El desenvolvimiento del siglo XIX al XX dispuso un período significativo en el devenir de los acontecimientos: una etapa agitada en la que se ocasionaron importantes cambios tecnológicos, económicos, políticos y sociales a una velocidad endiablada. Ya en las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX, coligado a la Revolución Industrial, con el imperialismo hostigando a las puertas, surgió una nueva conceptuación de potencia mundial y una compleja maraña de relaciones. En este tiempo, la concentración de los intereses y pugnas de las grandes potencias por la dominación de explícitas áreas geoestratégicas hicieron inclinar la balanza mirando a Marruecos.
Y como resultante de la industrialización afloró el imperialismo y con ello el manejo de la fuerza militar, política y económica. Los actores predominantes debían buscar materias primas al margen de sus límites fronterizos, debido al aumento de la producción que inquietaba con finiquitar los recursos nacionales. Pero, para afianzar la producción hubieron de optimizar su posicionamiento geoestratégico, al objeto de regular los derroteros comerciales que conectaban las colonias y la metrópoli. De este modo, no cabía otra, las potencias se proyectaron a la expansión colonial.
La actitud, doctrina o acción que conduce al dominio de potencias como Francia, Inglaterra, Alemania o Bélgica, iría más allá de la búsqueda de materias primas en continentes como Asia o África y en algunos intervalos, conjeturaron la colonización de otros estados de orden secundario en el concierto internacional como es el caso de España. Ni que decir tiene, que a finales del siglo XIX, España era un país empeñado y quebrado que resultó colonizado por los capitales extranjeros.
Sería desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando la demanda imponente de los recursos mineros encauzó hacia España los intereses de empresarios extranjeros, transformándola en su área de influencia. Mientras tanto, tanto Gran Bretaña como Francia, desplegaron un entramado capacitado para confrontar la banca y la industria española, logrando una ambiciosa influencia sobre el propio Estado y los políticos españoles. Así, el imperialismo se envalentonó en la década 1895-1905, conocido como la ‘década decisiva’.
En este intervalo histórico se originaron cambios sustanciales que, para bien, o para mal, alteraron las esferas de las relaciones internacionales y la manera de concebir la política a nivel mundial, fundamentalmente en tres matices sucintos.
Primero, la universalización de los encajes; segundo, el decaimiento de los estados latinos o la retrocesión de las naciones del sur, y tercero, el nuevo soporte de las relaciones internacionales.
Comenzando por Inglaterra, en 1901, respaldó la posición francesa en el litigio que Francia conservaba con Italia por la ocupación de Tripolitania y Túnez, sobre la que Francia poseía suculentas apetencias para establecer su imperio colonial norte-africano, proporcionando por ello la firma el 10/VII/1901 del Acuerdo franco-italiano. Por este pacto, Italia prescindía de Marruecos mientras que Francia hacía lo propio con relación a Tripolitania, que actualmente corresponde a Libia occidental.
De esta forma tan sutil, Inglaterra procediendo como observador del proceso de internacionalización marroquí, proseguía diseñando su marco geoestratégico garantizándose el control del Mediterráneo. Por otro lado, primordial para defender su imperio colonial asiático y africano, y mucho más desde que en 1875 el Canal de Suez había pasado a su dominio. Sin inmiscuir, que un año más tarde, Francia planteó a España bajo cuerda, la firma del tratado hispano-francés que en la realidad configuraba un reparto bilateral de Marruecos que, como es sabido, no llegó a subscribirse.
Recuérdese que el Acuerdo en su Artículo 10º, formulaba que ciudadanos franceses y españoles estaban en condiciones de formar sociedades para tender las obras de infraestructuras que desde cualquier lugar de Marruecos se trazaran para llegar a la región que se determinaba a España, así como para la explotación de minas.
El desplome de la dirección liberal de Silvela el 6/XII/1902 y el escepticismo del gobierno conservador que le reemplazó dirigido por Villaverde, llevaron a que por recelo a la reacción de Inglaterra, la firma finalmente no se conformase. Si bien, la punta de lanza del proceso de internacionalización del atolladero marroquí se promovió en 1904.
