Las ruinas están ahí, por todos los rincones del planeta. Hemos de repararlas en unión y en comunión de pulsos, no hay otro modo de hacerlo. Para ello, tenemos que enmendar caminos recorridos, reconstruirnos activando otra mentalidad menos dominante y más servicial, que al menos sepa escuchar a los oprimidos para entrar en sintonía, y no viva egoístamente en su espacio, donde no impera ni el bien hogareño ni la mirada que nos armoniza. Cualquier defensa de toda existencia, requiere del don de la justicia, pero también de la incondicional gracia cooperante. Sólo así podremos pensar y generar un orbe abierto, con una práctica de acogida fraterna y de búsqueda común de la verdad. Desde luego, en medio del desastre dejado por la siembra de tantas incoherencias humanas a lo largo de nuestra historia, insertas bajo el poder abusivo del ostentar, que considera normal o racional lo que no es más que egocentrismo e indiferencia, no cabe otra situación que la de repensar en un dinamismo social restaurador, que reconstruya mejor y aliente el preciso orden social y ético de las cosas. Además, el sentido moral es un abecedario imprescindible para uno sentirse bien y poder abandonar la parte de bestia salvaje que todos llevamos consigo.
Los caminos restauradores no son fáciles, es cierto, no solo requiere de un sustento de amor, también exige una mística, un latido diferente que haga renacer otro aire más reformador; puesto que no es suficiente la buena intención, es indispensable una fuerza creativa que ponga en valor y en valía el sentimiento profundo y sincero de que el amor ha sido vapuleado, de que la convivencia nos llama a otro estilo que debe nacer del deseo de reparar. Nadie estamos a salvo de nada, que lo sepamos. Esto debe hacernos madurar. Las continuas lluvias y crecidas sin precedentes, la rápida acentuación de los ciclones tropicales, los letales episodios de calor, la sequía severa, y tantos otros desconciertos que nos persiguen por las distintas partes del planeta son, lamentablemente, nuestra nueva realidad y un anticipo del futuro. En consecuencia, esta crisis afecta de un modo u otro a todas las gentes del mundo, lo que nos exige, ya no sólo reparar los corazones heridos, también reconocernos culpables y luchar humanamente por ese cambio que todos nos merecemos para seguir viviendo, haciendo soportables las golpes. En cualquier caso, hemos de reconocer que los puyazos de la adversidad son muy amargos, pero su amargura nunca es estéril.
Así, aunque lo irreparable no pueda repararse del todo, el afecto hacia el análogo siempre puede sobrellevarse mejor, cultivado en unión que individualmente. De ahí, la importancia de aprender a reprenderse uno así mismo, a pesar de los pesares; a lo que hay que sumar nuestras faltas de confianza, gratitud y entrega. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a estas atmósferas corruptas, que niegan lo evidente, hasta convertir el planeta en un mercado donde todo se mercadea sin alma, llegando a un estadio de confusión extremo, de pensar que la dignidad también depende del poder del dinero. Al final, solo nos mueve el consumo, el vicio y el vacío; fruto de este engranaje perverso que nos tritura la conciencia y nos deja sin esperanza. Seguramente, tendremos que volver a ese mar contemplativo, para llegar a tiempo allá donde la necesidad es urgente. A propósito, pienso en las fuertes nubes de este mundo cerrado y encerrado en las miserias de sus moradores, en esos ciudadanos presos de explotación, de abuso, tortura y todas las formas de violencia, lo que nos demanda a reconstituirnos como un nosotros, latiendo corazón a corazón, que es como se transmite el espíritu cordial.
La cordialidad al poder, lo reivindico. En medio de este valle de tormentos y bajo el aire anhelante de los días debe germinar el derecho de todas las gentes a sentirse incluidas y participes en el desvelo del afán reparador. Nadie tiene la certeza absoluta para endiosarse. Reconocer los fracasos del ayer, aparte de ser un acto de lealtad y de coraje que nos ayuda a reforzar nuestra debilidad, nos hace capaces y dispuestos para afrontar el aluvión de las mil dificultades de hoy. No olvidemos que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor. Esencial, pues, el deseo del discernimiento para multiplicar los talentos y no malgastar el buen talante de unas manos dispuestas siempre a la ayuda, de unos labios preparados a fundirse con la concordia y de unos ojos con deseos de acariciar siempre y no dañar. La realidad de las desviaciones nos ha llevado a un túnel sin claridad. En efecto, a apoco que nos adentremos en nuestro interior y en el dolor de todos, observaremos que hemos postergado los valores humanos, mientras hemos priorizado el hedonismo y las ganancias materiales. Ahora, pues, no se trata de lamentarse, sino de ponerse manos a la obra en la tarea de reparar el daño hecho y sin perder la franqueza.