El Banco de Alimentos de Melilla ha atendido en los cuatro meses que llevamos de año a más de 1.300 personas gracias al apoyo de 77 voluntarios. Pese a la subida de los precios y la inflación, la entidad ha mantenido la mano tendida a las familias vulnerables.
Una gran parte de los destinatarios de la ayuda no son, como a veces creemos, personas en riesgo de exclusión sino trabajadores que no llegan a fin de mes. Gente que tiene un empleo, pero el sueldo no le alcanza para comer durante treinta días.
Esa es la otra Melilla, la silenciada, la que creemos que no existe solo porque leemos en el periódico que ha bajado el número de parados en nuestra ciudad.
Luego está la que sí conocemos, porque es más visible. La de las colas del hambre. La que a las cinco de la tarde guarda fila frente a la Mezquita Central para llevarse un plato de harira al estómago.
De eso hablamos cuando hablamos de pobreza en esta ciudad. De una pobreza estructural que no se acaba en el Banco de Alimentos ni en las mezquitas ni en las sedes de las ONG. Y es esto lo que tenemos que solucionar de una vez por todas.
Llevamos mucho tiempo deshojando la margarita y ya hemos encontrado la solución por duplicado. Está en los dos Planes Estratégicos, el de la Ciudad y el del Gobierno central, que abogan por cambiar el modelo económico de Melilla y empezar a ejecutar las inversiones para ser autosuficientes. Tenemos que romper el cordón umbilical con la frontera porque el contrabando, el comercio atípico y la piratería son comida para hoy y hambre para mañana.
La frontera tiene que entenderse como lo que es: un complemento, no nuestro corazón. Lo ideal es que las buenas relaciones entre España y Marruecos favorezcan nuestro crecimiento, pero no podemos poner todos los huevos en la misma cesta.
No es el único cordón umbilical que debemos romper. También tenemos que cortar con la idea de que el Estado es el único que puede hacer contratos de calidad en Melilla. Tenemos que conseguir que nuestras empresas prosperen y repartan riqueza.