El lunes 22 de diciembre no es un lunes cualquiera. En los hogares se encienden televisores con la misma naturalidad con la que se pone el café; los grupos de WhatsApp se activan; los comercios comentan el sorteo entre cliente y cliente; y, en la calle, la pregunta vuelve como un estribillo: “¿Cuánto llevas este año?”. No es solo un juego. Es un ritual colectivo que, por unas horas, convierte la ilusión en una conversación compartida.
En Melilla esa conversación tiene matices propios. Hay quien lo vive con una mezcla de prudencia y esperanza: “Aquí nunca ha tocado”, se oye, pero a renglón seguido aparece el contrapeso: “Siempre hay una primera vez”. La frase no suena a estadística; suena a necesidad. A ganas de una buena noticia que se cuente sola, sin explicación.
El Faro de Melilla ha salido a la calle para escuchar esa esperanza de cerca. Y lo que aparece no es una lista de fantasías millonarias, sino un mapa humano de prioridades: pagar lo que aprieta, comprar una casa que hoy parece imposible, ayudar a quien lo está pasando peor, regalar tiempo a la familia y, en el fondo, vivir con un poco menos de miedo.
Un número con memoria
Hay una manera de comprar lotería que se parece a una tradición familiar. Lo cuenta Estrella que lleva la cuenta con precisión: este año ha comprado seis décimos.
Estrella distingue entre los que compra “para ayudar” y los que compra por costumbre navideña. Cuatro son “de la ONCE”, para ayudar a los ciegos, y los otros dos, los de Navidad, completan el gesto de participar en el sorteo grande. En su compra no manda el capricho, sino el hábito, y, sobre todo, la pertenencia.
Esa pertenencia tiene un nombre propio: el 90, al que ella llama “el abuelo”. No es una cifra cualquiera; es un número suscrito desde hace muchos años vinculado a una residencia de mayores. Su relato tiene algo de memoria compartida, de comunidad que repite la misma esperanza año tras año. A veces ha caído “algo”: una terminación, un premio pequeño, “ciento y pico de euros”, ese pellizco que no cambia la vida pero mantiene viva la costumbre, como un guiño de la suerte que dice “seguid”.
En medio del relato, también aparece el humor como refugio: además de los números fijos, ella compra otros que le gustan, incluso alguno elegido por carácter, como “la pelea”, porque se define a sí misma como alguien que discute mucho. Pero bajo la broma late una convicción: Melilla “nunca, nunca” ha tocado el Gordo, y sin embargo ella afirma, con una fe que desafía la estadística, que este año va a tocar.
Lo más revelador llega cuando se le pregunta qué haría si el premio fuese suyo. Su respuesta no va hacia el lujo ni hacia el exceso. Va hacia los demás. Ella dice que lo repartiría entre gente necesitada, porque con lo que tiene “basta” y porque lo principal es la salud. En esa frase, tan sencilla, se condensa un modo de mirar la vida: el dinero solo sirve si también sirve a alguien más.
El principal deseo: vivir
María José compra lotería de Navidad sin necesidad de épica. Ha comprado unos cinco décimos y, como muchas personas, no se aferra a un número concreto: siempre los compra en el mismo sitio y allí mantienen números fijos. No hay superstición explícita, pero sí continuidad, ese gesto repetido que se hace cada diciembre casi como quien enciende una vela.
Cuando se le pregunta qué haría si este lunes ocurriera lo impensable y el Gordo cayera por fin en Melilla, María José responde con una palabra que, por su sencillez, resulta casi brutal: “Vivir”. Nada más. Vivir.
Esa respuesta pesa porque no es una fantasía, sino una necesidad. “Vivir” aquí significa respirar, quitarse presión, ganar tiempo. Significa que el premio no sería un adorno, sino una tregua. Y esa tregua, en un contexto de precios altos y economía ajustada, se convierte en el auténtico sueño.
A pocos pasos de María José, su hija Amanda pone nombre a un deseo que hoy atraviesa a mucha gente: la vivienda. Ella dice que lleva tres números, y que si le tocara el Gordo lo primero sería comprarse una casa.
Amanda lo expresa con una frase directa: en Melilla las casas “están muy caras”, y por eso el premio tendría sentido como herramienta para estabilizarse. Su proyecto no es de lujo; es de raíz. Una casa como refugio, como futuro, como algo que deje de depender del vaivén de alquileres o hipotecas.
En cuanto a los números, Amanda también participa de una superstición suave y muy común: repite siempre los mismos porque cree que cambiar trae mala suerte. En su lógica, la suerte premia la constancia.
Capricho con forma de isla
Daniel juega este año con moderación: lleva un par de décimos. No se ata a un número exacto, aunque confiesa que le gusta que uno termine en 7. Aun así, relativiza: lo importante es que toque, sea cual sea.
Cuando imagina el premio, Daniel responde desde una mezcla de generosidad y realismo. Primero, ayudar a quienes lo necesitan. Después, sí, darse algún capricho “como todo el mundo”. Su capricho no suena a ostentación inmediata, sino a proyecto: una casa en una ciudad que le guste, y menciona Mallorca como ejemplo, además de ahorrar, “que siempre viene bien”. Su visión del premio se parece a un plan de estabilidad con un pequeño premio emocional al final.
Víctor compra dos décimos, uno para él y otro para su abuela. Son iguales, y ambos terminan en 5, un número que él considera el suyo, su número de la suerte. En su caso, la lotería también funciona como vínculo familiar: compartir el décimo es compartir la esperanza.
Si el Gordo cayera este lunes, Víctor tiene claro el destino del dinero: viajar con su familia, comprar una casa y plantearse vivir en un lugar que les guste. Cuando se le pide un destino, vuelve a aparecer la idea que ya había surgido antes: Mallorca le parece un sitio bonito, aunque también menciona que, siendo de Andalucía, hay zonas allí que le atraen. Su premio imaginado tiene un centro: la familia, el “nosotros” por encima del “yo”.
El amuleto de la suerte
Reme se define como alguien que suele jugar Euromillón los martes y viernes, pero reconoce que la Navidad tiene su propio terreno. Para el sorteo navideño ella compra un número concreto: el 59, al que llama “el canario”. No lo eligió al azar; lo eligió por una historia: una mujer le dijo una vez que comprara siempre ese número, y desde entonces lo hace. En Reme se ve cómo la superstición no es solo capricho, sino tradición, relato que se hereda.
Si le tocara, su plan es breve y contundente: repartir entre gente que no tiene y entre su hijo. De nuevo, la idea de la ayuda aparece como reflejo inmediato.
Manuel Francisco compra cinco números, pero no porque persiga un patrón o un talismán. Su estilo es el contrario de la superstición: pide el que le den, el que salga, sin más. Ese tipo de jugador confía en el azar puro, casi como una forma de aceptar que la suerte no se negocia.
Sin embargo, cuando se le pregunta qué haría si el lunes la fortuna le señalara, su respuesta tiene un orden claro y muy reconocible: primero pagar las deudas, y después hacer un viaje. Ese “primero” revela mucho: antes de celebrar, quiere quitarse peso de encima. El premio, para él, no sería una exhibición, sino una limpieza de preocupaciones.
Un deseo compartido








