Opinión

El punto y final a más de dos siglos del Servicio Militar Obligatorio (I)

Más allá de su verdadera implementación castrense, los Ejércitos de España desplegados como la Institución ejemplar y modélica, bastión de los valores perennes y acreedores de lo más genuino y tradicional de ella, dichos valores desenvueltos como propios y sublimes, habrían de ser los que sobresaliesen en la sociedad a la que sirven. Si bien, tendrían la encomienda de infundirlos y desarrollarlos entre los mozuelos, jóvenes, principiantes y bisoños convocados a filas.

Con lo cual, este sistema de valores cuidado y protegido esmeradamente por la milicia, se encuadró en un orden cerrado primoroso, donde la jerarquía, la subordinación y el amor a la Patria eran la cúspide de un entramado solícito.

Luego, lo que aquí se desgrana son los orígenes embrionarios del ‘Servicio Militar Obligatorio’ o ‘Conscripción’, por entonces, con la encomienda de incluir individuos en el estrato social a modo de catalizador e integrador sociocultural, donde el ‘Credo Militar’ definido por una religión de hombres honestos, íntegros e intachables, incumbía a los intereses generales para lograr que un grupo de personas no determinadas, se integrasen dentro de los límites preestablecidos.

Por lo tanto, con el advenimiento del Estado-Nación que se establece in extenso en el siglo XIX y XX, el Ejército se erige en el paradigma de su unidad, recayendo la legitimidad de la coerción del Estado. La concentración del poder y el menester de interpretar el territorio como algo común y de todos, va a precisar que quiénes lo constituyan sean un componente cardinal para su apropiado engranaje.

En el caso concreto de España, donde el instinto nacional es plural, este propósito de centralización lo combina el Ejército, convirtiéndose en el consignatario del símbolo de Patria común.

Esta aplicación nacionalizadora se contempla a lo largo y ancho de esta etapa como una constante incuestionable. De manera, que la identificación entre Ejército y Estado es absoluta: la simbiosis entre el amor a la Patria encarnado en la defensa y garantía es visible.

Al punto, que la concesión de ese amor a la Patria es uno de los dispositivos claves del Servicio Militar Obligatorio. Claro, que ideológicamente, inculcar con ahínco el sentimiento patriótico entre los futuros reclutas y más adelante, soldados, es uno de los valores principales, por no decir el que más, que el ‘Servicio de Armas’ vigorizó.

Digamos que esta pedagogía moral, que en el fondo es el vaso comunicante de transmisión empleado para la difusión del discurso patriótico, alcanzó un doble encargo. Primero, en correlación a la defensa de la unidad del Estado contra otros países o nacionalismos adyacentes. Y segundo, el dispuesto institucionalmente con un patrón específico de varón, evidencia de masculinidad como la disciplina, ímpetu, brío, dignidad, camaradería, complicidad, etc.

Este parentesco de lo varonil como lo innegable y predilecto, gravita en la encarnación de la ‘Madre Patria’, a la que se acoge y se ama por encima de todo.

En las postrimerías del siglo XIX, la instrucción moral compendia una sucesión de valores perceptibles como la honradez o el trabajo, entre algunos, que apuntalan el cuerpo místico de ideales y virtudes castrenses. A la vista está la tipificación del soldado como potencial humano con su entrega y espíritu y del ciudadano, como objetivos que el Servicio Militar Obligatorio reconoce por medio de este magisterio, que ha de desarrollarse en los acuartelamientos, centros y organismos alojados en sus bases y que de hecho se desenvuelve en el siglo XX.

Ahora, a cuantos transitan por sus filas, se les infunden hábitos de respeto, harmonía equilibrada y funciones denodadas, al objeto de prepararlos como miembros de la sociedad que ha de acogerlos, dándole a conocer los derechos a practicar y los deberes que han de desempeñar, moldeando sus caracteres para que aspiren al bien.

En otras palabras: el soldado ha de adecuarse a sus compromisos sin rebelarse, siendo virtuoso y esmerado. Todo ello le permite ser mejor ciudadano; porque, por antonomasia, las virtudes castrenses son el modelo de la sociedad burguesa y clase dominante en el sistema capitalista. Incluyendo la templanza y el sometimiento, que lo acaban transformando en baluarte de esa comunidad.

Sin ir más lejos, por excelencia, la connotación de valor es la obediencia, realizable a través de la tenacidad en las acciones. Esta será la cuna de las fortalezas fundamentales como la lealtad, el arrojo, la nobleza o la diligencia que incumben a los anhelos cardinales de la Patria, el honor y el orden. La similitud entre el soldado y el ciudadano se construye racionalmente con la unión de la disciplina, bien sea ésta militar o cívica, porque la primera sugestiona y proporciona el campo a la segunda.

