Lunes, 16:00 horas. Ni un alma en calles del centro de Melilla. La ciudad, a esa hora, probablemente duerme la siesta, como los pueblos de la España profunda. Está tan vacía como antes de que den las nueve de la mañana, cuando aún no han abierto los comercios locales. No hay trasiego de coches, ni de transeúntes en las zonas peatonalizadas. No hay movimiento. Melilla está vacía. Ha perdido su don de gentes. Está medio muerta. Casi inerte.
Cada vez que paso por un bar abierto y con la terraza vacía me pregunto cómo consigue su propietario levantar cada día la persiana, con lo que cuesta la luz, el alta de la Seguridad Social, la escasez de pescado, lo caro que está el pan... No sé cómo logran mantener sus ofertas con lo que cuestan las materias primas de la península. Y también he echado de menos al menos dos locales de hostelería que me gustaba y que han cerrado este año en el centro de Melilla.
La ciudad no está vacía. Está como desmayada. El sábado sobre las ocho de la noche, las tiendas de la frontera estaban vacías. Apenas había movimiento y a esa hora muchos dependientes estaban ya limpiando para cerrar. Quienes permanecían abiertos casi no tenían género. La huelga de transportistas, me comentaron, los tenía básicamente paralizados, sin mercancías.
No hay actividad económica que soporte este bajón de las ventas, en medio de una subida generalizada de precios, que está experimentando Melilla, de la misma manera que no hay sueldo de clase media que aguante el encarecimiento constante del nivel de vida.
Aquí no estamos como en otras partes de España: estamos peor porque partimos de una situación mucho más delicada. En Melilla ya había crisis antes de la crisis del coronavirus. Y no exageramos. Fíjense que en marzo de 2018, hace cuatro años, los empresarios de esta ciudad salieron a la calle a protestar porque Melilla se estaba muriendo por aquella fecha. La agonía se ha alargado más de lo que cualquiera de nosotros pudo imaginar.
No se han muerto sólo el comercio y la hostelería. También se nos ha desmayado el espíritu, el ánimo y hasta la sonrisa. Andamos alicaídos, preguntando como zombies cuándo abre la frontera. Es la única salida para muchas familias que pasan las tardes del fin de semana o en el Parque Forestal o en Los Pinos, si, por casualidad no llueve.
Hay una medida del decaimiento de la actividad económica que a mí no falla. Si en zonas de actividad comercial encuentras aparcamiento a la primera cada vez que vas, algo está pasando. En la calle Castelar, sobran plazas de parking lo mismo por la mañana que por la tarde. Eso nos da la medida de la magnitud de la tragedia.
El Gobierno central, por fin ha reaccionado, implantando medidas como la rebaja de los veinte céntimos por litro de combustible que nos han dicho que empezará a aplicarse desde el viernes.
Me gusta menos el tope que ha puesto a los precios de los alquileres. Yo soy enemiga de alterar las leyes del mercado. La solución para bajar los precios del alquiler no puede ser limitar el derecho del propietario a ajustar las rentas a la subida de la inflación. La solución está en aumentar la oferta. Lo que se necesitan no son topes sino incentivos para que quienes desconfían de poner su casa en alquiler, lo hagan porque consideran que tienen garantías suficientes de que si su inquilino se queda sin trabajo, no le va a endosar los impagos al casero.
Es en esa dirección en la que hay que trabajar. No podemos seguir el ejemplo de Cuba, donde el comunismo ha fracasado estrepitosamente por su afición a topar el precio de una piña o un aguacate.
Ser cutres no es la solución porque está demostrado que limitar los precios no acaba con la escasez sino que la cronifica. De ahí la importancia de habilitar fórmulas liberales basadas en rebajas puntuales de impuestos para ayudar a las familias a subir esta cuesta empinadísima que empezó en diciembre y nos mantiene ya tres meses alejados de la cima.
En esto de los impuestos tengo contradicciones, lo admito. Por una parte, reconozco que son necesarios, ahora más que nunca, para financiar servicios públicos como la sanidad, golpeada por el coronavirus o la modernización de la enseñanza, para adaptarla definitivamente a la era tecnológica, sin dejar a nadie detrás. Pero hay que tocarlos en este momento porque lo que está en juego es la supervivencia de la clase media, que a la larga es la que hace que, con sus impuestos, el sistema funcione.
Hay que sacrificar una parte para salvar el todo y en el caso de Melilla y Ceuta, hay que actuar rápido para evitar que los buenos profesionales huyan de la ciudad despavoridos.
En esta ciudad hay que hacer, además, pedagogía, hay que organizar más actividades en la calle para que la gente sepa que salga cuando salga, le espera un plan.
Tenemos que conseguir que la gente disfrute de la ciudad, de sus zonas de ocio, de sus rincones y de sus espacios al aire libre porque, de lo contrario, la gente se irá disfrutar a otra parte y eso daría la puntilla a los comercios que a día de hoy siguen abiertos, batiéndose el cobre contra la adversidad.
No utilicemos la "Demagogia" para describir la situación de la ciudad y menos para fines electorales.