El principio que es El revés y el derecho, este primer libro que Albert Camus escribió en Argelia a los veintidós años, cómo se siente y se está seguro de la verdad y sinceridad que hay en ese principio y cómo se vuelve con esta sensibilidad y esta conciencia sobre él la mirada desde un fundamental prólogo que escribe y con el que lo reedita en su madurez espléndida. El prólogo, y luego el libro, que muestra lo que el prólogo dice. Que es presencia y es testimonio. Todo en el prólogo es sustantivo y de interés, pero quiero fijarme especialmente en los fragmentos en que muestra cómo siente y sabe ver ese significado que hay en su primer libro, como principio que es, y por éste es -y, lo he dicho, por su verdad y su sinceridad- por lo que se siente unido a él y es fiel a él, hasta el punto que hemos visto lo anota en sus Carnets en un esbozo de este prólogo -que siente que escribir, si su vida como escritor se ha cumplido, de algún modo sería volver a escribir este libro. Poder volverlo a escribir. Qué hermoso. Así hay muchas consideraciones y apreciaciones interesantes en este prólogo, pero como digo me asaltan y me fijo especialmente en los fragmentos en que queda constancia y sustenta este sentimiento.
Escribe Albert Camus: “Zanjada la cuestión de su valor literario, puedo confesar, en efecto, que, para mí, el valor testimonial de este librito es considerable. Y digo bien para mí, pues es ante mí ante quien testimonia y es de mí de quien exige una fidelidad cuya profundidad y dificultad sólo yo conozco. Trataré de decir por qué./ Brice Parain suele decir que este librito contiene lo mejor que yo he escrito. Parain se equivoca. Conocedor de su lealtad, no lo digo por esa irritación que siente todo artista ante quienes tienen la impertinencia de preferir en él lo que ha sido a lo que es. No, Parain se equivoca porque a los veintidós años, salvo en casos geniales, apenas se sabe escribir. Pero, comprendo lo que Parain, sabio enemigo del arte y filósofo de la compasión, quiere decir. Quiere decir, y tiene razón, que hay más verdadero amor en estas torpes páginas que en todas las que he escrito después./ Cada artista conserva así, en el fondo de sí mismo, una fuente única que alimentará durante toda su vida lo que es él y lo que él dice. Cuando la fuente se seca, la obra va poco a poco endureciéndose y agrietándose a ojos vistas. Esas son las tierras ingratas del arte a las que ha dejado de regar la corriente invisible. Con los cabellos ya ralos y secos, el artista, ya en declive, está maduro para el silencio o, lo que es lo mismo, para los salones. En mi caso, sé que mi fuente está en El revés y el derecho, en este mundo de pobreza y de luz en el que he vivido tanto tiempo y cuyo recuerdo todavía me preserva de los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista: el resentimiento y la satisfacción”. Parece que no habría que decir más, tras este redondo y definitivo párrafo. Pero me agradan e interesan también especialmente los dos párrafos que lo continúan, en los que Albert Camus más se explica, y en esta explicación están en sus concreciones y sus detalles lo que a la vez es fundamento, fundamento de su vida: “Ante todo, jamás la pobreza ha constituido una desdicha para mí, porque la luz derramó sus riquezas sobre ella. Esa luz iluminó hasta mis rebeliones, que fueron casi siempre, creo poder decirlo con honestidad, rebeliones por todos y para que la vida de todos se formara en la luz. No es seguro que mi corazón estuviese naturalmente predispuesto a esta clase de amor. Pero las circunstancias me ayudaron. Para corregir una indiferencia natural, me encontré equidistante de la miseria y del sol. La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol, y en la historia; el sol me enseñó que la historia no es todo. Así es, sin duda, cómo abordé esta carrera incómoda en la que estoy, lanzándome inocentemente sobre una cuerda de equilibrista por la que avanzo penosamente, sin estar seguro de alcanzar el fin. Dicho de otro modo, llegué a ser