La frontera de Melilla se ha convertido en una ciudad sin ley, donde los puestos de frutas son ya parte del panorama habitual. No de ahora, desde hace años.
Mientras los inspectores de Hacienda o Sanidad no dejan en paz a los comerciantes del centro o del barrio del Real, que pagan todos los meses sus impuestos, en los alrededores de la frontera de Beni Enzar lo mismo podemos encontrarnos un puesto de tabaco de contrabando, que uno de yogures sin refrigerar, que otro de pescaítos fritos sin licencia ni controles sanitarios.
Nadie se pasa por ahí. Ni por el Rastro, donde el pescado en el suelo invita a pensar que estamos en el Marruecos profundo.
La competencia desleal no es la culpable de todo, pero está detrás del descenso de las ventas en nuestros mercados de abasto. Hemos bajado los brazos y nos hemos dado por vencidos en la lucha contra la venta de pescado en cubos.
Pero éste no es el único problema que tenemos en las inmediaciones de la frontera. Las calles llenas de basura, principalmente cartones, invitan a pensar que nos hemos equivocado y que en lugar de pertenecer a la Unión Europea somos miembros de la Unión por el Magreb Árabe.
No sé cómo hacen los vecinos de la frontera para soportar la suciedad, el ruido y las broncas a diario. Ellos vive en el límite de Melilla y al límite de sus fuerzas.
Antes de llegar a esta ciudad nunca había visto tanto trabajador de la limpieza en las calles. Lo normal, en otros puntos de España, es ver a barrenderos por las mañanas, a primera hora. Aquí los ves mañana, tarde y noche dale que te pego. No dan abasto y la ciudad siempre está sucia.
Además de barrer y protestar por la suciedad, deberíamos organizar cursos de civismo, que no vienen mal a nadie. A la gente hay que enseñarla a disfrutar de lugares limpios y tranquilos. Es cuestión de Educación, pero justo ese es nuestro talón de Aquiles.