QUIÉN pudiera no morirse del todo para así ver lo que ocurre en los dos sitios, dijo el filósofo; para ir evocando los pasajes de la vida, que por la edad tan lejana en el tiempo, a veces se difumina en la memoria e impide observarlo con nitidez. Todo esto sin alargar los días, y mejorarlos. El recuerdo de un hombre en su lenta senectud, de cuando acompañaba a su amigo, el del tirachinas, donde decía que iba a dar la piedra, allí resonaba como un trallazo. Éste era un niño que contaba con cierta gracia sus impresiones, exagerando y rellenando con historias y fantasías imaginarias, todo lo que en su corta vida veía. Pocos meses después se convirtió en un pozo de angustias, y de penas, lloradas por la pérdida de su madre, muerta días después de vestirlo de “almirante prestado”, (el traje era de un vecino), en su primera comunión; siendo ella la única que comprendía y aceptaba, con cariño, sus rarezas de ser “diferente” a los demás, que por su corta vida, él no lograba entender aún. Cuando a la fuerza, motivado por el desdén de su padre se hizo adulto, le sirvió de base para que su memoria en la madurez fuese su mejor compañera. A veces recordaba las calles de su barrio, que se quedaban sin brillo, pero no sin luz; donde todo el ajetreo de los vecinos parecía suspenso en el calor de la tarde estival hasta que uno, que solía ser el señor Miguel, después de la siesta, salía con su silla de anea y un libro bajo el brazo, en espera que su esposa le llevara el vaso con café con leche para tomarlo sentado a la puerta, donde ya pegaba la sombra. Los ojos de aquél niño se convirtieron en una engañosa expresión melancólica, y su cabeza que entonces fue rizada, se transformó en ondulaciones grises en su cuerpo enjuto de campesino, constantemente bañado por el sol andaluz de la Axarquía malagueña, donde prestaba sus servicios. En su niñez, y primera juventud, junto a un amigo, paseaba por las calles de Melilla, ensimismándose en sus edificios modernistas y neoclásicos, que entonces no entendía, ni tampoco el amigo. Los edificios seguían allí, después de varias décadas, y para ellos era lo más natural, cuando recordaban los vasos de leche, con bollos pegados a un papel de estraza, que se tomaban en la pastelería frente a la casa donde vivió Franco, en los años del “Desastre”, como llamaba su abuela a la “Guerra del 21”. Discutían y no entendían cómo podía llamarse aquél barrio: “El Buen Acuerdo”. Cuando masticaban los pequeños dátiles ásperos del Parque Hernández, observando los patos, y los niños “litris”, (ahora les llaman pijos), patinadores junto a la Pajarera. En la mocedad, como unos andarríos, recorrían los barrios del extrarradio fronterizo, donde bailaban con la música de un “pik-up”, en algún patio de vecinos; y mientras su amigo le robaba el beso deseado a su pareja de baile, él intentaba que una muchacha comprendiera la pena que escondía en su alma solitaria, pena llena de dudas e incertidumbres. Su recuerdo del Faro del Puerto cuando se entretenían en observar a los pescadores de caña que solo lograban recoger alguna que otra “lisa” con olor a petróleo, reírse cuando el amigo llevaba un gato escondido en un saco, que soltaba a pocos metros del pescador, despotricando éste de la acción, y acto seguido recoger sus arreos y caminar en dirección al Mantelete, siempre volviendo la mirada y soltando los peores improperios hacia ellos, cuando él no tenía culpa alguna, sino que era su bromista amigo; pero lo más importante, decía, era el recorrido por El Pueblo, por sus calles medievales, del Veedor, de San Miguel, Doña Adriana, o de La Soledad, donde antaño los felices “Alumnos de Marte”, y los resignados Penados, igual que defendían las murallas, también con candidez se contoneaban pisoteando airosamente sus adoquines. A modo de disculpa, como si fuese un pecado cometido durante su vida, toda llena de bondad, en la madurez su amigo siempre le comentaba que cada uno debe tener su propia sexualidad y nada de lo real debe ser humillado con la cruel homofobia. Hoy ese amigo sabe que la luz de sus pensamientos iluminan toda su alma, sin dejar ningún resquicio a oscuras, recordando lo que el Padre Coloma llamaba “La Llamada Divina”: “Más Jesús volvió el rostro ya sereno; sonó una voz como viento perfumado, mostró el alma sus huellas y dijo: pon tus pies en mis pisadas y no te herirán las espinas”.
Con esto su amigo siempre le ofrecerá su apoyo más firme a su memoria, y a todos los que como él, sabiendo que si alguna vez tuvo miedo a la diferencia, era natural por su prudencia, y también por su bondad.