Opinión

El rodillo represor que encasilla a la democracia bajo presión

No cabe duda, que en las últimas dos décadas, la calidad de la democracia se ha visto deteriorada en ciento treinta y siete estados en desarrollo o emergentes. Y es que en atención a los datos facilitados por el Índice de ‘Transformación de la Fundación Bertelsmann’, existen sesenta y tres democracias, de cara a las setenta y cuatro autocracias. O lo que es igual: poblaciones en las que no se constatan elecciones libres, como los visos de un Estado de derecho que transite armónicamente.
Según esta investigación, únicamente en los últimos años las elecciones en veinticinco países se consideraron menos libres y justas. Una etapa acentuada por un nuevo paradigma geopolítico para muchos impensable. Me refiero a la guerra que se libra en Ucrania y a la crisis epidemiológica con su rastro mortífero a nivel global. Si bien, habría que añadir el conflicto armado desde el 7/X/2023 entre Israel y Hamás.
Luego, la salud de la democracia ha ido empeorando paulatinamente, aunque algunos electores han atajado inclinaciones autoritarias, acreditando lo mejor de sí y su capacidad para invertir el desgaste. Sin inmiscuir de este marco, la libertad de expresión y de prensa, divisadas por los expertos como más cercadas y restringidas.
Entretanto, algunos países de Latinoamérica son una ramificación de esta corriente. De manera, que es reiterado atinarse con hábitos políticos polarizados que aparejan una astenia de los ya de por sí divididos sistemas de partidos. También se destapa un ascenso de aspirantes radicales al margen del sistema político integral y que impugnan unas instituciones deleznables.
Igualmente, se observa una predisposición encaminada a la inestabilidad política y el deterioro de la democracia, con el consiguiente revés de la gobernanza. No obstante, todavía concurren algunas democracias capaces de repeler estas imposiciones. Miremos a los Estados Bálticos, así como Corea del Sur, Taiwán, Chile, Uruguay y Costa Rica, en los que hoy por hoy se describen evidentes muestras de cómo se puede materializar una evolución con éxito.
En definitiva, son actores con un Estado de derecho vigorosamente enraizado, donde la gobernanza se fundamenta por una apuesta estratégica de sus políticas. Quizás, en fases participativas y en la inclusión, con una visión que se descifra en óptimos resultados direccionados en parcelas como la educación, la sanidad o las infraestructuras y una calidad que robustecen los valores democráticos.
Pero para neutralizar el desgaste de la democracia antes aludido, se requieren instituciones y componentes de control enteramente afianzados, como podría ser el sistema judicial, el parlamento o unos medios de comunicación consistentes.
Prosiguiendo con otros ejemplos, en estados de Europa Central y del Este como la República Checa, Macedonia del Norte, Moldavia, Eslovenia o Polonia; o en países sudamericanos, como Brasil, Guatemala y Honduras, las elecciones libres y justas han sido la llave maestra para llevar a esta oscilación.
Con estas connotaciones preliminares, la democracia a nivel global registra una decadencia considerable y me atrevería a decir, que un descalabro. Y la deducción de este declive en su calidad, suele atribuirse a que las élites políticas convergen unilateralmente en afianzar el poder político y económico al que está sometido cualquier desarrollo social. Además, la demolición y saqueo del Estado de derecho y de las libertades civiles, unido a la progresiva divergencia económica y la ineficacia de las administraciones para sondear un amplio consenso para posibles salidas políticas, difícilmente pueden quedar al margen de la realidad que subyace.
Adelantándome a lo que a continuación fundamentaré, es irrefutable que en la mayoría de los estados se desenmascara la ausencia de un amarre contrastado, dinámico, prolongado y resiliente del Estado de derecho. Indudablemente, este entorno pone en bandeja los brazos del abuso de poder del ejecutivo y cómo no, las barreras en los derechos de participación.
Ante esto, podría decirse que una cresta de autoritarismo se propaga por los sistemas políticos. Por ende, a lo largo de las tres últimas décadas del siglo XX, la cifra de democracias alcanzó un número sin precedentes. Lo cierto es, que poco tiempo más tarde, algunas de ellas daban la sensación de quedar atascadas. Con lo cual, no es irrazonable la tesis de una oleada de repliegue democrático.

