"No tengáis miedo de que nos quedemos en vuestros países, deseamos regresar al nuestro porque no hay ningún lugar en el mundo como la tierra que te vio nacer. Solo queremos la oportunidad de ser seres humanos". Lo dice Sam, ingeniero informático que tenía una "vida normal" en Siria hasta que llegó "la locura".
Lo hace en una entrevista con Efe sin dramatismo, sino desde la óptica de un joven de 29 años a quien le han venido así las cosas y que solo quiere mirar al futuro -aunque a veces tenga que dirigir la vista atrás, donde está su familia-.
Cuando decidió huir, este experto en inteligencia artificial tenía claro que no era para vivir de una ayuda gubernamental, -que desde que llegó en julio a un centro de refugiados de Vallecas (Madrid) es de 50 euros mensuales, más el abono transporte-, sino para recuperar lo perdido, "una vida normal".
Y esa vida no se puede tener en un centro de refugiados, aunque en él haya encontrado a personas a las que "realmente" aprecia.
No obstante, pronto tendrá que dejarlo (el máximo son seis meses), por eso está haciendo todo lo posible para entrar en la "fase dos", necesaria para alcanzar el estatuto de refugiado y que le supondrá recibir durante cuatro meses unos 700 euros, siempre y cuando encuentre una casa.
Sin embargo, lo que puede parecer el primer paso para esa vida, se ha dado de bruces con una tarjeta roja, concedida por el Ministerio del Interior como "documento acreditativo de la condición de solicitante en tramitación de protección internacional".
"Está siendo un verdadero desastre encontrar una casa o una habitación: cuando ve la tarjeta roja, mi acento, nivel de español u orígenes, la gente se pregunta quién demonios soy", lamenta.
Desde el 10 de febrero en que pisó Melilla, se esfuerza para añadir el español a su árabe nativo y a su perfecto inglés, y ha logrado encadenar varias prácticas en multinacionales en Madrid.
Pero también la firma de un contrato se complica: aunque nació en Damasco y su madre es siria, el único papel identificativo que le corresponde por ley es un documento de viaje como refugiado palestino, como su padre.
Esto le convierte en un "ser humano no reconocido", un apátrida, como el resto de refugiados palestinos fuera de territorio israelí.
Nada de eso ocurría en la Siria anterior a 2011, la misma que invitó a su padre a refugiarse en 1948, casarse con una profesora siria y tener dos hijos en Damasco.
Pero, "de repente" todo cambió, muy especialmente para los palestinos, apuntados inesperadamente por los dedos sirios como causa de una barbarie que se prolonga hasta hoy: "no tiene visos de acabar antes de una década".
Fue así como tuvo que interrumpir el máster en Administración de Empresas e irse a Argelia "en misión temporal" con la compañía para la que trabajaba.
Aquello acabó a los cuatro años, en los que vivió ilegalmente y, ante el temor de ser deportado a Siria, apostó por poner más tierra de por medio.
Diez días tardó en llegar a la ciudad autónoma; antes pasó cuatro sin comida ni agua en la frontera de Argelia con Marruecos, sitiada por férreos controles de inmigración.
Ya en el lado marroquí, experimentó dos intentos frustrados de entrar a España y varias palizas. A la tercera fue la vencida y entró por la puerta.
Su primera experiencia fue en el CETI de Melilla, donde estuvo dos meses y medio hasta que fue enviado a otro de Málaga, mientras veía como se le denegaba reiteradamente la solicitud de asilo.
Pero tenía claro que, "para encontrar puertas abiertas, hay que buscarlas", así que se fue a Madrid, donde rehizo esa solicitud, ahora en estudio.
Mientras, espera poder convencer a su familia para venir a España, aunque su padre de 84 años ya se lo puso claro la primera vez: "Dejé Palestina. No voy a hacer lo mismo con Siria".
A los reticentes a acogerlos, les pide solo que se pongan en su situación y no teman su llegada, porque desean regresar.
Este es también su deseo, aunque, en su caso, es más difícil: "Yo no soy bienvenido ni en Siria ni en Palestina", asume.