La rúbrica en Londres, el 8 de abril de la declaración entre Inglaterra y Francia acerca de Egipto y Marruecos ponía fin a las colisiones entre ambos actores, imprimiendo una nueva asignación de las responsabilidades en Marruecos y predijo un cambio de sentido en las predisposiciones de las relaciones entre las potencias en el Mediterráneo.
Digamos, que para Inglaterra, representó el último movimiento del tablero en el entorno norteafricano, ajustando su posición de partida antes de acudir a la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906). En la declaración del 8 de abril y en la misma línea de la diplomacia del momento, se englobaban artículos secretos.
La tesis de la estrategia global británica quedaba hábilmente concretada en los carices geoestratégicos y económicos. En el primero, intercalaba la zona que se había fijado a España como cerramiento indispensable entre los puertos marroquíes del Mediterráneo y la franja francesa, avalando a Inglaterra como la única potencia con capacidad suficiente de control sobre las aguas del Estrecho de Gibraltar.
Y en el segundo de los aspectos, interesaba invertir lo necesario en la explotación de cada uno de los recursos marroquíes en igualdad de condiciones que la potencia más beneficiada, máximamente, en las explotaciones mineras en las que la administración británica confirmaba tener gran predilección.
Continuando con Francia, desde 1870, era inconfundible su expansión colonial como un argumento puramente nacional, en base a restablecer la reputación perdida tras el descalabro sufrido ante Alemania en la guerra franco-prusiana.
Las primeras maniobras de la diplomacia francesa interesándose ciertamente por el asunto marroquí se emprendieron en 1900, con la firma del tratado secreto hispano-francés y, subsiguientemente, en 1901, con el franco-italiano, y coligados a ellos se forjó toda una sucesión de operaciones diplomáticas que proporcionaron el diagnóstico de la política global francesa para Marruecos.
Pero la oposición española de llevar a término el acuerdo secreto hispano-francés en 1902, empujó a Francia a sospechar de la extenuación política exterior habida en España. Por su parte, la declaración anglo-francesa de 1904, aclaró definitivamente los propósitos de Francia en Marruecos, introduciéndose en un proceso que Inglaterra controlaba desde hacía tiempo. Alcanzado el año 1904, Francia con un destacado partido colonialista quedaba exonerada de la coacción inglesa y tras renunciar a sus reivindicaciones en África nororiental, estaba en condiciones de abrir brecha aunque con algunas restricciones en su ejecución en la zona.
A partir de este momento, el esfuerzo en la intensidad diplomática francesa se proyectó en apuntalar el control sobre el conjunto de los territorios del Imperio, haciendo lo posible por impedir el asentamiento de Alemania en Marruecos, última potencia de primer orden que aún daba muestras de interesarse y que podría entorpecer sus objetivos. Para ello, hay que remitirse a la firma de la declaración franco-alemana de 1905, tras la misma, al menos hipotéticamente, Francia quedaba como única potencia en Marruecos y, para lograr su empeño hallaría como única traba la apatía de la política exterior española. Además, por el tratado de 1905, Alemania se comprometía a no contrariar los intereses políticos y militares franceses y Francia hacía lo propio con relación a los alicientes económicos y comerciales alemanes.
Por ende, el proceso de no interferencia entre ambos actores llegaría con la firma de los acuerdos franco-alemanes de 1909 y 1911, respectivamente.
En 1904, era incuestionable que Alemania había empezado un aislamiento de Inglaterra, posiblemente el principio de los antagonismos anglo-alemán tuvieron su génesis en precedentes económicos y técnicos por el compás del crecimiento habido en la producción de acero en favor de Alemania que avivaría las suspicacias británicas. Y como es lógico, Alemania, como consecuencia de su boom industrial, precisaba de excelentes recursos, sobre todo, hierro que algunos industriales alemanes, como los hermanos Mannesman, afirmaban que Marruecos tenía en exceso, por lo que admitió con resentimiento los acuerdos referentes al reparto del Imperio.
Al hilo de lo anterior, el partido pangermanista y los industriales de peso solicitaron al gobierno la ocupación inmediata de Marruecos. El 31/III/1905 arribaba en la bahía de Tánger el buque alemán Hohenzollern. El Káiser Guillermo II, cumplimentado por una delegación del Sultán, exigió salvaguardar los intereses de Alemania. Emergió así, además de Inglaterra, otro patrocinador del Sultán claramente competidor en la órbita geoestratégica y empresarial.