"He aquí el patrón de fuerzas concéntricas volátiles, polarizadas y con poca maniobrabilidad nacional, que apenas cooperan entre sí y en algunos momentos con reglas de juego de exclusión social"

Actualmente la retórica especializada contempla que reina un proceso de des-mocratización en movimiento, en la que algunos estados se hallan dañados por un alud de autocratización. Ante la aproximación incuestionable de tendencias autoritarias desde el núcleo de los regímenes democráticos, numerosas hipótesis teóricas han debido de examinarse. De hecho, algunos especialistas mantienen la defensa de que los giros hacia la democracia habrían de confluir en gobiernos competitivos acoplados con un poder público presidido por la legalidad y con portes adecuados de gobierno.
El escenario real rotula que la integridad de las elecciones es inconstante y que los balances y contrapesos son inconsistentes, aún en democracias representativas. En ese mismo guion ha quedado desfigurado el pensamiento de que el impulso democrático habría de mantener una directriz de progreso escalonado. Las democracias laxas pueden permanecer paralizadas o subsistir interminablemente en un margen de actividad errante y deforme. En estas condiciones irresolutas, el empobrecimiento acompasado de la calidad de la democracia es viable y la marcha atrás es vertiginosa al autoritarismo, un riesgo cada vez más patente.
Así, el principio de degradación de la democracia en algunos países es admitida sin demasiada discusión. Esto no denota que quede una aprobación sinónima en cuanto al alcance de este fenómeno y las cautelas oportunas para compararlo. En tal aspecto, el trazado desgranado en estas líneas, es si la democracia se vicia y se atenúa, o se torna en un sistema autoritario y en esa misma tesitura se disipa el resquicio de convivir en un orden político abierto, en el que la ciudadanía comprueba y hacer rendir cuentas al poder público a través del uso de sus derechos y libertades.
Por otro lado, aunque se ha evolucionado en fijar la parcela semántica de las concepciones adoptadas para profundizar sucintamente el deslustre democrático, perdura el menester de retratar con minuciosidad los círculos conceptuales de una problemática espinosa y multidimensional. La explicación propuesta forma parte de los cambios que se advierten en los regímenes vigentes que puede ser denominado ‘erosión de la democracia’. Dicha manifestación reside en una merma indefinida de las propiedades democráticas de un sistema político, ya sea enteramente democrático o sus características democráticas, poco más o menos, indistintos.
Inicialmente habría que comenzar subrayando que el concepto de ‘erosión democrática’, también conocido como ‘retroceso democrático’, ‘autocratización’ y ‘desdemocratización’, textualmente dice que “es un declive gradual en la calidad de la democracia y lo opuesto a la democratización, que puede resultar en que el Estado pierda sus cualidades democráticas, convirtiéndose en una autocracia o un régimen autoritario”. Esta erosión es producida por el decaimiento de las instituciones que soportan el andamiaje democrático capitaneado por el Estado, como la transición pacífica del poder o los sistemas electorales. Si bien, se entrevé que estos mecanismos políticos atraen el espectro de retrocesos y otras piezas indispensables de la democracia, como el quebrantamiento de los derechos individuales y la libertad de expresión, objetan la eficacia y sostenibilidad de los sistemas democráticos.
Pasando a hechos concretos que resalten el declive de la democracia y el avance del autoritarismo, no hay que perder de vista a la Federación de Rusia. Retrocediendo en el tiempo, a mediados de 2020, período en el que estuvieron abiertas las urnas con el apoyo de más de las dos terceras partes del electorado, se suscribió una modificación de la Carta Magna que le otorgaba a Vladímir Vladímirovich Putin (1952-71 años) presentarse una vez más como aspirante presidencial en los dos próximos comicios de 2024 y 2030, respectivamente, como así ha ocurrido.
Tras veinte años encaramado en lo más alto, lo mismo como presidente que primer ministro, con las nuevas reformas Putin podría perpetuarse en el poder hasta el 2036. La variación constitucional en algunos flecos ya había sido admitida por el Parlamento y la Corte Constitucional algunos meses antes. El plebiscito de 2020, por así indicarlo, dio luz verde en las urnas a las disposiciones decretadas preliminarmente.
A partir de las novedades acordadas, el texto legislativo ruso faculta al titular de la presidencia afincarse en el poder hasta doce años más, luego de haber consumado su mandato en vigor.
En un sentido formal, durante las últimas décadas Rusia ha sido una democracia parlamentaria y continuará siéndolo, aun cuando su presidente resista por treinta años o más. Pese a todo, desde hace tiempo Rusia es contemplado como un estado que discurrió de una democracia defectuosa a un régimen autoritario competidor. Toda vez, que Rusia está lejos de convertirse en el único país donde se ha promovido un proceso de autocratización. Además, desde 2016, Brasil se ha adentrado en un recoveco de retroceso democrático. Como telón de fondo al juicio político donde la oposición depuso a la presidenta Dilma Vana Rousseff (1947-76 años) con escándalos de corrupción que implicaron a la clase política, la inanición de las formaciones democráticas resultaron puntiagudas e irremediables. Los grados de confianza, soporte político y entusiasmo con la democracia cayeron empicados a valores minúsculos.
Posteriormente, el desprestigio de las fuerzas políticas ayudó a la recalada al poder de Jair Messias Bolsonaro (1955-69 años), hombre crítico de los derechos humanos y del cambio climático que ha desmoronado cuanto a estado en sus manos: los cimientos institucionales del régimen democrático y apremiando su desnivel. Sobraría mencionar, que como derivación de esta decadencia, la epidemia condenó a Brasil en ser uno de los dos principales focos de contagio del planeta, únicamente rebasado por Estados Unidos bajo el mando de Donald John Trump (1946-77 años).
