¿Qué le llevó a Jesús a la muerte en la cruz? Su trágico final no fue una sorpresa. Se había ido gestando día a día desde que comenzó a anunciar su nuevo reino. Mientras la gente lo acogía casi siempre con entusiasmo, en diversos sectores sociales se iba despertando la alarma. Su conducta original e inconformista los irritaba. Jesús era un estorbo y una amenaza. Posiblemente su actuación desconcertaba a casi todos, provocando reacciones diversas, pero el rechazo se iba gestando no en el pueblo, sino en aquellos que veían peligrar su poder religioso, político y económico.
El mayor peligro para Jesús venía de quienes ostentaban el máximo poder. Su anuncio de la implantación inminente del reino de Dios, su visión crítica de la situación, su programa de solidaridad con los excluidos y su libertad, representaban una radical y peligrosa alternativa al sistema impuesto por Roma. Jesús se fue convirtiendo en un peligro potencial de subversión, por lo que debía ser ejecutado sin más dilación en el tiempo.
Roma controlaba todo el territorio judío. En Galilea, al norte, reinaba Antipas, vasallo fiel del emperador. En Judea, al sur, gobernaba directamente el prefecto romano. Y, aunque Jesús actuaba sobretodo en Galilea, no va a ser Antipas quien lo va a ejecutar. Seguramente que había oído hablar de él, conocía su vinculación con Juan el Bautista y de su posible peligrosidad como fuente de subversión. Pero nunca lo detiene, a pesar de que en alguna ocasión estuvo cerca de hacerlo (Lc 13, 31). No quiere provocar más descontento tras el resentimiento popular provocado por la ejecución de Juan el Bautista.
Tampoco Jesús muestra desprecio por Antipas, a quien, en alguna ocasión llega a llamar «zorra» (Lc 13, 32), pero más porque también a él quiere atraparlo como hizo con Juan el Bautista, que por otra cosa. Se burla del emblema acuñado por Antipas en sus monedas, quien había elegido el tema vegetal de la caña, que crecía abundantemente a orillas del mar de Tiberíades (Mt 11, 7-9).
Es seguro que en el palacio de Cesarea, donde residía Pilato, y en la torre Antoniana de Jerusalén, donde permanecía vigilante una guarnición de soldados, no dejarían indiferente a nadie las noticias que llegaban de Galilea. Pero tampoco les sobresaltaba de manera excesiva, porque estas noticias eran un tanto confusas. A medida que van descubriendo la atracción que Jesús ejercía en el pueblo y, sobre todo, cuando ven la libertad con la que lleva a cabo algunos gestos provocativos en Jerusalén, precisamente en el ambiente de las fiestas de Pascua (Mt 21, 12; Mc 11, 15; Jn 2, 14-15), empiezan a tomar conciencia de su peligrosidad.
Desde el principio de su misión, Jesús emplea como símbolo central de su mensaje un término político. A todos trata de convencer de que la llegada del «imperio de Dios» es inminente. El termino que utilizaban para señalar «reino», se empleaba en los años treinta para hablar del «imperio» de Roma.
Es cierto que Jesús no piensa en una sublevación contra Roma en plan suicida, pero su actuación empieza a ser peligrosa, porque por donde pasa enciende la esperanza de los que no tienen nada, de los que tienen hambre de los que están abatidos. Él sabe que el cambio no se puede lograr contra las legiones romanas, pero al poner toda su esperanza en la fuerza del Dios de Israel, hacía temblar hasta los muros más sólidos.
Quizás nos resulte difícil captar la tragedia político-religiosa que se vivía en Israel. Eran el pueblo elegido de Dios y, sin embargo, vivían sometidos al poder maléfico de Roma. No podían concebir una opresión tan cruel sin pensar en la intervención de fuerzas sobrehumanas hostiles a Israel. Los romanos eran las fuerzas malignas que se habían apoderado del pueblo y lo estaban despojando de su identidad. El imperio de Jesús empezaba a hacerse sentir y las gentes de Galilea intuyeron que ya estaba pronta la derrota de los romanos, pero es poco probable que estos vieran en su extraño comportamiento una amenaza para el Imperio.
Quizás el hecho más relevante de enfrentamiento, que tampoco fue tal, de Jesús con el poder romano debía ser aquel en el que le presentaron una moneda del César y le preguntaron si era lícito pagar o no el tributo al César (Mc 12, 13-17). Hay que señalar que esta pregunta tenía trampa, ya que si respondía negativamente podía ser acusado de rebelión contra Roma, y si aceptaba el pago del tributo, quedaría desacreditado ante las gentes del pueblo, que vivían exprimidas por los impuestos y que Jesús defendía. Así que Jesús, pide que le enseñen la «moneda del impuesto» y pregunta por la imagen que aparecía en ella. Representaba a Tiberio y la leyenda decía: Tiberius Caesar, Divi Augusti Filius Augustus; en la parte de atrás se leía: Pontifex Maximus. El gesto de Jesús es ya clarificador. Sus adversarios vivían esclavos del sistema, pues utilizaban aquella moneda acuñada con símbolos políticos y religiosos y por lo tanto estaban reconociendo la soberanía del emperador. No es su caso, ya que él no poseía esa moneda en su bolsillo, ya que tuvo que pedirla y vive de manera libre, dedicado a los más excluidos dentro del Imperio.
Así que la respuesta que da, lo hace desde la libertad: «Devolved al César lo que es del César y dad a Dios lo que es de Dios». Con esta respuesta parece que Jesús está aceptando el sistema y por lo tanto el pago del tributo. Pero su mensaje es mucho más sencillo: «Si te aprovechas del sistema, te beneficias de él y colaboras con Roma, cumple tus obligaciones con los recaudadores y entrega al César lo que de él viene. Pero no dejes en manos del César lo que viene y pertenece solo a Dios». La respuesta es muy hábil y por lo tanto sortea la trampa que le habían tendido. Este hecho, Lucas lo señala como una de las acusaciones que se presentaron ante Pilato: anda alborotando al pueblo y prohibiendo pagar tributos al César (Lc 23, 2).
Pero este hecho, no fue solo una trampa, sino que el hecho se remontaba al año 6 de nuestra era. Jesús tendría unos diez o doce años y posiblemente conoció el suceso. Una vez que fue destituido Arquelao como tetrarca de Judea, Roma pasó a gobernar directamente la región. En adelante, los tributos se pagarían directamente al prefecto romano y no a la autoridad judía que estaba subordinada a Roma. La nueva situación provocó una fuerte reacción promovida por un tal Judas, oriundo de Galilea y un fariseo llamado Sadoc. Su planteamiento iba a la raíz: Dios es el «único Señor y dueño de Israel»; pagar el tributo al César era sencillamente negar el señorío del Dios de Israel. En realidad, este era el sentir de todo el pueblo, solo que Judas y Sadoc lo planteaba con radicalidad: los judíos deben aceptar le imperio exclusivo de Yavé sobre la tierra de Israel y negarse a pagar el tributo al César. Roma terminó con aquel movimiento, pero las discusiones no cesaron.
Jesús resultaba un elemento inquietante para quienes vivían del Imperio de Roma: la aristocracia del templo, las familias herodianas y el entorno de los representantes del César. Esto fue lo que los llevó a acusarlo ante Poncio Pilato y sobre su cruz colocaron la inscripción: Este es el rey de los judíos (Mt 27, 37). He aquí la acusación política formal.
Para nuestra exposición hemos utilizado las ideas del libro de Pagola, J.A. (2007). Jesús. Aproximación histórica. Editorial PPC.