De esta manera en el contexto global, Alemania se apartaba concluyentemente de Inglaterra y en el entresijo marroquí, encaraba la estrategia británica recogida en la declaración anglo-francesa de 1904 y las aspiraciones francesas. Era de entrever, que si Francia e Inglaterra permanecían en esta postura pertinaz, podía desatar una guerra en el Viejo Continente.
“España, quedaban a expensas de velar por la seguridad de Marruecos en una guerra improductiva. Con lo cual, se adjudicaba expresamente el menester de controlar, fuera como fuese, a las belicosas y curtidas tribus rifeñas acaudilladas por el máximo exponente de nacionalismo rifeño, Abd el-Krim”
Una vez más, la resignación recayó en Francia, que forzada, indagó el acuerdo con Alemania y coordinó una conferencia a la que concurrirían los estados que asistieron en la de Madrid de 1880 y en la que, primordialmente, se presentaría la cuestión de incrementar la libertad económica en Marruecos sin discriminaciones entre los estados afectados.
Este guion se recogía en el tratado anglo-francés, aunque en ese caso únicamente aludido a Francia e Inglaterra. Ahora, era indiscutible que la Conferencia de Algeciras se orquestó bajo el apremio alemán.
El prólogo de los patrones inglés, alemán y francés, permite no perder de vista en estas líneas como se prefijaron sus políticas para perfilar estrategias, precisar marcos globales y, en último momento, ponderar sus intereses en la zona. Estas políticas se plasmaron en la firma de los tratados y convenios que predominaron en las circunstancias esperadas por cada una de ellas.
Primero, Inglaterra, quedó como única potencia con capacidad indiscutible sobre el control del Estrecho de Gibraltar, superando el contenido con el mandato de la internacionalización de Tánger. España, potencia relegada y de segundo orden, quedaba controlando el Rif, imposibilitando que Francia emplazada más al sur, inquietase la influencia de la Base Británica de Gibraltar.
Segundo, Alemania, visiblemente postergada de Inglaterra y con notables intereses concernientes a los minerales estratégicos, estaba por la labor de hacerse notar en Marruecos en defensa de sus derechos.
Y tercero, Francia, estaba en total disposición de lograr el control de la mayor parte del territorio marroquí para dar luz verde a su proyecto de rehechura nacional. Toda vez, que no le quedó otra que hacer algunas concesiones, apremiada por la estrategia británica y siempre en beneficio de transformar Marruecos en su obra regia colonial. Me refiero en Egipto a Inglaterra y en Marruecos a España.
Si se observan detenidamente los tratados y acuerdos susodichos, desde la declaración franco-italiana, transitando por la hispano-francesa o la anglo-francesa, así como los pactos afines con esas versiones, se advierten las políticas implementadas por Inglaterra, Alemania y Francia. Podría decirse que cada uno exprimió al máximo el jugo de la negociación diplomática y militar.
En los tratados se distribuían territorios, se moldeaban los vínculos entre Estados desde un trazado comercial, se ajustaban temas como derechos de aduanas y se efectuaban indicaciones expresas a la constitución de grandes sociedades interrelacionadas con la construcción de ferrocarriles y la adjudicación de explotaciones mineras.
En definitiva, se insistía en el más puro liberalismo económico.
En el fondo se ratifica la aportación de los intereses económicos y estratégicos de las potencias a la internacionalización del avispero marroquí.
Al mismo tiempo, si se confrontan estos tratados con los que hasta ese instante había rubricado España, surgen contrastes considerables: primero, son más complejos; segundo, se vislumbran políticas determinadas y objetivos de política exterior incontestables; y tercero, aunque indagan escapatorias a inconvenientes puntuales, se encuadran en realidades de políticas globales. Y el producto de ese balance no hace más que reafirmar la falta de una política exterior española.
Con la rúbrica de la declaración entre Inglaterra y Francia con relación a Egipto y Marruecos, España estaba urgida a resolver su política exterior. La declaración hispano francesa de 1904 fue el preludio del convenio franco-español de ese mismo año, que se convirtió en el primero en el que se entrevé otra visión de la política exterior nacional y que fue confirmado con la firma del Acuerdo hispano-francés de 1905 y el Acta General de la Conferencia de Algeciras de 1906.
