Según datos aportados por Loterías y Apuestas del Estado, durante la Navidad en España se venderán un total de 15.437.982 billetes de lotería por un total de 3.087,5 millones de euros. Esta cantidad tan elevada nos lleva a concluir que son muchos los conciudadanos que aspiran a cambiar súbitamente de nivel de vida y que sueñan con alterar cuantitativamente su capital económico. Lo digo de una manera más clara: abundan las personas que pretenden alcanzar la felicidad haciéndose ricas.
Es cierto que “un buen pellizco” nos puede servir para pagar algunas trampas, para arreglar la vivienda, para cambiar los muebles, para adquirir un nuevo automóvil o, incluso, para repartirlo entre los más “allegados”, pero también es verdad que la riqueza, cuando no mejora la calidad humana, la capacidad intelectual, la integridad moral, el gusto artístico y ni siquiera acrecienta la elegancia o la simpatía, aunque no nos haga necesariamente unos desgraciados, cambia de manera radical la perspectiva desde la que contemplamos los sucesos: varía las actitudes que adoptamos ante los demás y altera las relaciones con el mundo que nos rodea.
Recuerdo que un amigo, que jamás había pisado una iglesia, tras acertar una quiniela de catorce resultados, decidió asistir todos los domingos a la misa de doce en la iglesia mayor de su pueblo; otro conocido unió sus dos apellidos con un guion; otro instaló en la sala de estar de su confortable hogar un mueble-bar lleno de bebidas caras y repleto de libros encuadernados en piel; otro se echó una querida y otro, finalmente, aprendió a pronunciar todas las “eses”.
Pero los peligros más graves de la visita súbita de la suerte no se reducen ni se explican con los hechos anecdóticos anteriormente relatados, sino, en mi opinión, con el cambio radical de mentalidad que, de manera inevitable, provoca. Los ricos miran la vida desde arriba; nos contemplan a los demás desde la atalaya segura y confortable de su nutrido patrimonio y observan desde la garita elevada y protegida de su saneada cuenta corriente.
Los acaudalados son más aptos para premiar que para servir, y poseen mayor facilidad para repartir dones que para compartir bienes; son más misericordiosos que solidarios, más indulgentes que comprensivos, más caritativos que compasivos, pero, paradójicamente, esa seguridad es la fuente de crecientes temores a los cambios; por eso, suelen ser más cautos y más desconfiados que los pobres y han de estar más alertas a las alteraciones bursátiles, a los fondos de inversión, a la confusión provocada por la llegada del euro, al mercado interbancario, a los bonos y a la cotización de metales...
¡Qué lío y qué intranquilidad! Por eso, deseo que hoy caiga aquí el premio gordo pero con la condición de que esté muy repartido. Quizás de esta manera la fiesta sea más divertida y esté más concurrida. ¡Que tengáis suerte, queridas amigas y queridos amigos!