Esta semana se ha producido en el Senado la comparecencia del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para “informar sobre los planes implementados por el Gobierno en el contexto económico y social de la guerra de Ucrania y el papel de las administraciones”. Entrecomillo el objeto de la comparecencia porque, como es habitual, el contenido posterior de este tipo de comparecencias raramente suele coincidir con el objeto inicialmente enunciado para la misma.
De hecho, de acuerdo con los medios de comunicación, el entorno próximo del presidente del Gobierno, en el Palacio de la Moncloa, contempla este tipo de comparecencias como un recurso idóneo para propiciar, según sus cálculos, el desgaste de la imagen pública del líder del principal grupo de la oposición, Alberto Núñez Feijóo. Desconozco el proceso racional por el que llegan a considerar que esto les proporciona ventaja electoral alguna, pero dado el argumentario, cargado de citas y referencias a lo que el señor Feijóo ha dicho hace un año, hace dos o cuando era presidente de la Junta de Galicia, con el que el presidente del Gobierno acude a estas comparecencias, apoyándose en cada una de esas citas para descalificar a su interlocutor, pone de manifiesto la certeza de las valoraciones periodísticas que atribuyen esta intención a la Presidencia del Gobierno. De hecho, el propio Presidente se permite hacer recapitulaciones y balances sobre el resultado, según sus apreciaciones, de los cuatro debates de esta naturaleza sostenidos con el líder del principal partido de la oposición en el último año.
Lo cierto es que los asesores del presidente del Gobierno no se esfuerzan demasiado a la hora de buscar adjetivos en su afán por descalificar la imagen de su adversario, habiendo consagrado la especie de atribuir a las actuaciones de éste la disyuntiva de estar basadas “en la insolvencia o en la mala fe”, disyuntiva que el presidente repite de manera machacona a fin de que, por repetición, parezca más creíble. En mi opinión, lo hace de manera tan poco coherente y justificada, que la ciudadanía le proporciona el mismo crédito que el que atribuye a sus promesas y a sus compromisos electorales, repetida y visiblemente defraudados. En esta última ocasión, además, sus asesores se han excedido un poco atribuyendo al señor Feijóo la condición de “peripatético”, o lo que es lo mismo, de seguidor de la metodología aristotélica, en un claro desliz conceptual, que, dada la repercusión mediática de que dicho desliz ha tenido, provocará que, en el futuro, vuelvan a centrarse con práctica exclusividad en las presunciones de “insolvencia o mala fe”.
Pero esta estrategia de descalificación y desgaste de la oposición, con fines electorales, no se restringe exclusivamente a las comparecencias del presidente del Gobierno en pleno en el Congreso o en el Senado, sino que forma parte de la dinámica general en todas y cada una de las actividades parlamentarias, en pleno o en comisión, en el Congreso de los Diputados o en el Senado. Esta semana, en el curso del debate sobre acuerdos internacionales a los que el Partido Popular prestaba su respaldo, el portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, sin poder resistirse a sus tentaciones descalificadoras, arremetió contra el Partido Popular, omitiendo referencias al respaldo proporcionado en dicho acto para referirse a faltas de apoyo registradas en diferentes situaciones ajenas al objeto de la Comisión y diciendo, tras un largo relato de desencuentros producidos durante la legislatura, que, en cualquier caso, no era el momento de hacer ese relato, lo cual produjo la lógica reacción de hilaridad de los diputados descalificados de manera incoherente y ajena al debate. En fin, nada nuevo bajo el sol.
Si hay algo que se ha visto, sistemáticamente, atacado y sometido a acoso durante esta legislatura ha sido la práctica de la moderación en la acción política. Y es que dicha moderación no es sólo una necesidad como procedimiento o como medio para la defensa de las posiciones ideológicas propias. Es incluso una meta a alcanzar para el conjunto de la sociedad. Que ésta viva y desarrolle el conjunto de sus actuaciones sociales en el espíritu de la moderación y del sosiego y no, por el contrario, en un ambiente de tensión, de confrontación y de desasosiego, que ha venido en denominarse de polarización.
Y es que, la política de la búsqueda de soluciones a los problemas de los ciudadanos y de propuestas positivas de actuaciones ejecutivas ha sido sustituida por un ejercicio de la política a la contra, al rechazo de lo que proponga el adversario político y de culto a la animadversión contra el discrepante, mediante su descalificación personal, lo cual, como ya ha pasado en otros lamentables momentos de nuestra historia común, que no deberíamos vernos tentados a repetir, ha terminado materializándose en el odio irrefrenable y la agresividad indisimulada. Hace pocos días, durante una conversación informal mantenida con una diputada de un grupo parlamentario diferente al mío, ésta me manifestó que había llegado a odiar tanto a una representante política de mi partido, que si la tuviera delante y pudiera agredirla, posiblemente lo haría, lo cual, aparte de producirme el natural desasosiego, me hizo reflexionar sobre el camino por el que avanzamos, pensando que algo debemos de hacer para reorientar la manera de expresar nuestros desencuentros.
Y es que en esta deriva de agresividad por la que avanzamos, se llega a anunciar de manera pública la adopción de estrategias partidistas orientadas a poner de manifiesto la incapacidad de este o aquel adversario político, independientemente de cuáles puedan ser los argumentos que defienda. Se le hace públicamente objeto y acreedor de descalificaciones personales, no por lo que defienda, sino por quién es y lo que es mucho más grave, parecemos haber aceptado colectivamente la legitimidad de este mecanismo de descalificación como recurso aceptable o inevitable de la acción política.
Uno se pregunta, finalmente, si aceptando, tácita o explícitamente, estas dinámicas, no seremos todos culpables de renunciar a presentar nuestras propuestas de manera moderada, actuando, por el contrario, por insolvencia o mala fe.