Yendo a hechos señalados, habitualmente y en la época concerniente, la ausencia de alfabetización y la procedencia rural, fueron el caballo de batalla como uno de los mayores inconvenientes de los mozos para ser incorporados. Concurriendo multitud de situaciones de conscriptos que no disponían de un dominio acorde de la lengua materna. Igualmente, los símbolos nacionales tenían un impacto apenas minúsculo en el imaginario colectivo de los reclutas prestos a cumplir con lo previsto.

Quizás, quedaba al margen la proyección para que la educación obligatoria se explotase como mecanismo nacionalizador de las masas. O lo que es lo mismo, cuando los reclutas entraban en contacto con el Ejército, lo hacían a una edad de tránsito decisivo a la madurez, pero la mayoría aún no se había sometido a la evolución de nacionalización por un actor estatal lo adecuadamente profundo y persuasivo.

Este quebranto educativo y llamémosle perjuicio disciplinario, imposibilitaba a todas luces, acoger en su juventud y posterior vida adulta otros influjos nacionalizadores de carácter insustancial.

Para atenuar este escenario divergente se desplegaron diversos manuales militares de formación, en los cuales, el horizonte de concienciación de algunas parcelas con inestabilidades intelectuales fue más productiva.

Con estos antecedentes preliminares, dadas las limitaciones requeridas para el espacio de esta narración, que pretende desenmascarar la reciente conmemoración de los veinte años desde la finalización del reclutamiento militar en España, el pasaje se desenvuelve en cuatro textos bien definidos, sabedor que la materia abordada requeriría de un recorrido muchísimo más amplio, para desmenuzar en su justa medida lo que realmente se pretende presentar.

Sin pretender ser desproporcionado en las pormenorizaciones, datos, detalles e identificaciones que en ocasiones se hacen esenciales para una más óptima exégesis, sucintamente partiré de los precedentes históricos del reclutamiento, para continuar con los motivos físicos de exclusión, las redenciones, sustituciones, mozos de cuota y otras reducciones del Servicio Militar Obligatorio o conscripción, así como el proceso en sí de reclutamiento, el alistamiento y el sorteo, saltándome la clasificación de los alistados que abarca el llamamiento y declaración de soldados; además, de las reclamaciones, el ingreso en caja, agencias y montepíos de quintas y otras reducciones lícitas.

Inicialmente, comienzo planteando que el Servicio Militar Obligatorio se instituyó paulatinamente en el siglo XIX, con toda su generalización de los distintos ingenios adoptados por la urbe para esquivar el mismo, asentando la sospecha que éste era un ingrediente insólito, inconcebible y ajeno a las comunidades rurales de los tiempos contrastados, cuya incrustación se demoraría bastante hasta ser definitivamente efectivo en su totalidad.

Conjuntamente, la excesiva duración del Servicio Militar Obligatorio, unido a las circunstancias extraordinarias de inconfundible adversidad; o la elevada probabilidad de fallecer en un contexto de combate crónico; o que más tarde a ser licenciado existiesen mínimos resquicios de ser nuevamente movilizado. Más, si cabe, sin ninguna paga o compensación para las familias o allegados, crearon un efecto dominó contradictorio y dañino en las clases populares, hasta volverse indeseable en su intolerancia e incomprensión.

Hasta el siglo XVIII, el ‘Sistema de Reclutamiento’ en España se materializaba con enganches pagados y levas de vagos, mendigos y marginados.

En 1704, la Dinastía Borbónica reproduciendo el prototipo francés, implantó el Sistema de Reclutamiento sustentado en las Quintas, porque se seleccionaba por sorteo para el servicio a una quinta parte de los mozos. Amén, que el Ejército ni mucho menos dejaba de ser propiedad del Rey, al igual que le correspondía la quinta parte de lo confiscado en las operaciones bélicas, valga la redundancia, como la quinta parte de la población que accedía al ‘Servicio de las armas’: los quintos del Soberano, eran el quinto de las Fuerzas Nacionales para las huestes del monarca.

Posteriormente, aunque tras la Revolución Francesa (5-V-1789/9-XI-1799) surgiera el concepto de Ejército Nacional, en España pudo eternizarse en el ideario social que los quintos acudían al Servicio Militar Obligatorio para servir al Rey, quien ejercía la más alta representación de la Nación en una evidente identificación con el Estado. Toda vez, que con el acontecer de los trechos, la conceptuación de quintas perduraría arraigada en la sociedad. A pesar de todo, el entresijo de las quintas se utilizó intermitentemente en el siglo XVIII, no regularizándose hasta la ‘Ordenanza de 27/X/1800’.

Particularmente, en 1812 y en las Cortes de Cádiz, con el principio de la obligatoriedad del Servicio Militar para todos los varones españoles, se promulgó sin discriminaciones, reiterándose en los años 1821, 1837 y 1856.