un artista, si es cierto que no hay arte sin negación ni sin consentimiento./ En cualquier caso, el espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento. Vivía en la pobreza, pero también en una especie de goce. Me sentía armado de fuerzas infinitas para las que sólo había que hallar un punto de aplicación. No era la pobreza la que obstaculizaba el ejercicio de esas fuerzas; en África, el mar y el sol no cuestan nada. El obstáculo residía más bien en los prejuicios o en la estupidez. Eso me deparaba todas las oportunidades para desarrollar un orgullo que me ha perjudicado mucho, del que se ha burlado con razón mi amigo y maestro Jean Grenier, y que en vano traté de corregir hasta el momento en que me di cuenta de que hay también una fatalidad de los caracteres. Más valía, pues, aceptar el propio orgullo, y tratar de utilizarlo bien, que imponerse, como dice Chamfort, principios más fuertes que el propio carácter. Pero, después de haberme interrogado, puedo afirmar que, entre mis numerosas debilidades, nunca ha figurado el defecto más extendido entre nosotros. Me refiero, claro es, a la envidia, verdadero cáncer de las sociedades y de las doctrinas”. Los escritores, la vida literaria, la sociedad literaria. Con observaciones de interés, sí. Pero vuelvo a lo que más me importa, y es la conciencia de la verdad de ese principio: “Al contrario, al releer El revés y el derecho, después de tantos años, para esta edición, sé instintivamente ante ciertas páginas, y pese a su imperfección, que es eso. Eso, es decir esta anciana, una madre silenciosa, la pobreza, la luz sobre los olivos de Italia, el amor solitario y poblado, todo lo que da testimonio, ante mis propios ojos, de la verdad./ He envejecido y pasado por muchas cosas desde que escribí estas páginas. He aprendido mucho sobre mí mismo, y he llegado a conocer mis límites y casi mis debilidades. He aprendido menos sobre los seres, porque mi curiosidad se orienta más a sus destinos que a sus reacciones y los destinos se repiten mucho. He aprendido, al menos, que existían y que el egoísmo, si no puede renegar de sí, debe tratar de ser clarividente. Gozar de sí es imposible, pese a mis grandes facultades para este ejercicio. Si la soledad existe, lo que ignoro, deberíamos tener el derecho, de vez en cuando a soñar con ella como un paraíso. Yo lo sueño a veces, como todo el mundo. Pero dos ángeles tranquilos me han prohibido siempre la entrada; uno de ellos muestra el rostro del amigo, el otro la cara del enemigo. Sí, todo esto lo sé y he aprendido además, o casi, lo que costaba el amor. Pero sobre la vida misma, apenas sé más de lo que digo, tan torpemente, en El revés y el derecho”. Y más adelante: “¡Qué importa! En realidad, lo que yo quería decir es que aunque haya caminado mucho desde que escribí este libro, no he avanzado tanto. A menudo me ha ocurrido retroceder cuando creía estar avanzando. Pero, al fin, mis errores, mis ignorancias y mis fidelidades me han traído siempre de vuelta a este antiguo camino que empecé a recorrer con El revés y el derecho, camino cuyas huellas se ven en todo lo que he hecho después y por el que, algunas mañanas de Argel, por ejemplo, me echo a andar con la misma ligera embriaguez de siempre”. Y otra vez: “Simplemente, el día en que se establezca el equilibrio entre lo que soy y lo que digo, ese día, tal vez, y apenas me atrevo a escribirlo, pueda construir la obra con que sueño. Lo que he querido decir aquí es que esta obra se parecerá, de una u otra manera, a El revés y el derecho, y que hablará de una cierta forma de amor”. Y una convicción que él dice que es oscura, y hay sinceridad, es seguro, en así decírselo, pues quizá no pueda explicársela mucho, pero que para nosotros resulta de una restallante claridad en cuanto a la verdad de ese principio: “Si, pese a tantos esfuerzos por edificar un lenguaje y dar vida a los mitos, no consiguiera yo algún día volver a escribir El revés y el derecho, entonces no habría llegado a nada. Esa es mi oscura convicción”.
