“En nuestro pueblo tenemos que cambiar este sistema para que la democracia (una persona un voto) sea real y no adulterada por los corruptos. Hay algunos políticos que juegan con las necesidades de los más humildes”, respondió don Emilio.
“Hay otro tema que a mí me preocupa mucho –añadió otro contertulio. Lorenzo, maestro jubilado–. Y es que últimamente no hay nada más que políticos que han convertido su representatividad en su forma de vida. Es su puerta para conseguir un puesto de trabajo. Y no debe ser así. El ser humano cuando se acostumbra a vivir bien hace cualquier cosa por permanecer así”.
Entonces intervino Aurora, funcionaria muy conocida: “Si yo os contara lo que he visto, no me creeríais. Los políticos por un sueldo y el sillón se cambian de partido, y sin ningún rubor. Otros obedecen para que el jefe no los quite de la lista, aunque en los corrillos lo critiquen. Y otros les ponen la zancadilla a sus propios compañeros”.
“No sigáis –espetó Emilio–, que me voy a deprimir. Habrá que exigir que en nuestro pueblo no vuelvan a ocurrir estas cosas tan deleznables”.
En ese momento intervino Nayat, muy alarmada, porque últimamente su comercio no levantaba cabeza por el aislamiento: “No sólo eso, sino que algunos utilizan nuestras tradiciones, sin ningún respeto, para su beneficio. El otro día vi rezando a uno que compraba votos con el que lo denunciaba. Supongo que ahora hará lo mismo en este lado de la política –continuó Nayat–. Y dice que el gobierno, o alguien con un alto cargo, habló de una línea marítima con Argelia. ¡Pues se podrían traer los borregos este año de ahí! Porque también son del Magreb y cumplen las tradiciones como nosotros”.
Se fueron calle arriba pensando en qué iba a ser de su pueblo.
PD
Me gustaría saber qué medicamento ha tomado el presidente, porque a lo mejor es más barato que el whisky que tomo yo para estar a gustito.