Al igual que Rusia y Brasil, la reaparición totalitaria se ha esparcido con ascendente vehemencia por muchos otros territorios. En numerosas ocasiones los procesos de autocratización se sustraen con mayor espontaneidad de su frente democrático. Y en base a lo anterior, diversos expertos se atinan en tres rasgos principales que delatan el envite autoritario. Primero, llamemos las democracias viejas y nuevas, afianzadas o en fijación, han visto aumentar los peligros y amagos internos que acuden a todo un muestrario de pericias autocratizantes; segundo, los distintivos autoritarios han logrado mantenerse, acomodarse y tonificarse, en vez de ser contradichos por los amortiguados anticuerpos culturales, económicos e institucionales de las direcciones democráticas; y tercero, actores de calado como la República Popular China, ha ampliado su órbita de influjo, entablando vivamente la metamorfosis autoritaria en otros estados. Obviamente, más naciones han sido espacios de autocratización que de democratización.
Otro antecedente revelador forma parte que entre los países en los que se han confirmado instintos de rebote autoritario se encuentra Estados Unidos, que es una democracia liberal, a pesar del deslizamiento de placas tectónicas que ha registrado en los últimos años, al igual que algunos estados de la Unión Europea (UE), como Hungría con Viktor Orbán (1963-60 años) a la cabeza, que incurrió por debajo del umbral de las democracias electorales, lo que permite encasillarlo en un autoritarismo electoral.
En América Latina, Venezuela es el indicativo más extremado de autocratización, al descartar una a una y de modo fulminante, las instancias de control institucional, lo que sumergió al estado en un trance económico y de derechos humanos. Aparte del caso citado de Brasil, reflujos reveladores se han vislumbrado en Bolivia, Honduras y Nicaragua. Aunque estos países ya eran apreciados como autoritarismos competitivos, sobresalen Nicaragua y Venezuela, que acumularon rechazos manifiestos en sus aspectos democráticos.
Dicho esto, en varios estados la democracia parece haber aparcado las perspectivas de las mayorías. Las encuestas de opinión pública reseñan a todas luces que los ciudadanos dudan de las instituciones políticas, están descontentos con la labor del sistema político y cada vez interpretan menos que los partidos políticos procedan de manera representativa los intereses de la población.
Por el contrario, se ha extendido el convencimiento de que los políticos están envueltos en redes de corrupción y que únicamente cuidan de sus intereses particulares. Simultáneamente, las dificultades que afectan directamente a las personas, a duras penas se solventan satisfactoriamente. Además, para amplias porciones de la ciudadanía, las democracias existentes, como la precariedad económica o las carencias de los servicios públicos, se encuentran al orden del día.
Como lo rubrican las certezas, en sistemas democráticos en desarrollo el bienestar con el ejercicio de la democracia hacen caer la balanza en la predilección colectiva por este régimen. Cuando se dictamina a la democracia en tanto los resultados que brinda, su valor se vuelve relativo. Por lo tanto, se incide en el escollo de aceptar que unidades de decisión alternativas que aglutinan el poder pudieran ser un precio razonable, si avalan una escapatoria más expeditiva de las trabas públicas. En tales circunstancias, proteger la calidad de la democracia o amplificar la eficiencia de las administraciones, se establecen como disyuntivas no siempre fáciles de disipar.
Es por lo que con mayor asiduidad los individuos dejan de contemplar la democracia como el mejor precepto político, más allá de sus incógnitas. Sin ir más lejos, durante la última década, en América Latina la estimación o respaldo absoluto a la democracia ha bajado sistemáticamente.
La literatura ha ofrecido dos interpretaciones al respecto. Primero, la posición culturalista afirma que este ideal de actitudes son el resultado del proceso de socialización, por el que los sujetos aprenden a tener en cuenta un régimen político explícito. Y segundo, desde la economía política y la proposición del votante medio se insiste que la democracia es principalmente distinguida por las partes más bajas, que a su vez, se sirven de los procesos de redistribución de la riqueza.
Con todo, la valoración de los regímenes políticos estriba del puesto que cada ciudadano ocupa en la escala social del gobierno. Desde una inmediación sociológica el statu quo será más considerado por las esferas privilegiadas de la jerarquía social, mientras que el apoyo al régimen por los sectores económicamente más perjudicados es ostensiblemente inferior.
Esta diferencia se hace más puntiaguda en las sociedades desiguales y que cuanto mayor sea la desproporción, menor es el compromiso con la democracia liberal, primordialmente, entre los más ricos en los regímenes autocráticos y los más pobres en los regímenes democráticos.
Llegados a este punto, los procesos de erosión democrática entrañan un coste representativo. En otras palabras: aparejan la restricción o invalidación de las condiciones políticas e institucionales que pretenden cristalizar la igualdad de los componentes del cuerpo político, así como la confirmación de los derechos y libertades. Amén, que para la mayoría de las personas, la democracia podría encontrarse legítimamente incorporada a la posibilidad de lograr mejores entornos de vida, aminorar la pobreza y empequeñecer la desigualdad.
Indiscutiblemente, no existe otro régimen político que asegure a los ciudadanos tomar parte de las determinaciones colectivas para desempeñar tales pretensiones. A resultas de todo ello, el deterioro de la democracia comporta el proceso sistemático por el que las peculiaridades o rasgos propios de los regímenes democráticos se van deformando o torciendo.