En 1876, se derogaron las exenciones gratuitas y totales de las que se habían beneficiado las órdenes privilegiadas, como los oficios liberales, el campesinado establecido y trabajadores como mecánicos y artesanos. La eliminación de estas aboliciones se reemplazaron por ‘redenciones’ y ‘sustituciones’, con la viabilidad de usar instrumentos de exención del Servicio Militar Obligatorio para los más acomodados.

En este mismo año y con la nueva Constitución Española promulgada el 30 de junio, en su Artículo III y la ‘Ley de 1878’, el ‘Servicio de Armas’ no se popularizó y anunció que “todo español está obligado a defender su patria con las armas cuando es llamado por la ley”. Tómense como ejemplos los territorios de Cataluña, Navarra y País Vasco, donde el alistamiento se mantuvo voluntario hasta los años 1845, 1833 y 1876.

No obstante, la ‘Ley de 1856’ apoyándose en la ‘Ley de 1837’, introdujo el molde referencial de la conscripción hasta 1912. Incluso reparaba en el enganche voluntario como el primer remedio de atender al ‘Reemplazo del Ejército’; disponiendo que las plazas libres por falta de voluntarios, la ocuparan los mozos de veinte a treinta años, estimulándolos con premios en metálico a que se engancharan y reengancharan espontáneamente. Pese a lo dicho, como la vía de la incorporación voluntaria no cubría las expectativas pronosticadas, la Ley se inclinó porque las bajas se aliviasen con los mozos de veinte a veintidós años que destinase la suerte en el sorteo.

En 1870, se ahondó en esta tendencia al declarar preceptivo que el Servicio Militar Obligatorio se vinculara a todos los españoles nada más alcanzar los veinte años. Este proceso de imposición se suspendió con la I República (11-II-1873/29-XII-1874), aparejándose que en la ‘Ley de 1873’ el Ejército se acomodara con voluntarios de diecinueve a cuarenta años, pagados con una peseta diaria en sus soldadas.

Con la disolución de las quintas, se mandaron a la reserva los jóvenes que el día 1 de enero cumplieran veinte años, facultando al Gobierno para su movilización, según el ‘Decreto’ de fecha 7/I/1874.

El mandato del Servicio Militar Obligatorio se restableció con la Restauración Borbónica. Las legislaciones consecutivas de 1877, 1878, 1882, 1885 y 1896, respectivamente, argumentaron un misma horma en la que se refrenda la ‘conscripción universal’. Ya fuese a los veinte años, con la ‘Ley de 1877’; o los diecinueve, con la ‘Ley de 1896’, autorizándose la ‘sustitución’ y la ‘redención en metálico’ de los conscriptos que costeasen una cierta cuantía.

No iba a ser hasta el Gobierno Liberal de don José Canalejas Méndez (1854-1912), y como no, ante la obstrucción de los conservadores, cuando se dispuso el Servicio Militar Obligatorio para los jóvenes varones españoles, excluyendo la ‘sustitución’ y la ‘redención en metálico’; persiguiendo una ocupación personal e intransferible y más igualitaria para cada uno de los ciudadanos.

Para ello, se acordó complacer las pretensiones de las clases dominantes, estableciéndose mejores coyunturas de estancia en la etapa militar con el desembolso de unas cuotas, que al menos mitigaran la prestación personal de los interesados. Obviamente, quienes así lo pretendieran y estuviesen en condiciones de sufragarla.

Con la ‘Ley de 1940’ concluyentemente se invalidaron las cuotas, aunque prosiguieron algunas gentilezas entre los reclutas, al consentirse una disminución en los tiempos de servicio para aquellos que tuvieran una instrucción anterior al período de servicio en filas.

De lo desmenuzado hasta ahora, el rumbo del Servicio Militar Obligatorio permutó en sus diversas fases, intentando conciliar los legisladores el aliciente de no ser requeridos más que lo imprescindible, y la propensión castrense de contar con hombres habilidosos y duchos.

En esta tesitura, el ‘Servicio de Armas’ siguió en los estándares más elevados en cuanto a su extensión, fluctuando entre los dos y cuatro años en activo; sin soslayarse, la reserva.

Entre los años 1856 y 1882, el desarrollo correspondió a ocho años, distribuidos en cuatro activos y cuatro de reserva, a excepción de 1878, en que se comprimió a seis años. Consecutivamente, el mismo aumentó a doce años, simplificándose a tres el servicio activo y permaneciendo en las ‘Leyes de 1885’ y ‘1896’. De los doce años, seis eran prescritos al servicio en el Ejército activo que abarcaba la ‘licencia ilimitada’ o ‘reserva activa’ y la ‘clase de reclutas disponibles’. En cambio, los otros seis años se trasladaban a la ‘segunda reserva’.