Con la firma del Acta a partir de 1907, mientras Marruecos se sumergía en el desgobierno, las potencias emprendieron sus celeridades sobre los departamentos del Imperio. De hecho, en el año anteriormente mencionado, se desencadenaría una perturbación en la franja norte de la falda atlántica de Marruecos. Es decir, Arcila, Tánger y Larache en la costa, y Alcazarquivir en el interior, donde se ocasionaron numerosos episodios de allanamiento, poniendo en peligro la seguridad de los residentes occidentales.
Mientras, el Xerif Bajá de Arcila, El Raisuni, máxima representación de la autoridad del Sultán y de cuyos atropellos igualmente protestaban los nativos de la región, no intervenía contra los infractores.
En 1907 se originó la declaración secreta franco-española que reunía el ofrecimiento a comisionados de ambos estados para disponer contactos en caso de registrarse alguna eventualidad capaz de trastornar el estatus-quo territorial y los derechos de España y de Francia en el Mediterráneo. Ambos países con evidentes responsabilidades en la zona, intensificaron acciones de acuerdo con los compromisos que habían suscrito con la Conferencia de Algeciras.
Para ser más preciso en lo fundamentado, el ministro de Estado español remitió una nota a delegados de Estados Unidos, Bélgica, Alemania, Rusia, Inglaterra, Italia, Portugal, Austria-Hungría y Suecia, denunciando la imposibilidad de los agentes marroquíes para controlar el escenario que se cernía. Posteriormente, el Teniente Coronel Fernández Bernal con dos Compañías del Regimiento del Serrallo realizó el relevo a las avanzadillas de Casablanca. Y a la postre, el 5/IX/1908, el Teniente Coronel Fernández Silvestre se puso al mando de la policía extraurbana de Casablanca como Jefe Instructor.
Obviamente, el avance de la organización de la policía entrevió el recorte paulatino del protagonismo militar español en la zona. Ya en 1909, el destacamento se había simplificado a un oficial y veinticinco componentes. Y entretanto, las operaciones conformadas por franceses y españoles avivaron la desconfianza alemana. Mientras Francia hacía lo propio en Marruecos, en la vertiente diplomática se aproximaba a Alemania para retocar las rigideces contraídas. El 9/II/1909, se firmó al acuerdo franco-alemán por el que las dos potencias hacían público la no interferencia en sus intereses bilaterales: Francia, acordaba no poner impedimentos a los incentivos comerciales e industriales alemanes; y por otro, Alemania, no estrechando más que los intereses económicos en Marruecos, a su vez reconocía los políticos de Francia.
En la otra cara, Inglaterra, presagiando la innegable amenaza de sus intereses geoestratégicos por la intimidación alemana, insistentemente entró en escena, forcejeando a la firma del acuerdo franco-alemán del 4/XI/1911.
“España abordó su tarea africana bajo la imposición internacional, sin apenas voluntad de ejecutar los acuerdos entablados y con una gran obstrucción interna, lo que justifica el despropósito de la política exterior del momento”
Por este acuerdo, Alemania lograba legitimar el establecimiento de sus competitivas empresas mineras en el espacio marroquí, aunque tanto militar como diplomáticamente dejaba a merced a Francia para que se desenvolviera a su libre albedrío, exponiendo que no dislocaría el ejercicio de esta y que no se contrapondría a que procediera a las ocupaciones militares que valorase oportunas para el sostenimiento de la seguridad de las transacciones comerciales. Por lo demás, Francia transfería a Alemania un parte del Congo francés en lo que pasó a denominarse Camerún.
Con este pacto, la diplomacia alemana dejaba resuelto terminantemente la trama marroquí y Francia quedaba a sus anchas en Marruecos.
Llegados a este punto de la disertación, Francia, que se había visto de nuevo abrumada a hacer concesiones, quedaba como única potencia en este entorno y se previno a pormenorizar un acuerdo territorial con España. En principio consolidó su posición frente al Sultán mediante un tratado riguroso que atañía notoriamente a la soberanía marroquí, ya que esquilaba derechos militares y de política exterior y económica, pero, sobre todo, instalaba a Marruecos en sus manos.