Y los textos, que muestran ese principio, y que de él se tenga esa conciencia. Aquí el primer párrafo del segundo de sus textos, “Entre sí y no”: “Si es verdad que los únicos paraísos son aquellos que se han perdido, sé cómo llamar a este algo tierno e inhumano que hoy me habita. Un emigrante retorna a su patria. Y yo me acuerdo. Ironía, rigidez, todo se calla y heme aquí repatriado. No quiero rumiar la felicidad. Es mucho más sencillo y mucho más fácil. En efecto, de esas horas que rescato, desde el fondo del olvido, se ha conservado sobre todo el recuerdo intacto de una emoción pura, de un instante suspendido en la eternidad. Eso es lo único verdadero en mí y siempre lo sé demasiado tarde. Nos gusta la flexión de un gesto, la oportunidad de un árbol en el paisaje. Y para recrear todo ese amor, no disponemos más que de un detalle, pero suficiente: el olor de una habitación cerrada durante demasiado tiempo, el sonido singular de un paso en el camino. Así me ocurre a mí. Y si, amando, yo me diera, sería yo mismo, puesto que no existe sino el amor que nos devuelve a nosotros mismos”. Así sentimos vuelve a nosotros Albert Camus y para sí mismo en los textos de este primer libro, y lo sentimos con especial claridad en algunos de sus fragmentos y afirmaciones. Una afirmación en este segundo texto: “Hay una soledad en la pobreza, pero una soledad que da su valor a cada cosa”. Y un pasaje en que está una imagen y, en ella, una verdad: “Si esta noche vuelve a mí la imagen de cierta niñez, ¿cómo no acoger la lección de amor y de pobreza que puedo sacar de ella? Puesto que esta hora es como un intervalo entre sí y no, dejo para otras horas la esperanza o el asco de vivir. Sí, recoger tan sólo la transparencia y la sencillez de los paraísos perdidos: en una imagen. Y así fue cómo, no hace mucho tiempo, en una casa de un viejo barrio, un hijo fue a ver a su madre. Están sentados frente a frente, en silencio, pero sus miradas se encuentran:/ -¿Y entonces, mamá?/ -Entonces, pues ya ves./ -¿Te aburres? No hablo mucho./ -¡Oh, tú nunca hablaste mucho/ Y una hermosa sonrisa sin labios se le funde en el rostro. Es cierto. Nunca le había hablado; pero en verdad, ¿qué necesidad había de ello? Al callarse, la situación se aclaraba. Él es su hijo, ella su madre. Ella puede decirle:/ -Tú lo sabes”. Así acaba este texto: “Y además, hay gente que prefiere mirar su destino cara a cara”. Pensamos que así miró su destino Albert Camus en su vida y en su obra. En lo que amó, vivió y escribió. Lo volvemos a sentir en ese prefigurado y sentido así por él en su principio.
En el tercer texto, “Con la muerte en el alma”, estar en Praga le hace pensar en su ciudad del Mediterráneo: “Entonces pensé desesperadamente en mi ciudad, a orillas del Mediterráneo, en las tardes de verano, que me gustan tanto, de ese verano tan dulce, en medio de la luz verde, y lleno de mujeres jóvenes y hermosas”. Entra en Italia, y es tierra que supone mayor afinidad y cercanía para el espíritu. Esto nos dice de su entrada en ella: “Entro en Italia. Tierra hecha para mi alma, reconozco una a una las señales de su proximidad. Las primeras casas de tejas escamosas, las primeras viñas puestas contra una pared, que la sulfatación ha azulado. Las primeras ropas blancas tendidas en los patios, el desorden de las cosas, el desaliño de los hombres. Y el primer ciprés (tan delgado y sin embargo tan recto), el primer olivo, la higuera polvorienta. Plazas llenas de sombras de las pequeñas ciudades italianas, mediodías en que las palomas buscan un refugio, lentitud y pereza. Al alma se le gastan allí sus rebeliones. La pasión se encamina gradualmente hacia las lágrimas”. Y, más adelante, en este lugar hermano, siente la contraposición entre un lugar más ajeno a su sentir y recordar el de su infancia, y la lección de vida que hay en ese lugar: “Desde luego, yo no había cambiado, es que ya no estaba solo. En Praga me ahogaba entre paredes. Aquí estaba ante el mundo y, proyectado en torno mío, poblaba yo el universo de formas semejantes a mí. Pues todavía he hablado del sol. Así como me llevó mucho tiempo comprender mi apego y mi amor por el mundo de pobreza en que transcurrió mi infancia, sólo ahora entreveo la lección del sol y del país en que nací”.
