Tengo la impresión de que el anonimato por el que se creen protegidos algunos usuarios de las redes sociales, les mueve a prodigarse en los insultos dirigidos a personas, normalmente públicas, a los que se les dice que es el precio a pagar por desempeñar una actividad por la que, en mayor o menor medida, resultan conocidos. Perdónenme, pero nunca lo he entendido ni lo he compartido.
Hace tiempo que renuncié a la posibilidad de entender las razones que animan a los que practican estos insultos a expresarse de manera tan dura. Simplemente, percibía que detrás de sus descalificaciones se ocultaba una personalidad atormentada, que había experimentado, sin duda, importantes reveses en la vida. Yo, francamente, lo lamento; de haber estado presente, habría hecho todo lo que hubiera estado en mi mano para que no fuera así.
Y es que creo que, en el mundo en el que vivimos, hay demasiadas personas entregadas a su soledad, que han renunciado a la posibilidad de conocer al prójimo. Así, les resulta más sencillo arrojar fuera de sí su percepción de la realidad y evitarse el tener que contrastarla con la percepción de otro, que, acaso, tuviera más razón que él o planteara argumentos que resultasen más lógicos y le obligaran a reconsiderar sus convicciones “inamovibles”.
Es en ese mundo de desencuentro y de soledad no solventada, en el que surgen por doquier los faltones, los agresores verbales que no aportan solución alguna a los problemas en los que vivimos inmersos y que se conforman con decir (o con escupir) que “los demás tampoco”.
Es en ese mundo de desencuentro y de soledad no solventada, en el que surgen por doquier los faltones, los agresores verbales que no aportan solución alguna a los problemas en los que vivimos inmersos y que se conforman con decir (o con escupir) que los demás tampoco.
En otras ocasiones son las propias máquinas las que mediante la introducción de los convenientes algoritmos insertados por un ser humano de aviesas intenciones, se desgañitan digitalmente en un sinfín de insultos y descalificaciones que no consiguen nada más que degenerar nuestro sistema de convivencia sin, tampoco, aportar solución alguna a los problemas con los que vivimos. Se trata, obviamente, de perfiles digitales falsos, que no respaldan a ninguna identidad humana a la que atribuir responsabilidad alguna, desprovistos de sentimientos, inteligencia (por lo menos natural) o capacidad de reflexión, pero muy agresivos, eso sí.
Mediante esta mecánica, se generan corrientes de opinión, normalmente agresivas, que, más tarde caen en el acervo intelectual de personas, en ocasiones bien intencionadas y por lo tanto cándidas, que acaban adoptando un discurso intelectual que les lleva a odiar a alguien, sin que realmente sepan muy bien por qué.
Es mediante ese proceso de degeneración programada por el cual se llega a asumir discursos como los puestos de manifiesto esta semana en la primera aparición pública de los candidatos de VOX a las elecciones autonómicas en la Comunidad de Madrid por parte de quienes se sintieron investidos de no se sabe qué autoridad moral o material para impedir o boicotear la realización del acto. Una turba (antes se llamaba así) incontrolada, de seres humanos, que han interiorizado un discurso de odio, que no son capaces de exponer ni de justificar de manera articulada, empleando una serie de tópicos manidos, relativos a lo que les han dicho que sucedió en un período de la historia en el que ninguno de ellos vivió, se aprestan a ejercer no se sabe bien qué tipo de justicia popular para aplicar los principios por cuya defensa están dispuestos a pulverizar al que se les ponga por delante. Productores de violencia sin sentido (la violencia nunca lo tiene, la fuerza sí) en estado puro.
Aprendí hace mucho tiempo a centrar el debate de los asuntos públicos o de interés colectivo en los argumentos más bien que en las intenciones de las personas que los exponen o que los defienden. Me enseñaron de muy joven que el atribuir unas u otras intenciones al que contrapone su punto de vista al mío, lo que se llama hacer juicios de intenciones, es estéril y nunca conduce a resultado positivo alguno. Simplemente enerva, indispone e incapacita a los participantes en el debate para alcanzar soluciones convenientes al problema que se pretende solventar.
Vemos que, lamentablemente, en el debate político (de los asuntos públicos) que se desarrolla en nuestra sociedad en general y en nuestras instituciones en particular, abunda el tono abrupto, el insulto personal y la descalificación preventiva, a fin de denostar a priori al contrario, quizás cuando se constata el hecho de que nuestro argumento “hace agua” o no hay manera de defenderlo.
A mí, simplemente, me gustaría, sin mucha esperanza, que en el debate público, o incluso en la conversación informal cotidiana, fuésemos capaces de concentrar nuestra atención más en el objeto del debate que en las intenciones de los sujetos que proponen una u otra teoría, al objeto de evadirnos de esta jungla de insultos que tan negativos efectos tiene en nuestra convivencia.