El acuerdo implantaba la gestación de reformas para prevenir la amplificación económica de Marruecos y erigirlo en un régimen regular. Sin soslayar, que las reformas asignadas por Francia repercutían en el ejército, la administración, la justicia, la economía, las finanzas y la enseñanza. Y, por si fuese poco, el Sultán aceptaba las ocupaciones militares que Francia considerase pertinentes para la conservación del orden. A resultas de todo ello, interesaba que el Residente General fuese el único intermediario del Sultán de cara a las embajadas extranjeras y admitía que Francia determinase, de común acuerdo, las bases para una articulación financiera.
Lo cierto es, que a pesar del sinfín de obstáculos, el Sultán Muley Hafid estuvo a punto de abandonar su cargo, pero los eficientes servicios de la diplomacia francesa dieron su fruto y el 30/III/1912 se firmó el convenio.
Ocho meses más tarde, el 27/XI/1912, se refrendaba el acuerdo franco-español. Indiscutiblemente en el tratado se recogía el contenido de la internacionalización de Tánger, hasta ahora el único escollo que todavía estaba por disiparse tras la Conferencia de Algeciras. El entendimiento por momentos caía en saco roto, ya que la ciudad se topaba en la zona establecida a España y cuanto más terreno se transfiriera al sector internacional, más se le sustraía al Protectorado español. Conjuntamente, su resolución resultaba trascendente para los intereses estratégicos de la parte británica.
Los intentos de negociación que se desarrollaron en la capital de España se prolongaron lo indeseable, concretándose diversas comisiones a las que concurrieron delegados franceses, españoles y británicos. Curiosamente, esta sería la última reunión a la que acudió una representación de la diplomacia británica. En ellas se trató de decidir el régimen del terreno tangerino. El 25 de octubre se consiguió un acuerdo entre las partes contribuyentes, firmándose el tratado el 27/XI/1912.
Francia, tras perder varias demarcaciones a lo largo y ancho del proceso de internacionalización, negoció con España y comprimió palpablemente su zona de influencia en razón a las proposiciones perpetradas en 1902 y 1904. En el caso de España, acabó cediendo 45.000 kilómetros cuadrados con respecto a la superficie acordada entre ambas potencias en el convenio de 1902, como desquite por las concesiones francesas a Alemania.
Y mirando al tratado de 1904, las zonas extraviadas por España en favor de Francia incumbieron a la orilla izquierda del río Uarga y una pequeña área en el extremo derecho; como una pequeña franja junto al Muluya y otra adyacente a la laguna de Zenga próxima al paralelo 35º.
En España, la opinión pública acogió el acuerdo con total apatía, pues a la hora de la verdad había sido la suma de un mandato internacional. La no intervención española llevaba aparejado la de Francia en las cercanías de las plazas de soberanía españolas, como se apuntaba en la declaración franco-británica de 1904, y con ello la pérdida del por sí hecho añicos prestigio español y, tal vez, a medio plazo, el quebranto de Ceuta y Melilla.
En consecuencia, el tratado controvertido y ampliamente debatido en las Cortes, entre otros supuestos, se llegó a plantear la viabilidad de efectuar el repliegue de las fuerzas que estuvieran fuera de las plazas de Ceuta y Melilla. Así, se puede afirmar que la inauguración del Protectorado de España en Marruecos, al menos en lo que a la voluntad de emprender la empresa se refiere, podría decirse que fue de lo más deplorable y patético.
España abordó su tarea africana bajo la imposición internacional, sin apenas voluntad de ejecutar los acuerdos entablados y con una gran obstrucción interna, no sólo de las fuerzas políticas distantes al sistema y los de la oposición, sino igualmente, con las irresoluciones de los que, desde el Gobierno, habían colaborado en el proceso, lo que justifica el despropósito de la política exterior del momento.
Finalmente, Inglaterra, garantizaba sus intereses estratégicos relacionados con Gibraltar; y junto a Alemania, prevaleció la capacidad de explotación de minerales estratégicos. Por su parte, Francia y España, quedaban a expensas de velar por la seguridad de Marruecos en una guerra improductiva y preservar las empresas comerciales y mineras instaladas en su zona. Con lo cual, España, se adjudicaba expresamente el menester de controlar, fuera como fuese, a las belicosas y curtidas tribus rifeñas acaudilladas por el máximo exponente de nacionalismo rifeño, Abd el-Krim.