“Un sinfín de reticencias a la libertad de expresión, elecciones amañadas y afanes de poder del populismo… No son únicamente los autócratas los que apelan al artificio represor. Las administraciones de los regímenes democráticos igualmente pretenden ocasionar mano dura”

En este sentido, la concepción ‘erosión democrática’ muestra un cambio gravoso en la dimensión y calidad de la democracia de un régimen político. Expuesto de otro modo, el carácter pronunciado del desgaste apunta a un proceso que va más allá del proceder interesado de algunos líderes políticos, como la exigua contribución ciudadana en una elección determinada, o la condición no cooperativa de las fuerzas de oposición en una situación de crisis.
Presumiblemente, la erosión supone una evolución que supedita o excluye condiciones políticas e institucionales propicias, sin las que la democracia en sí, dificultosamente puede tener algún protagonismo. En paralelo, a criterio de diversos analistas, la noción de ‘autocracia’ parecería estar en consonancia al de ‘no-democracia’ y la ‘autocratización’ sería el proceso de prescindir la democracia, algo que arrastra múltiples inconvenientes a la hora de deliberar y especificar a los regímenes políticos, pero sobre todo, a los procesos de cambio que experimentan.
Finalmente, los procesos de erosión surgen tanto en regímenes democráticos, como en democracias embrionarias o débilmente ensambladas. De manera, que este salto dado atrás conlleva una grieta en los estilos coligados con la gobernanza democrática.
En contraste con esta dirección, se hallan quiénes distinguen el proceso como la metodología que conmuta sucesivamente a un régimen político semidemocrático en una dictadura pura, a la vez que conserva la discriminación con los cursos de erosión que padecen las democracias más sólidas, tanto en coyunturas de retrocesión como de fractura.
En consecuencia, la mengua de los derechos y deberes y el criterio máximo del ordenamiento jurídico, no sólo es el naufragio de las libertades civiles, la acotación de los derechos políticos o el fiasco de las instancias de control por parte del gobierno. La democracia puede ir eclipsándose por la gestión de agentes no gubernamentales que coartan la gobernabilidad y privan la desenvoltura de los gobiernos para remediar contrariedades públicas y reparar encomiendas ciudadanas.
Cuando esto sucede, la democracia representativa se escurre de contenido como el agua en las manos, la desafección ciudadana tiende a crecer y desciende la actitud de asistir a las urnas. Conjuntamente, se disemina el terreno propicio para el pronunciamiento de líderes incógnitos. En estos casos, los regímenes democráticos lejos de volverse más autocráticos, omiten gradualmente su razón de ser. Mientras que la erosión por autocratización comprende la mella sistemática de la legitimidad del Estado de derecho y la prohibición de las instancias de control, alterando la esencia democrática del régimen político.
Un sinfín de reticencias a la libertad de expresión, elecciones amañadas y afanes de poder del populismo… No son únicamente los autócratas los que apelan al artificio represor. Las administraciones de los regímenes democráticos igualmente pretenden ocasionar mano dura. Y la fisura social es más vasta que nunca, con los populistas autoritarios terciando a su antojo con fórmulas implacables y represivas que en un corto espacio de tiempo lo ejerce por la fuerza, en vez del diálogo, hasta confluir en un callejón sin salida.
En conclusión, la calidad de la democracia se encuentran en cotas imperceptibles, porque los dirigentes políticos no están a la altura de los desafíos que sugiere la economía global. Este es fundamentalmente el patrón de fuerzas concéntricas volátiles, polarizadas y con poca maniobrabilidad nacional, que apenas cooperan entre sí y en algunos momentos con reglas de juego de exclusión social.

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