DESDE que, hace ya varios años, leí en la prensa que unos científicos británicos habían creado un “androide”, un robot capaz de pensar, no he parado de imaginar cómo una máquina se respondería a esa pregunta que a veces nosotros nos hacemos sin responderla de una misma manera. En la actualidad podemos comprobar cómo las neurociencias y las ramas de la biogenética nos proporcionan unos descubrimientos importantes aplicables a las Ciencias Humanas. Todas estas disciplinas asumen que, gracias a las conexiones de las neuronas, somos unos “cuerpos orgánicos” y, también, unos “yo humanos” que pensamos y sentimos, amamos y odiamos, somos generosos o egoístas, felices o desgraciados según funcionen nuestras respectivas neuronas. También se sabe que los comportamientos alteran el funcionamiento del cerebro modelando las neuronas y sus relaciones mutuas. Como resumen podríamos afirmar que las neurociencias demuestran la doctrina de Aristóteles: que el ser humano es un ser social y que mejora gracias a su capacidad de pensar, de sentir, de expresarse y de comunicarse a través de la palabra.