En “Amor a la vida” estamos en Mallorca, en Palma. Nos dice: “Y acaso nunca ningún país sino el Mediterráneo, me haya llevado a la vez tan lejos y tan cerca de mí mismo”. Está en su lugar, en el Mediterráneo que es su mismo centro, y la vecina isla de Menorca de su abuela. El amor a la vida que allí siente, y así nos lo dice: “Allí estaba todo mi amor a la vida: una pasión silenciosa por lo que acaso iba a escapárseme, una amargura bajo una llama. Todos los días abandonaba yo aquel claustro como arrancado de mí mismo, inscrito por un breve instante en la duración del mundo. Y sé muy bien por qué pensaba entonces en los ojos sin mirada de los Giotto. Es que en ese momento yo comprendía verdaderamente lo que podían aportarme semejantes países. Me admira que puedan encontrarse, a orillas del Mediterráneo, certezas y reglas de vida, que el hombre satisfaga en ellas su razón y que por ellas justifique un optimismo y un sentido social. Porque lo que entonces me llamaba la atención no era un mundo hecho a la medida del hombre, sino un mundo que se cerraba sobre el hombre. No, si el lenguaje de esos países era acorde con lo que resonaba profundamente en mí, no lo era porque respondiera a mis preguntas, sino porque las hacía inútiles. No eran acciones de gracias las que podían subirme a los labios, sino esa Nada que sólo pudo hacer ante paisajes aplastados por el sol. No hay amor a la vida sin desesperación de vivir”. Se ha referido a esta sentencia en el prólogo con que presenta y quiso acompañar estos textos en la madurez, de un modo que los ilumina y a la vez reafirma su valor en su verdad y sinceridad. Escribe así Albert Camus en este prólogo: “”No hay amor a la vida sin desesperación de vivir”, he escrito, un tanto enfáticamente, en estas páginas. No sabía yo por entonces hasta qué punto eso era verdad. Todavía no había atravesado los tiempos de verdadera desesperación. Esos tiempos llegaron y pudieron destruir todo en mí, salvo precisamente el desordenado apetito de vivir. Todavía sufro de esta pasión, a la vez fecunda y destructora, que se manifiesta hasta en las páginas más sombrías de El revés y el derecho. No vivimos verdaderamente más que algunas horas de nuestra vida, se ha dicho. Eso es verdad en un sentido y falso en otro. Pues nunca he perdido el ávido ardor que se notará en los ensayos que siguen, ardor que, en última instancia, es la vida misma en lo que ésta tiene de mejor y peor”. Este libro continúa vivo, continúa diciéndole, siendo de él. En este texto, “Amor a la vida”, aparece al final otra isla hermana, Ibiza. Y el amor, que está en el título de este texto, y vertebra el párrafo final, que quiero traer aquí: “Sé que me equivoco, que hay que ponerse límites. Sólo con esta condición se crea. Pero no hay límites para amar, y ¿qué me importa estrechar mal, si puedo abrazarlo todo? En Génova hay mujeres cuya sonrisa amé durante toda una mañana. No volveré a verlas, evidentemente, nada es más simple. Pero las palabras no podrán expresar la llama de mi pena.
Pequeño pozo del claustro de San Francisco, en él contemplaba yo el vuelo de las palomas y me olvidaba de mi sed. Pero siempre llegaba un momento en que mi sed renacía”.