Estrenado el año 1912, aparece sobre el tapete la nueva ‘Ley de Reclutamiento’, consolidándose los dieciocho años a partir del ingreso de los mozos en caja. De este modo, se reparte en cinco períodos específicos: primero, reclutas en caja de plazo variable; segundo, primera situación de servicio activo durante tres años; tercero, segunda situación de servicio activo en cinco años; cuarto, reserva en seis años; y quinto, reserva territorial que implica el resto de los dieciocho años.

Es necesario incidir, que para este momento de la Historia, otros estados del Viejo Continente rebajaron el servicio activo en un año, y a su vez, compusieron otras metodologías de formación militar de reclutas. España, para no quedar rezagada en esta cuestión, se pondría manos a la obra recortando los tiempos.

En la misma línea las ‘Leyes’ sucesivas siguieron con los dieciocho años de servicio, pero, progresivamente, se aminoró la continuación de servicio en activo: dos años, en 1924; un año, tanto en el ‘Decreto de 1930’ como en la ‘Legislación Republicana de 1931’, con el matiz de debatirse si descendía a seis meses, a lo que se contrapuso don Manuel Azaña Díaz (1880-1940).

Gradualmente, la predisposición a la simplificación varió ampliamente en el régimen franquista de la postguerra. La ‘Ley de 1940’ amplificó la permanencia en filas a dos años, teniendo el Servicio Militar Obligatorio una duración total de veinticuatro meses, desde el entrada en caja hasta la licencia absoluta.

Indistintamente, se produjo el reajuste del tiempo de servicio en filas si el mozo contaba con instrucción premilitar. Lo cierto es, que esta Disposición en su Artículo 11º originó enorme confusión, contrastando el período en filas para los que carecían de instrucción premilitar, admitiendo la reducción a dieciocho meses, por cuanto que “podrían disfrutar de licencias temporales o ilimitadas siempre que las conveniencias y necesidades del servicio lo permitan”.

“Tras rememorarse dos décadas de su desaparición, en sus prolegómenos se atisbaba la profesionalización para conseguir unos activos de calidad y en cantidad suficiente, emprendiendo unas acciones resumidas en reclutar, retribuir, renovar y reincorporar”

Como era de esperar, esta realidad conllevó incertidumbre en los soldados, al quedar irresuelto el probable descuento del período militar, quedando finalmente a merced de la arbitrariedad de sus Jefes.

En 1943, se normalizó por vía reglamentaria la obligatoriedad para todos los varones, de haber cumplido el Servicio Militar Obligatorio para ser admitido en cualquier ámbito laboral del Estado. Dos años después, el ‘Fuero de los Españoles’ configuraba una de las ocho ‘Leyes Fundamentales’ del franquismo que contenía en su Artículo 7º: “Constituye título de honor para los españoles el servir a la Patria con las armas. Todos los españoles están obligados a prestar este servicio cuando sean llamados con arreglo a la Ley”.

Ya, en 1968, se sancionó la ‘Ley General del Servicio Militar’ que a este tenor fijaba en su Artículo 1º que “el Servicio Militar es un honor y un deber inexcusable que alcanza a todos los españoles varones…”. Esta Ley punteaba la divisoria entre un Servicio Militar Obligatorio con una conservación entre 15 y 18 meses y la figura atractiva del ‘Voluntario’, con la primicia de ser él mismo quien eligiese la Región Militar, aunque su trayectoria iba a ser más amplia con 15 y 24 meses.

Curiosamente, el Estado involucraba a las empresas en el control riguroso de la observancia del Servicio Militar Obligatorio. De manera, que los empresarios, patrones o propietarios verificaban antes de aceptar a los contratantes, si éstos tenían en regla sus deberes militares, incurriendo en responsabilidades en caso de incumplimiento.

En consecuencia, quedando en pausa el cierre de la primera parte de este texto que prosigue en otra narración, deja a expensas del lector la ocasión de suscitar una reflexión ponderada sobre la evolución, avance o retroceso legislativo del Servicio Militar Obligatorio, tras rememorarse dos décadas de su desaparición, en los que se atisbaba la profesionalización de las Fuerzas Armadas para conseguir unos activos de calidad y en cantidad suficiente, con cometidos caracterizados por ser de mayor complejidad y responsabilidad para la hechura del nuevo soldado que comenzaba a derivarse, emprendiendo unas acciones que podrían quedar resumidas en reclutar, retribuir, renovar y reincorporar.

Y es que, abocados a las consecuencias del panorama mundial, el despliegue legislativo español había sobrepasado la tradición cerrada para aproximarse a un sistema abierto con nivel operativo, capacidad de reacción y ámbito de actuación.

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