El último texto, que da título al libro, “El revés y el derecho”. Se dice de un modo precioso a sí mismo y su búsqueda y su relación con el mundo en este párrafo: “Y ahora torno a pensar en esas cosas. Sólo veo los muros del jardín que se extiende al otro lado de la ventana. Y las pocas hojas entre las que se filtra la luz. Más arriba hay también hojas. Y más arriba aún está el sol. Pero de todo ese júbilo del aire que se siente afuera, de toda esa alegría difundida por el mundo, sólo distingo las sombras de las ramas que juguetean en mis cortinas blancas. También cinco rayos de sol que derraman pacientemente en la pieza un perfume de hierbas secas. Una brisa, y las sombras se animan en la cortina. Si una nube cubre y luego descubre el sol, emerge de la sombra el amarillo desbordante de este jarrón de mimosas. Eso basta: nace una sola luz y yo me siento colmado de una alegría confusa y turbadora. Es una tarde de enero la que me pone así frene al reverso del mundo. Pero el frío queda en el fondo del aire. En todas partes una película de sol que se rompería entre las uñas, pero que reviste todas las cosas de una eterna sonrisa. ¿Quién soy yo? ¿Y qué puedo hacer sino entrar en el juego de las hojas y de la luz? Ser este rayo en el que mi cigarrillo se consume, esta tibieza y esta pasión discreta que respira en el aire. Es en el fondo de esta luz donde intento alcanzarme. Y si trato de comprender y de saborear este delicado sabor que revela el secreto del mundo, es a mí mismo a quien encuentro en el fondo del universo. Yo mismo, es decir, esta emoción extrema que me libera del decorado”. Estamos en el final de este primer libro, y en él hay mucha de la verdad que se encuentra en este principio, como así lo siente y piensa es y nos dice en el prólogo que a él escribe en una madurez que era ya el final. No quiero decirlo de otro modo que aquél con que Camus a sus veintidós años lo dijo. Se puede presentar y acompañar esta verdad, pero no traicionarla. Éste es el siguiente párrafo: “Hace un instante, otras cosas, los hombres y las tumbas que ellos compran. Pero dejadme recordar este minuto en el tejido del tiempo.
Otros dejan una flor entre unas páginas y en ella encierran un paseo en el que el amor los rozó. Yo también me paseo, pero el que me acaricia es un dios. La vida es breve y es un pecado perder el tiempo. Dicen que soy activo. Pero ser activo también es perder tiempo en la medida en que uno se pierde. Hoy es un alto y mi corazón va al encuentro de sí mismo. Si una angustia aún me oprime es la de sentir cómo este instante impalpable se me va de entre los dedos como las perlas del mercurio. No me quejo, puesto que me veo nacer. A esta hora, todo mi reino es de este mundo. Este sol y estas sombras, este calor y este frío que viene del fondo, del aire: ¿voy a preguntarme si algo muere y si los hombres sufren, puesto que todo está escrito en esta ventana en la que el cielo derrama la plenitud yendo al encuentro de mi piedad? Puedo decir, yo lo diré ahora mismo, que lo que importa es ser humano y sencillo. No, lo que importa es ser verdadero. Y entonces todo se da en ello naturalmente: la humanidad y la sencillez. ¿Y cuándo, pues, soy más verdadero que cuando soy del mundo? Me siento colmado antes de haber deseado. La eternidad está ahí y yo la esperaba. Lo que ahora deseo ya no es ser feliz, sino tan sólo ser consciente”. Y estas líneas, en el siguiente párrafo, que precede al párrafo final: “Pero he aquí los ojos y la voz de aquellos a quienes hay que amar. Me aferro al mundo con todas mis fuerzas, a los hombres, con toda mi piedad y mi reconocimiento. Entre este derecho y este revés del mundo, no quiero elegir, no me gusta que se elija. (…) Pero es porque no me gusta que se hagan trampas. El mayor valor consiste en mantener los ojos abiertos a la luz, así como a la muerte. Por lo demás, ¿cómo decir el lazo que hay entre este amor, devorador de la vida, y esta desesperación secreta?”. La búsqueda y la conciencia de esta búsqueda, el amor y la lucidez, la pregunta que como tal se siente al principio de una vida de escritor, de artista, y cómo se vuelve a ella al final, por sentirla verdadera y pensar y sentir que volvería a escribirse y lanzarse como tal pregunta. Tras una vida que se ha cumplido ya en arte. Quizá no cabe prueba mayor de que en efecto en él se ha cumplido. De su verdad, de su sinceridad, de su necesidad, de su valor. De su amor y la luz y la lucidez de su amor.